Alfredo Conde - Los otros días

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Premio Nadal 1991
Estudió Naútica en la Escuela Superior de la Marina Civil en A Coruña y Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela. Trabajó en la marina mercante y como profesor de varios colegios privados en Pontevedra. En su carrera política, fue miembro del Parlamento de Galicia y Conselleiro de Cultura en la Xunta. Posteriormente, ha sido miembro del consejo de administración de la Compañía de Radio Televisión de Galicia. Ha sido colaborador entre otros periódicos de El País, Diario 16, ABC o Le Monde, y columnista diario primero en La Voz de Galicia y posteriormente en El Correo Gallego. Entre los numerosos premios literarios que ha obtenido, destacan el Nacional de Literatura en narrativa en 1986 y el Nadal en 1991.

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Grité agriamente y me respondió la voz de ella, entrando desde el jardín.

– Cincuenta y tres, dieciséis, cincuenta y uno. Marqué y esperé un momento.

– ¿Don Álvaro?

– No está.

– ¿No está?

– No.

– ¡Vaya!

– ¿Quién es?

– Su sobrino.

– ¿Su sobrino?

– ¡Uy, qué coño, sí, su sobrino!

– Bueno. ¿Quiere que le dé algún recado?

– Sí. Dígale que lo llamé.

– Bien. Se lo diré de su parte.

– Dígale que ya estoy aquí, que ya llegué.

– De acuerdo, se lo diré.

– Dígale que ya lo llamaré o que ya iré a verlo.

– Vale, adiós.

Iba a preguntarle «¡¿Y dónde coño está mi tío?!», pero colgó antes de que lo hiciese. Me sentí ridículo. Elisa entró con cierta expresión indescifrable en su rostro e insinuó una sonrisa leve y cómplice. Era indudable que había estado escuchando la estúpida conversación de un momento antes. Me había sentido algo irritado afirmándole, a una voz desconocida, que era el sobrino de mi tío; era como retrotraerme a una edad y a una condición que ya no me correspondían. Pude haberle dicho que era Don Joaquín, por ejemplo, o el señor Paraiva, o simplemente haberle proporcionado el número de mi teléfono y solicitado que me llamase Don Álvaro tan pronto como pudiese hacerlo. Pero no. Había infantilizado todo. Las preguntas y las respuestas. Sólo me había faltado haber preguntado por mi tío, en vez de hacerlo por Don Álvaro.

– No estaba.

– ¿No estaba?

– No.

Elisa puso cara de extrañeza y se acercó al televisor.

– ¿Quiere que lo encienda?

– Bueno.

De la pantalla del televisor surgió la cara hermosa, aunque no tan joven como me había parecido, de la muchacha rubia que me había abordado en la cervecería y, a continuación la de un vejete, todavía campechano y pulcro, atildado sin afectación y de voz firme. Era mi tío. Se le notaba satisfecho de su notoriedad, feliz de ser llamado a televisión, contento de estar allí en tan grata compañía.

– ¡Me cago en su santa madre!

Murmuré. Y me dispuse a contemplar el resto de la entrevista.

Capítulo cuarto

Y de esto, como de todas las cuestiones de la vida, no hay más que una conclusión que sacar, y es que, en espera de otra cosa mejor, es preciso que en nuestro corazón reine la curiosidad.

Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas , Libro Segundo, Cap. XXVI.

El enfado me habría de durar mucho, mucho tiempo, quizá en exceso; a pesar de que mi tío fue cauto, incluso prudente. Pero también taimado; de forma que afirmaba sin dejar de negar a la vez; contradecía, evidenciando el asentimiento; sonreía, mientras los ojos dejaban asomar una insólita dureza, o abandonaba éstos a la picara dulzura, mientras consentía en que el resto de su rostro, permaneciese impertérrito, reducido a la más dura expresión que él, el muy caradura, había aprendido a adquirir en el transcurso de los más largos y mejor llevados noventa y tantos años que conozco. A pesar de todo, decía, quedó evidenciado que era posible que yo anduviese por La Ciudad, o por sus alrededores; pero también que era posible que sólo se tratase de un malentendido o de una confusión inocente.

Álvaro y la muchacha rubia se trajeron un extraño coqueteo durante toda su permanencia en pantalla y eso me encolerizó aún más. Si el viejo no lo era tanto como para no poder salir de casa, si estaba en condiciones de desplazarse hasta los estudios de televisión, y dado que el enfermo era yo, ya podía venir él a visitarme a mí si quería. Yo no pensaba llamarlo en ningún caso.

A la vez que me decidía a actuar de forma tan impulsiva, me daba cuenta de lo desmesurado de mi intención y sufría por no ser capaz de controlar mis emociones; pero algo en mi interior me sugería que debía de afirmarme en ellas, por muy infantiles que pudieran parecer a simple vista. Mi mal produce apatía, desgana y un absoluto desinterés por lo que te rodea; o al menos eso dicen los libros que leí y los médicos a los que consulté; y latiendo debajo de mi puerilidad, estaba un afán tremendo de seguir vivo, de retozar en las emociones con el mismo vigor que me había invadido el cuerpo en el momento de rodar por la hierba, revoleándome con Yakin y Boaz, abandonado al calor ameno de la tarde y a los olores puros, elementales, que, de todos lados, surgían y lo llenaban todo.

Debajo de mi enfado latía un sentimiento, que ahora veo y del que soy consciente, de envidia o frustración, de posesividad o dominio, que giraba en torno a la muchacha rubia a la que, sin saberlo, deseaba. ¡Estaba vivo! Estaba tan vivo como siempre lo había estado y como lo estoy ahora y oscilaba, como también siempre lo hice, entre la tensión y la laxitud, entre la relajación y el enérgico ataque que todo lo conmueve. Todo lo que hacía no era sino otra cosa que el materializado deseo de dominar el mal que me invadía. Constantemente estaba probándome a mí mismo y connotando los avances que realizaba, pues la sola idea de pensar en el más mínimo retroceso, en cesiones de cualquier índole, me derrumbaba y sumía en una depresión profunda a la que, sin embargo y a pesar de todo, me negaba. Pero entonces no era capaz de analizarme, ni a mí ni a mis actitudes, como ahora lo hago. Como ahora lo estoy haciendo.

El enfado me duró tiempo. Álvaro me llamó algunas veces por teléfono; pero, por unas causas, o por otras; con unas disculpas, o sin ellas, conseguí no ponerme nunca a conversar con él. Tengo la sospecha, casi la certeza, de que Paco y Elisa, lo tenían al corriente de todo; pero por si eso es así, prefiero no profundizar demasiado en ello. Optar por no darme por enterado.

Me encerré en mi taller de lutería. Había abandonado la música, pero ella no me había abandonado a mí y seguía necesitándola. Sólo de forma muy esporádica me decidía a escucharla y, también muy de tarde en tarde, a interpretar algo al piano; o a componer en toda la barahúnda electrónica que, ordenadores incluidos, me habían dispuesto en la parte superior del edificio, en el desván.

Lo que me apetecía era construir instrumentos. En algunas de las muchas consultas que había realizado desde que fui conocedor de mi mal, me habían dicho que mi enfermedad, el proceso degenerativo que yo padezco, ataca en la relajación y cede en la tensión.

Hacer música es, precisamente eso, alternar la tensión con la relajación; dirigirla es prácticamente lo mismo: alternar los períodos de ataque enérgico con los de laxitud total, pasar de unos a otros, generando en músicos y oyentes el estado que lleve, si no al éxtasis, sí a algo muy próximo a la capacidad de comprensión total, al conocimiento.

Construir una viola de gamba soprano me permitiría imaginarme la música, intuir la tensión vibratoria de la madera, al tiempo de acariciarla con los dedos, o al de recorrerla con la raspilla, buscando las formas más dulces para la tabla armónica; me permitiría imaginar su sonido, empastando de una forma perfecta, única, al tiempo de tocar en consort, con la otra gama de las violas, con las gambas bajo y tenor, con todas ellas, ensamblando su sonido, dulce y nasal, al de las demás. Construir es crear.

Me había hecho con los planos originales de un modelo del siglo XVII, el de Henry Jay, que me consentiría todo eso; pero, además, la ejecución de la obra haría que mi mal fuese controlado, en tanto que tuviese que hacer presión con mis dedos sobre la raspilla, en tanto que manejase los calibres, el escariador o el mazo.

Así que me encerré en la casa y di orden de que nada ni nadie me turbase. Y fui respetado. Durante semanas viví abstraído en la aventura en la que voluntariamente me había buscado una reclusión y, lo cierto es que, disfruté sobremanera. Paco y Elisa eran un par de inestimables ayudas. De cómo ellos habían conseguido las gubias de lutería, curvas, en forma de cuchara, redondas, es algo que, aún hoy, no consigo explicármelo suficientemente. Las habían traído de Viena, antes de mi llegada a la casa, ya estaban colocadas en su sitio del taller cuando yo llegué a ella. La vida ha sido muy generosa conmigo. A la postre, siempre hice lo que he querido y cuando necesité que mi vida fuese organizada por otros para mí no tuve más que indicarlo, sin tener casi nunca que llegar a pedirlo.

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