Alfredo Conde - Los otros días

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Premio Nadal 1991
Estudió Naútica en la Escuela Superior de la Marina Civil en A Coruña y Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela. Trabajó en la marina mercante y como profesor de varios colegios privados en Pontevedra. En su carrera política, fue miembro del Parlamento de Galicia y Conselleiro de Cultura en la Xunta. Posteriormente, ha sido miembro del consejo de administración de la Compañía de Radio Televisión de Galicia. Ha sido colaborador entre otros periódicos de El País, Diario 16, ABC o Le Monde, y columnista diario primero en La Voz de Galicia y posteriormente en El Correo Gallego. Entre los numerosos premios literarios que ha obtenido, destacan el Nacional de Literatura en narrativa en 1986 y el Nadal en 1991.

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Permanecí sentado en la acera vecina de la Praza Roxa más tiempo del debido; tanto que empezó a resultar improcedente la visita a casa de mi tío. En realidad empezó a dejar de apetecerme la posibilidad de encontrarme con alguien todavía más decrépito que yo, todavía más senil e iluminado, y la fui posponiendo de diez en diez minutos hasta llegar un momento, no sé en cuál, en el que decidí levantarme y, con paso no tan vacilante por culpa del baile de San Vito, como de la mucha cerveza ingerida, dirigirme a solicitar el teléfono en la barra interior de la cervecería.

No sé si fue que me reconocieron unas chicas o que les reclamó su atención mis torpes pasos de borracho, pero lo evidente es que hablaron de mí, sin dejar de mirarme, sin apear unas sonrisas que no supe entender malévolas, hasta conseguir azararme en el corto lapso de tiempo que lleva el recorrer la barra de una cafetería. Lo hicieron de tal manera que abandoné la idea de llamar a mi tío y me dirigí directamente al servicio de caballeros en el que trasvasé mucho del líquido hasta entonces ingerido. Oriné con lentitud y sin apremios, procurando no salpicarme el pantalón, para así evitar cualquier posible atisbo de lo que estaba haciendo, y pensando en las sonrisas de las muchachas que, lo más seguro, permanecerían expectantes. Subí la cremallera sin prisas, después de habérmela sacudido con energía, y volví a ocupar mi sitio en la terraza. Pedí una nueva cerveza y el camarero me miró conmiserativo, pero silencioso, al tiempo que asentía.

De allí a poco se acercaron las muchachas. Las vi venir y aproveché para recorrerlas, de arriba abajo, con mirada que es de suponer estuviese cargada de ensueños por culpa de la cerveza y a causa de mi lascivia de viejo, pero que tendría apagado, según yo intuía, su brillo lujurioso a causa de la enfermedad para poder quedar así reducida a una inteligente y comprensiva mirada de ancianito, mucho más inofensiva y menos pretenciosa y que podría resultar, incluso, amable.

– ¿Usted no es…?

– ¡No! Hoy ya es la segunda vez que me confunden.

– Pero…

– ¡Pues no!

– ¡Que sí, que usted es…!

La debí de mirar con tal cara de tristeza que prefirió no insistir más; si lo hubiera hecho, si hubiese porfiado, no sabría yo negarme a la evidencia y hubiese aceptado su reconocimiento e incluso, es posible que ellas y yo hubiésemos quedado convertidos en amigos aquella tarde. Pero no fue así. Temí dejar constancia de mi estado, temí confiarme a alguien y resolví levantarme e irme. Pagué lo que debía y marché.

Durante un rato deambulé por las calles que no eran las propias de La Ciudad, sino un extraño conjunto de muros habitados, de rampas pronunciadas que vertían su empuje en aquella Praza Roxa que antes había ocupado la laguna de mi infancia. También durante algún tiempo sentí las miradas del grupo de muchachas clavadas en mi espalda y pude oír sus bisbiseos nerviosos, sus risas ostentosas y llamativas, gorjeando detrás de mí, acosándome. O al menos así consiguieron que me sintiese. Tanto y tan acosado me sentí que me encaminé al aparcamiento y, dominado aún por la modorra producida por la cerveza, desestacioné el coche, accedí a la superficie y cuando era media tarde regresé a la Casa de la Santa.

Abandoné La Ciudad por el mismo lugar por el que había accedido a ella y sin haberla visitado. Ni a ella, ni a mi tío. Los escasos lugares por los que había transitado nada tenían que ver con los que tenían un espacio en mi memoria, nada de relación con el objeto de mis recuerdos y de mis sensaciones y un nuevo vacío se había introducido en el lugar que, inconscientemente, había reservado durante años para el emotivo momento del reencuentro. Nada se había producido. Nada había. Tan sólo la sonrisa de la muchacha rubia y de pelo lacio, que se destacaba en el grupo me había llevado de La Ciudad cuando, carretera de Noia adelante, regresé a mi recién estrenado hogar.

Al sentir el coche salieron a abrirme el portalón y pude ver a Yakin y a Boaz nerviosos ante el ruido del motor, agitando incrédulos sus rabos como temerosos o indecisos de si era aquélla o no la ocasión indicada para hacerlo. Cuando me vieron descender del automóvil, decidieron que sí lo era y brincaron a mi alrededor, buscando mis manos para lamerlas o me mordieron los bajos de los pantalones para reclamar mi atención. Supe así de lo indicadas que habían estado mis caricias del día anterior y de aquella misma mañana, y me agaché entonces a jugar con ellos, dejando que lamiesen mi cara, consintiendo en que me empujasen con sus cabezas enormes hasta dar conmigo sobre la hierba.

Fue una sensación agradable. La hierba olía. El sol, aunque mortecino, era suficiente como para que yo aún sintiese su fuerza tibia sobre mí; acaso porque estuviese retenida en el calor acumulado por las paredes del edificio, todas de piedra. Me revolqué con ellos y, con ellos, jugué a esas peleas inocentes que, en tantas y tantas ocasiones, se establecen entre cachorros de una misma carnada. Y su vigor era el mío.

En medio de los revolcones vi cómo sonreían los dos tórtolos que me habían caído en gracia en calidad de sirvientes y, desde el suelo, agradecí su alegría. Fue un bello momento. En seguida recordé que estaba enfermo y que debía sentirme fatigado, bien por la enfermedad, bien por causa de la edad provecta de la que, al parecer, disfrutaba y resolví que, aunque la verdad fuese que no estaba cansado en absoluto, sino feliz y ágil, lo mejor era incorporarse no fuese a suceder que me rompiese la cadera o cualquier parte de mi cuerpo frágil a causa de la edad y otras entelequias.

Me incorporé ya que no ágilmente sí, al menos, con una cierta presteza que me dejó satisfecho de mí mismo. Los perros aún porfiaban por seguir jugando y, Paco y Elisa, los criados, procuraban apartarlos de mí que, maldades de viejo, los reclamaba con señas apenas perceptibles, batiendo la mano sobre el muslo, triscando los dedos con suavidad, enarcando las cejas mientras los citaba con la mirada.

Jadeando indolentemente, me senté en el banco que hay al lado del pozo, apoyando la espalda en la camelia sobre la que suele brincar el mirlo, mientras Elisa y Paco permanecían de pie, observándome sonrientes.

– ¿Qué tal el día?

– Bien, bien. Francamente bien.

– ¿Y don Álvaro?

– ¿Don Álvaro?

– Sí. ¿Qué tal?

– Pues no lo vi.

– ¿No lo vio?

– No.

– ¿Y eso?

Levanté las manos para abrirlas a la altura de los hombros y debí de poner cara de niño cogido en falta porque no noté que se les endureciese el gesto. Quizá por eso me vi en la obligación de explicarme.

– Llegué a una ciudad distinta, me puse a dar vueltas, incluso me perdí. Aquello está desconocido.

Me acordé de la cerveza y me di cuenta de que se me había disipado completamente todo vestigio de ella.

– Voy a mear, ahora vuelvo.

Los abandoné con la palabra en la boca y me fui al cuarto de baño para regresar al poco tiempo.

– Iba a llamarlo por teléfono, pero no lo hice. No me acordaba del número.

Mentí al tiempo que caía en la cuenta de que no había podido olvidar ni el nombre ni los apellidos de mi tío Álvaro, ni siquiera la existencia de la guía de teléfonos o el número del servicio de información.

– Ahora mismo llamo.

¿Quiénes eran aquellas dos personas ante las que, a las pocas horas de conocerlas, ya me sentía en la necesidad de andar buscando disculpas y justificaciones de mis actos para agradarlas, para no decepcionarlas? Levemente irritado por la pregunta que me estaba haciendo me introduje en el interior de la casa y, en el salón de la lareira, descolgué el teléfono para marcar.

– ¿Qué maldito número tiene el viejo?

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