Alfredo Conde - Los otros días

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Premio Nadal 1991
Estudió Naútica en la Escuela Superior de la Marina Civil en A Coruña y Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela. Trabajó en la marina mercante y como profesor de varios colegios privados en Pontevedra. En su carrera política, fue miembro del Parlamento de Galicia y Conselleiro de Cultura en la Xunta. Posteriormente, ha sido miembro del consejo de administración de la Compañía de Radio Televisión de Galicia. Ha sido colaborador entre otros periódicos de El País, Diario 16, ABC o Le Monde, y columnista diario primero en La Voz de Galicia y posteriormente en El Correo Gallego. Entre los numerosos premios literarios que ha obtenido, destacan el Nacional de Literatura en narrativa en 1986 y el Nadal en 1991.

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Cuando lo vi en Londres, no hace todavía muchos años, se había convertido en un radical de izquierdas; él, que nunca se había comprometido con nada, ni con nadie más que con él mismo, durante la dictadura, ahora, en democracia daba lecciones de pureza a cualquier idiota que, como yo, se lo tropezase por la calle, en Londres o en La Ciudad, siempre con la mariconera en ristre, siempre con la alforja llena de la petulante alfalfa con la que se alimentaba: paja, al fin y al cabo, aire envuelto en hierba seca, humo, sólo humo, humo de paja. ¡Oh, petulante!

Recordé a Abrahán López de Castro que ya pintaba niñas con los ojos asustados y llenos de luz y recordé a otros, cuyas sombras se ocultaban detrás de las columnas, con la fidelidad perruna que significa la vivencia recobrada, el haber compartido la misma luz que se va siempre por detrás de las «cuatro sotas de la baraja» que culminan la iglesia de San Fructuoso y me pregunté por todos ellos. Lo hice con la angustia del niño que pronto tuvo que dejar de serlo, porque los tiempos lo llevaron por caminos de los que ellos nunca sabrán nada. ¿Qué habrá sido de ellos?

Fui un niño con corta infancia. Lo supe siempre, lo sé ahora, y lo recordé mientras paseaba por el Obradoiro, a bordo de este mi cuerpo apenas tembloroso. Son pocos los recuerdos y se agotan en la muerte de mi padre. No es buena cosa saber que te robaron la infancia y tampoco es bueno constatar que se te fue la vida, consumida en una tensión que no te dejó reposo. ¡Maldita infancia y maldita música!

Escapé de la plaza subiendo por las escaleras que atraviesan el arco sobre el que se asienta el palacio arzobispal y lleva a la fachada norte de la catedral, la de la Azabachería, y me encontré de lleno con la infancia de la que estaba huyendo, de lleno con el momento en que abandoné la niñez y traspasé la puerta grandiosa de San Martín llevado por mano que recuerdo sin piedad ninguna.

Al poco de morir mi padre, cuando La Ciudad comenzaba a superar la división habida entre hidrófilos e hidrófobos y mi tío Álvaro olisqueaba el gran porvenir de los negocios de saneamiento, mi abuela comenzó a sentir la necesidad de ganar el cielo a cuenta. Tenía que hacer méritos cuanto antes y no se le ocurrió mejor anticipo que el de que, su nieto bienamado, fuese obispo. En su intento de ganar el cielo a mi costa le ayudaron eficazmente sor Julita y sor Maximina, quienes monologaban en mi presencia acerca de que Dios me había tocado con su gracia y era evidente que estaba llamado al camino sacerdotal. ¿Llegué a creérmelo? Me da la impresión de que nunca del todo, pero, sumido en un mar de dudas, dejé que mi voluntad fuese conducida entre las monjitas del Colegio de las Huérfanas y mi santa, o al menos aspirante a ello, abuela.

Es increíble lo que pueden dar de sí unas horas, incluso unos minutos; incluso, dicen, unos segundos, acaso unos breves instantes; un instante, tan sólo; aquel que precede inmediatamente al del último suspiro y en el que, afirman, se le hace visible al moribundo toda su vida entera. No creo que sea cierto. En esos momentos bastante ocupado estará uno en abandonar esta vida con la mayor dignidad posible, o en negarse a ello con vehemencia, o en no reconocer proximidad alguna de la realidad de este hecho, o se verá ocupado entero de terror, o deseando que el dolor abandone su cuerpo lacerado. Habrá también quien halle la paz en el consuelo espiritual que le pueda, sepa o quiera facilitar el ministro de su religión y quien rechazará los ritos que esa religión le imponga por la simple razón de que le parecerán ridículos y, ni en esa ocasión única, el sentido del humor, o el del absurdo, dejarán de acompañar al moribundo. Por ejemplo, yo ahora no sé si me estoy muriendo.

No sé cómo será mi postrer momento, pero por lo de ahora es evidente que voy recordando todo aquello que me trajo hasta aquí de una forma paulatina que, el encuentro con La Ciudad, hace más posible. Tampoco sé cuánto tiempo estuve detenido delante de San Martín, delante del edificio que albergó el Seminario en el que entré llevado de la mano de mi abuela, aquella virtuosa mujer que recuerdo sin amor.

Capítulo quinto

Hay ahí el espíritu y la materia, la especie y el individuo, la evolución y la permanencia, el pasado y el porvenir, la vida y la muerte, acumulados en un recinto que nuestra mano levanta y que abarcamos de una mirada, y se puede preguntar si la fuerza de los cuerpos y el puesto que ocupan en el tiempo y el espacio modifican tanto como creemos la idea secreta de la Naturaleza, que procuramos descubrir en la historia de la colmena, secular en algunos días, como en la gran historia de los hombres, de los cuales tres generaciones llenan más de un siglo.

Maurice Maeterlinck, La vida de las abejas , Libro Tercero, Cap. XI.

La verdad sea dicha, no recuerdo muy bien cómo comenzó todo. Tengo una vaga idea, vaga y somera, de una visita, realizada en compañía de mi abuela, al entonces cardenal Don Servando Virola, un hombre grande y afable, al que, un convecino suyo, en vista de que, empezando de monaguillo en la pequeña parroquia de una aldea remota, había llegado a príncipe de la Iglesia, profetizara que, de seguir así, llegaría a dios. No se sabe a ciencia cierta si se trataba de una afirmación llena de ironía, hay quien dice que sí; pero Don Servando no era un hombre endiosado, ni mucho menos. Por el contrario era bondadoso y, parece ser, padecía de todos los defectos propios de la carne: era glotón, lento de movimientos, amante de los buenos vinos y gustaba de, al menos, contemplar la hermosura femenina en la medida que, su ministerio y las circunstancias, se lo consintiesen. Espero que su espíritu haya sobrevivido a su carne; seguro que así ha tenido que suceder, sin duda. Carecía de los defectos que corrompen el espíritu: no era soberbio, ni irascible, ni avaro, egoísta o carente de piedad. Creo que nos había recibido poco después de la muerte de mi padre y que, el motivo fundamental, era precisamente ése: el de acoger bajo su sombra protectora al hijo del fallecido alcalde.

Todo tenía una explicación y la afabilidad del cardenal, cierta y reconocida, se extremó en la ocasión que cito. Mi padre había sido un hombre liberal, en absoluto piadoso ni frecuentador de los sacramentos, lo que, en La Ciudad anterior a la guerra civil no era precisamente un timbre de gloria y sí más bien un baldón que podría ser recordado en cualquier instante. Hoy causa risa el hacer memoria de las cosas que se podían escuchar como verdades de fe siendo yo niño; pero por aquel entonces se afirmaba, sin rubor, que «una vez al mes, hay que lavar los pies» y era, en aquel contexto mental, en el que la voluntad de mi padre, había llevado el agua corriente a los domicilios particulares. Por citar tan sólo un ejemplo.

Yo era hijo de un réprobo. Un réprobo en ciernes. No para Don Servando, es cierto, pero sí para muchos miembros de su rebaño y él lo sabía. Por eso la visita fue difundida y comentada. Si la doble moral consentía en alabar la memoria del fallecido alcalde en unos ámbitos propicios a ello, y en silenciar los comentarios en otros que no lo eran tanto, asintiendo con leves oscilaciones de la cabeza, mientras se dejaban deslizar las manos, la una sobre la otra, de forma que el dedo pulgar de la izquierda resbalase, al final del ciclo y en el instante de iniciar otro, por entre el índice y el pulgar de la derecha, y vuelta a empezar. Y mientras que eso sucedía, las cejas enarcadas y los ojos atónitos, posaban una mirada absolutamente inexpresiva sobre las cosas más alejadas, indefinidas y distantes; si eso era así, y lo era, nada de particular tenía que la visita fuese valorada de muy distintas formas.

En unos lugares, se sospechó que era un triunfo habido sobre el liberalismo decadente: yo ya nunca sería masón como mi padre; en otros, que se había manipulado a un pobre y tierno huérfano en aras de oscuros y reaccionarios intereses; en otros más, que la caridad cristiana no hacía distingos entre inocentes y sí entre los adultos corruptos, lo que no era el caso; en todos, se supo que el señor cardenal había recibido a la madre política y al huérfano del fallecido alcalde. La verdad es que Don Servando fue muy amable y me invitó a churros con chocolate.

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