Alejandro Gándara - Ciegas esperanzas

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Premio Nadal 1992
En una llanura desértica, atravesada por un río poderoso, un hombre despierta, ignorante de su propia identidad. Únicamente la palabra ‘soldado' parece decirle algo de sí mismo. Desde la otra orilla, un extraño le hace señas invitándole a cruzar el río. Jornada tras jornada, el hombre se enfrentará durante la noche al extraño mensajero y, durante el día, rescatará lentamente del olvido las principales experiencias de un itinerario vital marcado por la incapacidad de asumir su verdadera identidad. Su infancia en un Maruecos próximo a la independencia, el descubrimiento de la figura contradictoria del padre, su amor adolescente, su carrera militar, su matrimonio, el nacimiento de una hija… A lo largo de estos "días de sueño y noches de combate" se le ofrecerá la fuga definitiva, escapar al dolor y a la memoria, y tendrá la oportunidad, al revivir su vida, de tomar auténtica consciencia de sí mismo.

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– Sólo hablas de lo que tienes que hacer. ¿No sientes pena de que tu padre se esté muriendo?

Martin cerró los ojos y se encogió más hacia la mujer.

– La muerte de mi padre es también lo que yo tengo que hacer -dijo.

– Martin…

– Sé lo que quieres que conteste -sabía que la compasión por su padre era también la compasión que le pedía por ella, que el amor por uno se mide todo el tiempo con otro amor de otro-. Siento pena siento pena, siento pena. Pero no dolor. Todavía no me duele, todavía no es dolor. Porque él está todavía. Es como las casas del arrecife ahora, que están desapareciendo, pero están. Y si hago lo que él quiere, seguirá estando siempre, como estará el arrecife cuando no lo veamos. Se está muriendo, pero no quiere morirse: por eso quiere que yo haga algo con lo que él no se muera. No siento dolor, porque él sólo quiere desaparecer, pero no quiere irse. Él no se muere y yo no siento dolor: ése es el trato y estoy seguro de que él ha pensado que es un trato.

– No sé lo que crees de verdad -dijo Salima, prescindiendo ostensiblemente de lo último-. Pero vas a obedecerle. Quizá ésa es tu forma de tristeza.

– Quizá, simplemente, no quería ser maestro. Ahora, por ejemplo, no quiero ser maestro. Lo que quería es que todo se quedara como siempre -pensó un momento lo que iba a decir a continuación -, todo quieto. Tú, Abdellah, la escuela, Larache. No quería ser maestro, sólo quería tener lo que tenía.

– También tenías a tu padre y no le nombras.

– No pensaba en mi padre.

– Aunque no lo pienses, también estaba tu padre. Le obedeces.

– Yo no soy como mi padre -Martin volvió la cara al otro pie.

Salima levantó las manos y las manos se quedaron protegiendo la cabeza del cielo oscurecido.

– Tú eres distinto y tu padre también está -contestó ella construyendo lentamente lo que decía, siguiendo el ritmo de las manos que volvieron a caer.

Martin se encogió del todo obligándola a abrir completamente las piernas y a cubrir el cuerpo que se retraía.

– Nunca me había acordado de una cosa hasta hoy. Y hoy la he recordado muchas veces. Todo el tiempo he pensado que tenía que contártela. Pasó hace mucho. Puede que sea absurda. Era un crío.

– Si es para mí, quiero que me la cuentes -dijo ella, con la cara muy cerca y el cuerpo flexionado.

– En realidad, no sé si puede contarse, no sé si tiene palabras -dijo Martin verificando mentalmente un reparo que no había previsto.

– Es mía. Sólo tienes que separar los labios -vio sus labios abiertos como si fueran a sorber los suyos y el aire articulado fuera a circular después por el túnel de aquel contacto.

Martin sintió que su cuerpo se extendía a las paredes de Salima.

– Te he dicho que fue hace mucho -la sensación de tenerla en sus bordes le pareció que contradecía la necesidad de contar nada.

– Me lo has dicho -un calor que salía del interior de ella, igual que de un lecho.

Martin se internó hasta el último hueco de Salima, que sintió el tope y lo endureció para atrapar.

Supo que iba a decirlo todo y que no importaba lo que iba a decir. Que era libre y que era libre para sumergirse hasta donde él mismo podría considerarse perdido. Mientras estuviera en aquel sitio endurecido para tenerle.

– Fuimos a pelear con Botho y los Comerciantes al principio del puente. Venía Abdellah -decidió durante un instante- y también Jorge. No le conoces. Era una emboscada. Salí corriendo sin preocuparme por Abdellah y después me metí en la iglesia de don Elías. Me quedé allí hasta la noche. Mientras estaba en la iglesia pensaba que no podía ocurrirle nada a Abdellah. No fui a mi casa.

Martin se removió comprobando la firmeza de la carne que le rodeaba.

– Quizá pensé que la iglesia era más segura. No, no era eso. No tenía que ver con la seguridad. Creo que pensé que era el único sitio en el que yo podía estar sin que le pasara nada a Abdellah. Era como si estuviera rezando por Abdellah. No rezando. Yo no pedía nada por Abdellah. Pedía por mí, por lo que había hecho y si me perdonaban, entonces también perdonarían a Abdellah y los Comerciantes no le harían nada. En vez de quedarme en la iglesia, pude haberme enterado de lo que le había pasado a Abdellah. Pero prefería quedarme, estar solo con lo que había hecho. Quizá Abdellah me importaba menos que lo que yo había hecho. Después corrí a mi casa y le pedí a mi padre que le protegiera. Pedí, otra vez. Cuando Abdellah vino a casa, dejé de pensar en ese día. Nunca más, hasta hoy. Hoy he pensado que fui a la iglesia por mí y que, cuando me di cuenta de que no era por Abdellah, entonces pensé en pedir para él. Algo que ya no tuviera que incluirme y que fuera verdadero, que pudiera ser sin nada mío, aparte de lo que yo hiciese.

La voz de Temsamani llegó desde otra altura. Parecía haberse liberado de las cuclillas y de la postura de vendedor en una espera inútil. Lo que dijo sonó con el esfuerzo de hacer coincidir su determinación con la firmeza erguida del cuerpo. Más fuerte, más amenazador y, en algún pliegue profundo, menos convincente. El chasquido de Temsamani se había dirigido a Salima, pero Martin sintió que golpeaba en él. Hizo un movimiento con el que empezaba a incorporarse, pero las palmas de Salima lo aplacaron sin llegar a tocarle.

– No voy a subir, vete tú. No te preocupes por mí.

Los dos, sin necesidad de mirarle, supieron que Temsamani no se movía, no regresaba, y que quizá no lo hiciera nunca, al menos en ese espigón, en ese anochecer y mientras la cueva de Salima siguiera recogiendo lo que de Martin quería meterse en ella.

Martin dejó de pensar en el otro enseguida. La forma en que Salima había contestado le lanzó a sensaciones que eliminaban lo de alrededor, el mar, el espigón, el sitio equivocado, incluso Temsamani, lo más cercano. Tuvo la impresión de que Salima les había dejado solos, solos para siempre, para hacer lo que quisieran y en ninguna parte del mundo. Que Salima había decidido, por culpa de Temsamani, que se quedarían allí para el resto del tiempo y que, a partir de entonces, no habría lugar, sólo ellos, sólo lo que tenían entre los dos. No voy a subir, nunca subiré, ésa no es la ciudad, no quiero que nadie me lleve allí. La impresión de un muro que se ha vuelto transparente y todo lo que se había imaginado en el encierro está detrás, para verlo, para tocarlo, incluso para establecerse, mientras el obstáculo se va convirtiendo en una fantasía inoperante o en un sueño que nunca se repite. Salima y Martin solos, una soledad y una eternidad, elevados sobre un mundo que no enseña más ruina que el vacío que lo ha borrado.

Entonces despegó un brazo del esqueleto recogido y apoyó una mano en la rodilla de Salima. La mano fue descendiendo hasta la curva del empeine con una parsimonia consciente, registrando cada estímulo de la caricia y apropiándoselo mientras esperaba respuestas de piel a piel, alguna modificación en el contacto, en la estrechez, en la arquitectura del cobijo. Salima no devolvió nada. Su postura inalterada -también cierto endurecimiento que contestaba al gesto tierno y comprometido de Martin- parecía comunicada aún con la forma en que había rechazado a Temsamani, extendiendo la tensión de las palabras por la red nerviosa sometida de pronto a la caricia.

– Me gustaría tocarte entera -dijo con la incertidumbre de una mano que había llegado enseguida al final del trayecto y que se había quedado depositada a la espera de algo, sin destino ni energías nuevas.

Salima no dijo nada. Él acabó retirando la mano para guardarla en un sitio de su propio nudo.

– ¿Sabes qué le pasó a Abdellah? -preguntó como si por su propia cuenta hubiera decidido saltar a lo anterior.

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