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Manuel Vicent: Aguirre, el magnífico

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Manuel Vicent Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario. Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia. Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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A su compañero lo tenían cercado los hermosos caníbales de la radio y este intelectual se cocía a fuego lento. Por las mañanas se desayunaba con un bocadillo de optalidónes para estar a la altura de sí mismo y hacía esfuerzos desmesurados por aplacar a esos cazadores de cabezas que querían saber su opinión sobre la empanada de lamprea, el desembarco en las Malvinas, las elecciones generales, la receta de jabalí con vino de Burdeos, la estocada fallida con que homenajearon al Papa en Portugal. A su lado, en la mesa redonda del locutorio, a veces se encontraba con Aranguren enchufado a unos cables por las orejas, por la nariz, por la boca para extraerle cada opinión del fondo de las entrañas.

La pareja de Vicki Lobo pertenecía á la escuela clásica. Era un borracho escueto, con tres porros de marihuana al día, al que se le veía salir del supermercado de la esquina abrazado a una bolsa de botellas dando la imagen moderna de alcohólico neoyorquino. A los cuarenta y tres años estaba en plena gloria, había sido bendecido por Aranguren como la revelación de la temporada, a medias con Agustín García Calvo, que predicaba la buena nueva de la modernidad en un café cantante de la plaza del Dos de Mayo. Por ejemplo, aquella mañana lo habían llamado de la Cadena Ser para hablar de su ensayo sobre Walter Benjamín, en medio de un concierto de baterías de cocina, pisos en Leganés y jabones de tocador, y el intelectual de moda, convertido en otra cacerola más para amas de casa por la voz torrencial del locutor, tuvo que soltar algunas bobadas. «Dinos algo sobre el Papa.» El intelectual respondió: «Me gusta. Sobre todo cuando besa aeropuertos. Da muy bien arrodillado sobre una charca de queroseno. Es como si esnifara una raya de farlopa». Otra pregunta: «¿Qué pescado prefieres?». «El torpedo bajo la línea de flotación.» «Y qué pájaro.» «Cualquiera del Gobierno.» ¡Guauuu! Dubidú, dubidú. Marcha, mucha marcha. Estamos en el aire.

Hacía un par de años que la mujer se había largado con otro y, después de vivir a solas con una perra cocker, ahora su territorio estaba invadido por una arqueóloga llamada Vicki Lobo, que se proponía desenterrarlo. En las noches de insomnio se había hecho un diseño de sí mismo. Había que hacerse experto en vinos y practicar la nueva cocina para poder colocar en medio de una conversación de neomarxismo la receta del besugo con habas o aludir a la cosecha del 72. Se había acabado eso de ligar, ligar, ligar con esas chicas que se le restregaban al salir de la conferencia. Había que ser duro y tener pegada. Odiaba a los intelectuales de culo gordo, que olían a cerrado. Sócrates enseñaba filosofía bajo la higuera, pero ahora estaban los chicos de la prensa, los cazadores de cabezas en la radio, los bares de Malasaña por la tarde, los abrevaderos nocturnos de Oliver y Boccaccio, el pub de Santa Bárbara, y Carrusel, en cuya puerta de madrugada las chicas se pintaban los labios reflejando su rostro en los tubos de escape de las motos Harley Davidson. La nueva filosofía se había posado sobre el capó de los coches y él tenía que percutir todos los días desde los medios de comunicación para abrirse paso entre aquella pandilla de borrachos que se disputaban la gloria al amanecer.

El novio de Vicki me dijo: «Sé que conoces a Jesús Aguirre. ¿Podrías presentármelo? Necesito hablar con él para cuadrar mi ensayo». Le contesté que el palacio de Liria tenía más murallas que Jericó. El duque era inaccesible. «Entonces le pediré ayuda a Aranguren para que detenga el sol en plena batalla. Estoy escribiendo sobre la Escuela de Francfort. Walter Benjamín había pasado algunas temporadas en Ibiza en los años veinte y el duque tiene allí una residencia. Tal vez durante unas vacaciones de verano podría hacerle una entrevista a la sombra de una higuera y recorrer juntos el paisaje y la casa de San Antonio donde habitó.»

Las chicas de los años ochenta se iban a comprar tabaco y ya no volvían a casa. Eran sanas y eficientes, cogían los bártulos y dejaban al marido sentado en el sofá y le llamaban desde el aeropuerto para decirle que en el frigorífico encontraría unos huevos con bechamel, que se los tomara a su salud porque ella se había enamorado de un italiano y estaba en la

sala de embarque de Barajas con un pasaje para Florencia. Aún quedaban machistas clásicos que creían que las mujeres eran máquinas lloronas y encremadas, con dos biberones colgados de las costillas delanteras, obligadas a hacer canelones para los niños y ponerse monas en la peluquería para la noche del sábado. Eso se había acabado. Los cuarentones neuróticos ahora tenían compañeras progres interiormente rebeladas que hacían el supremo esfuerzo de ponerse el delantal en la cocina. Ellos acariciaban en secreto la idea de divorciarse y no hacían sino darle vueltas a esta neurosis años y años; en cambio, ellas una tarde metían el cepillo de dientes en el bolso y se esfumaban sin gritos ni traumas. Después venían unos meses en que el intelectual se despertaba cada mañana con una chica distinta cuyo nombre ignoraba. La había pescado de madrugada en cualquier garito que tampoco recordaba o tal vez en una gasolinera.

El intelectual de moda llevó a Vicki Lobo al café cantante de Malasaña donde a media tarde, antes de que llegaran los clientes apaches de la noche, predicaba Agustín Gacía Calvo. Antes de que abriera el local había jóvenes barbudos apoyados en las fachadas con un libro bajo el brazo esperando, y llegaban más adictos que se sentaban en el capó de los coches, se saludaban entre ellos con sus nombres y esperaban con pasividad de neófito a que algún sacristán descorriera la cerradura del santuario de la lógica.

A la hora convenida se abrieron las puertas del café y los discípulos pasaron a ocupar sillas y divanes con la cadencia y el silencio con que se llena un aula. Era un público joven, dominado por la barba y las lañas contraculturales. Había de todo. Desde una chica con el pelo teñido de rojo como una borla de cardenal o la pasota con sombrero de mormona y flecos de reina comanche, hasta el señor suizo con pinta de fabricante de manteca o el muchacho lavado que lleva en la cara una dulzura de alumno predilecto. Era una parroquia desigual de discípulos de la universidad, gente nueva, oyentes curiosos, clientes turísticos, unificados por dentro con la devoción al maestro de la contracultura. Una música de organillo comenzó a sonar sobre el cenáculo para amenizar la espera.

Y de pronto se presentó Agustín García Calvo con las vestiduras de la revelación, con su bigotazo de herradura y la melena flamígera. Venía con gorra de cosaco y camisola abombada de violinista zíngaro, polainas de caballista y un cíngulo dorado en el lumbar. El héroe iba a hablar del lenguaje como creación de la realidad, del quantum y el tiempo, de lo continuo y discontinuo. Se produjo un aplauso cerrado antes de que abriera el pico. A continuación comenzó a emitir conceptos trincados sin aliviarse con alguna concesión a la galería. El intelectual de moda y Vicki Lobo escuchaban muy atentos con el entrecejo cruzado. La filosofía puede apuntillar a una oveja merina, pero García Calvo tenía la magia de un Anaximandro soltando un discurso bajo una parra, de un Sócrates recostado en una escalinata del ágora, de un Diógenes dentro del bidón. Por fin el éxito había llegado. García Calvo había adoptado a este intelectual y a su novia como discípulos. Aquella noche, después de la charla presocrática en el café cantante de Malasaña, el joven intelectual y Vicki cenaron en un restaurante del Madrid viejo con unos del cine que querían hablar de un guión. Luego cumplieron el rito como otras veces. A la hora en punto entraron en Boccaccio y se sentaron en el sarcófago de terciopelo. Vicki Lobo levantó la mano al camarero y comenzaron a beber hasta que, llegado el momento, al joven intelectual se le hizo la oscuridad en el cerebro.

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