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Alfredo Conde: Los otros días

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Alfredo Conde Los otros días

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Premio Nadal 1991 Estudió Naútica en la Escuela Superior de la Marina Civil en A Coruña y Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela. Trabajó en la marina mercante y como profesor de varios colegios privados en Pontevedra. En su carrera política, fue miembro del Parlamento de Galicia y Conselleiro de Cultura en la Xunta. Posteriormente, ha sido miembro del consejo de administración de la Compañía de Radio Televisión de Galicia. Ha sido colaborador entre otros periódicos de El País, Diario 16, ABC o Le Monde, y columnista diario primero en La Voz de Galicia y posteriormente en El Correo Gallego. Entre los numerosos premios literarios que ha obtenido, destacan el Nacional de Literatura en narrativa en 1986 y el Nadal en 1991.

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Mi padre fue un decidido impulsor del servicio público de conducción de agua a La Ciudad. Ya no recuerdo su rostro, apenas lo recuerdo a él. Carezco ya de las sensaciones que, durante algún tiempo, me lo recordaron; así, sus manos cálidas, el olor de sus ropas, la barba áspera o su figura grave que caminaba con parsimonia y solemnidad, el recuerdo de todo ello, ya no me pertenece; hace años que se desvaneció y la laguna fue siendo ocupada por las imágenes de las mujeres que amé, los paisajes que viví, todo aquello que me trajo a esta soledad que habito hoy. Probablemente estaba sentado en este mismo sitio cuando me hablaron de su muerte y todos los niños suspendimos nuestros juegos. La noticia fue transmitida en voz baja de unos a otros y el silencio permitió que sonaran más graves los badajazos de la campana de nombre «Jesús, José y María» que colgaba desde hacía cientos de años del campanario de la torre Berenguela. Mi padre no era cualquiera, a la hora de morirse; ni siquiera a la de tratar el tema que, hasta justo ese momento, nosotros estábamos tratando; mi padre era el alcalde. Y si la polémica dividía a los habitantes de La Ciudad e incluso dividía a las familias, también nos afectaba a los niños que navegábamos balsas en los estanques que la lluvia nos dejaba. Suspendimos el juego y, cuando conseguimos la orilla, fui el primero en pisar tierra. Los demás me siguieron en silencio, pero me dejaron ir solo.

Me fui directamente a casa, pero no lo hice corriendo. Ascendí con lentitud, no sé si premeditada, hacia A Rapa da Folla para seguir por A Carreira do Conde, la antigua Vía Antonina, la del Camino Portugués, mientras oía, cada vez más próximas, las campanadas de la Berenguela. ¿Cómo describir el sonido grave de la más grave campana, cuando ésta toca a muerto y tú la escuchas sonando mientras te encaminas hacia la casa en la que tu padre agoniza? No me atrevía a llegar pronto, deseaba hacerlo cuando todo hubiese finalizado y empezaba a imaginarme todos los acontecimientos como si le estuviesen sucediendo a otro, como si le fuesen a ocurrir a otra persona. Lo hice así por primera vez en mi vida. Luego habría de hacerlo muy a menudo. Consistía en imaginarme lo todavía por acontecer de una forma distante y distanciada, como si no fuese conmigo, previéndolo todo, suponiéndolo todo; de manera que, cuando los hechos se producían en la realidad y no en mi mente, era capaz de vivirlos sin sorpresa e incluso con frialdad. Curiosamente no se producía sufrimiento, ni cuando me los imaginaba ni cuando sucedían. El sufrimiento venía después, cuando todo había pasado y me dejaba invadir por su recuerdo. Era en él, en el recuerdo, en donde los sentimientos que habían estado contenidos se desbordaban y me dejaban inerme e incapaz de reprimirlos. Y era entonces cuando ya podía llorar. Pero ya era tarde. Y ya nadie me veía para poder atestiguar que yo era tan sensible como cualquiera; la única diferencia consistía en que mi sensibilidad era un artefacto de espoleta retardada que solía explosionar cuando ya nadie se acordaba de ella.

Me sucedió así a lo largo de toda mi vida y, algunas de mis depresiones fueron atribuidas a causas tan pintorescas que ni mereció la pena desmentirlas. Me enfrenté siempre a mi destino ascendiendo hacia él con idéntica lentitud a la empleada, el día de la muerte de mi padre, en llegar a casa; una lentitud llena de contumacia que no tenía otro objeto que el de darme tiempo a imaginarme todo lo que en ella me esperaba; porque la elección era sencilla, o eso, o la locura. O la serenidad mesurada y ajena o la angustia surgiendo a borbotones.

Llegué a casa y encontré el silencio. No dejó de sorprenderme, porque mi padre siempre había vivido rodeado de gente y algo me hacía suponer que, igual de rodeado, se habría de ver a la hora de la muerte. Y no había nadie.

¿Quién había venido a darme el aviso? No lo recuerdo. Quizá alguien que pasaba por allí; en tales ocasiones siempre hay un alma caritativa deseando comunicarte una noticia de esta índole; una noticia que te haga reflexionar y ayude a convertirte en un hombrecito. En una persona mayor y madura. Recuerdo, por el contrario, que me acerqué al comercio de mi tío Álvaro, el mayor opositor a los planes de mi padre.

– ¡Ese extravagante!

Me dijo nada más verme y mientras me posaba una mano sobre el hombro, en lo que supuse que quería ser un abrazo. «¡Ese extravagante!», repitió. «¡Mira que no le advertí que ya no estaba en edad de andar montado a caballo!» y siguió murmurando durante algún rato que si «estaba gordo en exceso», que si «maldita la necesidad que tenía de ir de paseo», que si el que mi madre lo hubiese dejado viudo no lo justificaba en absoluto o si, ya en un tono que me sorprendió, «aquellas historias de si tu madre tenía cuatro tetitas de más, no tenía por qué haberlas comentado ni conmigo, por muy borracho que estuviese, y máxime teniendo en cuenta que yo ya lo sabía».

Con la mano de mi tío posada sobre mi hombro paseamos un buen rato por la trastienda del local. De vez en cuando Álvaro se acercaba al cristal del escaparate, apoyaba la frente en él y -a través de unas raspaduras que tenía hechas en la pintura, blanca y ya, de tan marchita, acastañada- observaba el ir y venir de la gente por la Praza do Toural. Sospeché, en aquella ocasión, que lo hacía con ánimo de ocultar su emoción y alguna lágrima que lo velado de su voz denunciaba; pero estoy convencido de que la pena por la muerte de mi padre, la emoción que lo embargaba y el sentido de la discreción que, desde pequeño, lo había distinguido no le impedían, sin embargo, aprovechar tales momentos para atisbar las piernas de las muchachas que se inclinaban sobre la fuente intentando llenar de agua los recipientes que portaban. Mientras el General Quiroga, compañero de Riego, disfrazado de dios Marte y subido a lo alto de la fuente que le servía de se supone que merecido homenaje esperaba, impasible, el día de ser desbancado de su altivo pedestal, reclamado de su altura ciudadana por tiempos de mayor bajeza.

Mi padre se había caído del caballo, mejor dicho, el caballo había tropezado, se habían caído los dos y, la peor fortuna consistió en que fue mi padre quien se quedó debajo, aplastado por el peso del animal, señor de una agonía que imagino terrible y llena de desesperación e impotencia, deseablemente breve. A duras penas conseguí entenderlo y, aún hoy, una bruma espesa se cierne sobre mi memoria cuando intento recordar la conversación con Álvaro. En ella se mezclan los razonamientos acerca de la oportunidad del servicio de conducción de aguas -que Álvaro dejó de cuestionar casi inmediatamente después del fallecimiento de su cuñado, una vez que montó un próspero negocio de materiales de construcción y saneamiento en el que, como tutor mío en que se vio convertido, invirtió una parte de mi herencia para que se multiplicase de forma rápida y llena de inusitado fervor rentista- con las críticas a la equitación, la manía de montar cualquier tipo de jacas, mi pobre y prematuramente fallecida madre, una retahíla interminable de quiebros hacia el cristal del escaparate, alusiones a las modernidades extravagantes de mi progenitor y, por fin, el anuncio de que la capilla ardiente había sido instalada en el salón de plenos del Palacio Municipal.

Sin saber cómo, con el recuerdo, empezó a invadirme la tristeza. Una sensación de indolencia se fue apoderando de mí, y el deseo de permanecer postrado, ajeno a todo aquello que no fuera la contemplación de mi propia inanidad, se convirtió en el objetivo fundamental de aquella mañana que terminaba sin nada nuevo que aportarle a mi estado, como no fuese la recuperación del dormido recuerdo de la laguna tersa de mi infancia. ¿Qué me había llevado a aquella postración? Quizá el recuerdo, quizá la contemplación de aquel entorno joven que transcurría, ajeno a mí, a través de espacios que habían invadido el de mi conocimiento. El ser humano es así: incapaz de admitir que nada sea como él no lo pensó; incapaz de comprender que, si bien es cierto que la realidad existe porque existimos nosotros, cada uno tiene la suya propia y no debe imponérsela a nadie. ¿Cuándo se acaba el mundo? ¿De golpe? ¿Se va a acabar de golpe el mundo? ¡Y un cuerno! El mundo se va acabando, gota a gota, con cada vida que se extingue y lo demás son gaitas.

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