Cuando eso era así, mi derrota era establecida por círculo máximo buscando llegar, cuanto antes y cuanto más lejos mejor, a ningún sitio preestablecido; por ver si allí, o en algún lugar de la cuerda floja del horizonte, y en extraño equilibrio, se encontraba la angustia flotando sobre una nube blanca para poder morderla con los dientes y con idéntica fiereza a como, un perro de presa, pueda morder a su más conspicua frustración. Y a veces lo conseguía y podía regresar a la orilla, convertido ya en el resto de un naufragio interior que el mar desprecia, poseído por la necesidad de olerme, de saberme a mí mismo y de poder hallar el reconocimiento preciso en las miradas de los paseantes de la vida; y en la de aquellos otros, los más provectos, o en la de éstos, los de la tierna intención aventurera, creía verme y conseguía, entonces, interpretar de nuevo el mundo y sus misterios y enfrentarme otra vez con la música y construirla; conseguía organizar el universo armónico de una sinfonía dentro de mí mismo y lograba, a la postre, la capacidad de transmitir, desde mi mente a la de los demás, la desaparición del caos original que toda estructura musicalmente perfecta supone. Porque eso es la música. Y no otra cosa.
En la Casa de la Santa no procedía por expansión. Lo hacía por reducción y toda la tristeza, la alegría, la felicidad o la angustia que la música trae o se lleva consigo, intentaba resumirla en el alma de la viola; colocándosela, en el lugar preciso y milimétricamente buscado, a partir de la barra armónica y luego de saber del olor de la lluvia, del color de la tarde y de todo aquello que sólo se sabe desde la orilla del mar y tierra adentro. Una vez que arribas después de transcurridos todos los naufragios.
Quizá por eso adquirí tanta afición a pasear y gracias a ello fui, de forma paulatina, ampliando la duración de mis paseos y la longitud de mis recorridos; hasta llegar a realizarlos por los montes vecinos, a los que me desplazaba por estrechas pistas rurales recién asfaltadas y recorridas, tan sólo, por tractores o por escasos y lentos y esporádicos automóviles de campesinos.
Durante uno de esos paseos vespertinos me pareció ver a la chica rubia pasando velozmente a mi lado en el interior de un coche. Pero no me dio la impresión de que ella me hubiese visto a mí o de que simplemente me hubiese reconocido; acaso ni siquiera fuese ella. Lo importante es que a mí me lo pareció, que su recuerdo afloró con fuerza en mi mente y que, la sensación de su imagen, permaneció en mí a partir de entonces.
¿Qué es lo que conduce a que, una imagen, cambie el curso de nuestras sensaciones? ¿Por qué, a partir de ella, de su contemplación, nuestra vida queda condicionada por ese aura que perdura, indescifrablemente envolvente, a nuestro alrededor rigiéndolo todo; aun contra nuestra voluntad e incluso contra nuestros deseos? Ni se sabe. Lo cierto es que así sucede y que, a partir del momento en el que la imagen es asumida, el deseo nace y nos determina.
¿Cuántas veces yendo, a doscientos por hora, por una autopista y de forma instantáneamente breve, nuestros ojos, en apenas décimas de segundo, retuvieron la imagen que, desde la valla publicitaria nos ofrecía un zumo de naranja? Nuestra mente consciente ni reparó en la valla, ni en la oferta, ni siquiera en los colores que nuestras retinas consiguieron hacer llegar, transmitiéndolos, hasta nuestra mente inconsciente para, desde allí, provocarnos la sed y obligarnos a parar en la próxima área de servicio. Pues así la melena rubia. Así el deseo. Así la variación de todas las cosas, incluso de los colores o del espacio que, a partir de entonces, necesitó mi mente para abarcar el tiempo o las distancias que, a impulsos del deseo, ya no fueron nunca jamás los mismos.
El polvo, el humo o incluso la luz, todo aquello que se posa, incluso la música, adquirieron para mí unas dimensiones que nunca habían tenido. Volví a contemplar el rayo lumínico que penetra, por la ventana entreabierta, en la estancia que está en penumbra; recobré el peso del aire más madrugador, aquel que viene con la primera brisa e invade, unos detrás de otros, todos los ámbitos del jardín para posarse sobre todo aquello que merece la pena ser contemplado; supe de los colores y de los brillos que la luz modela sobre las superficies que ellos cubren y el mundo fue, a partir de entonces, otro. Los días fueron otros.
Nunca había reparado, al menos de una forma consciente, en el color verde de la lechuga, o en el rojo de la carne, el azul o el gris de los pescados, el blanco de la leche…; pero a partir de aquellos días, esos colores, los de los alimentos, comenzaron a atraerme de una forma que se me antoja indescriptible. Empecé a seleccionar las comidas por gradaciones cromáticas e insistí, preferentemente, en la composición de las ensaladas.
Paco y Elisa observaban, creo que incluso divertidos, mis continuos cambios de humor, mis insistencias y manías culinarias, mi dedicación a las ensaladas, que creían consecuencia de la necesidad de un régimen que ayudase a mantenerme sano y delgado, pero que no dejaba de sorprenderles. Me volví caprichoso o al menos eso creyeron ellos: «A esta ensalada le falta un poco de color rojo», les decía cuando ya estaba servida a la mesa, y, no se sabe de dónde, ellos sacaban unos granos de granada, unas lonchas de remolacha, unos rabanitos que satisficieran mis deseos. «Algo de oro no le sobraría a este paisaje», les comentaba, y unos granos de maíz caían en cascada sobre la lechuga con tomate y rodajas de pimientos y albas cebollas de la tierra. ¡Dios, qué días!
Empecé, también por aquel entonces, a intimar con mi pareja de cuidadores. No sabía nada de ellos. En ocasiones, mientras yo raspillaba la madera de abeto de la que había de surgir la tabla armónica, Paco se entretenía en observar los veteados de la madera de arce que, si es de la calidad precisa, debe ser de tonalidad cambiante según la luz incida sobre ella; o bien limaba, con cuidado sumo, las seis piezas – las esquinas, la base del mástil y el taco del fondo- que, adheridas de momento al molde, han de quedar en el interior del instrumento dándole la consistencia que reclame en cada ocasión. Mientras observaba la madera o preguntaba por los nombres de las piezas o de las herramientas, insistía en otros aspectos más inherentes a mi persona, o a mi abandonada actividad.
Al principio rehuí dar explicaciones acerca de lo que se puede sentir en el momento de llenar el espacio total de un auditorio con la música por tu sabia mano gobernada, como le decía el fraile a Salinas, pero de forma paulatina fui reflexionando, en voz alta, de una manera como nunca antes me había sido consentida y, el fenómeno de la música, el de su dirección orquestal, se me ofreció distinto y, aunque ya inasible, digno de haberlo podido vivir en su total integridad. Mal sabía yo los designios del futuro.
Elisa atendía en silencio mientras restauraba, con mejor intención que resultados, las patas de una vieja mesa de castaño que había bajado del desván de la propiamente llamada la Casa de la Santa. En algún momento de aquellos días se me ocurrió pensar que podría Elisa estar esperando un niño y me pregunté qué sería de aquella paz interrumpida por los lloros de una criatura, de aquella dedicación obtenida por mí en exclusiva, en caso de tener que compartirla con un bebé; y decidí que, el responsable de la inarmonía que se derivase de la verificación de aquella sospecha, de aquella intuición, sería, a no dudarlo mi tío Álvaro, quién si no había tomado la decisión de contratar en mi nombre a una joven pareja en edad de hacer hijos como parece ser que está mandado.
Ni me había vuelto a llamar mi tío, ni él había recibido mi llamada. Vivíamos en dos mundos distintos y lejanos. Lo hacía él al pie casi de la tumba del Apóstol, al pie del Cuerpo Santo; lo hacía yo al pie del lugar que había ocupado el Cuerpo de la Santa, trasladado ahora a muy escasos metros de mi casa, a una iglesia que no me atrevía o no me decidía, no sé por qué, a visitar. Pero mientras tanto no nos veíamos y ésa era toda la relación establecida entre nosotros. La que había, hay, entre Minia y Santiago, es decir, ninguna.
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