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Manuel Vicent: Aguirre, el magnífico

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Manuel Vicent Aguirre, el magnífico

Aguirre, el magnífico: краткое содержание, описание и аннотация

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario. Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia. Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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Era otoño y los socialistas habían llegado al gobierno con mayoría absoluta. En los peluches de Boccaccio se hablaba de que en la fiesta del hotel Palace, Paco Fernández Ordóñez se hallaba en la cola para entrar y los del servicio de orden se negaban a dejarlo pasar porque lo consideraban un sospechoso arribista. Fernández Ordóñez había hecho con UCD la reforma fiscal y después impulsaría la ley del divorcio, pero en ese momento tuvo que acudir a los buenos oficios de Vicki Lobo para que un idiota le franqueara el cordón sanitario hacia el interior del Palace, donde Felipe González y Alfonso Guerra estaban a punto de salir a la ventana con el puño en alto para proclamar la victoria. Luego, en el gobierno socialista, Fernández Ordóñez sería el más coherente socialdemócrata, el único que no había cambiado de chaqueta. Suárez había dejado de ser falangista; González había abjurado del marxismo; Carrillo y Pasionaria habían dejado el estalinismo; Fraga trataba de hacerse olvidar el fascismo; Ramón Tamames, en vista del fracaso del comunismo, había comenzado la carrera loca hacia la derecha dejando atrás las verduras de la ecología. Por ironías del destino, al estalinista Jorge Semprún, que en 1956 se jugaba el pellejo en cada viaje clandestino a España desde París para organizar la huelga general que iba a abrir las puertas de la libertad según los sueños de estos jóvenes, la huelga general del 14-D de 1988 le pilló por la espalda siendo ministro socialista de Cultura. Jesús Aguirre había dejado de ser cura y se había convertido en duque de Alba. Sólo Ordóñez sabía por dónde iba a pasar la carretera de la democracia y puso su tenderete al borde de la cuneta y ya no se movió desde que dimitió del INI al día siguiente de que el régimen ajusticiara a garrote al joven anarquista Puig Antich.

Después llegaría la expropiación de Rumasa y la fuga de Ruiz Mateos, el secuestro de Segundo Marey por parte del GAL, el aceite de colza, la desaparición del Nani, más asesinatos de ETA, Alaska y los Pegamoides, los primeros ordenadores, los bandos arcaizantes de Tierno Galván, las noches de Rock-Ola, de la discoteca El Sol, de Tip y Coll en Picadilly. E incluso la muerte del propio Tierno Galván y su entierro espectacular, para el cual se alquiló la carroza que Drácula sacaba los domingos. Un millón de madrileños le hicieron pasillo en su camino hacia el cementerio de La Almudena, y en los bordillos de las aceras lloraban los travestis con el rímel corrido.

A Jesús Aguirre habían comenzado a caerle academias encima de la chepa. Ingresó en la de Bellas Artes en 1984 y el discurso no versó sobre la raza del perro del cuadro de Goya que aparece a los pies de la primera Cayetana con un lacito rojo en la pata, sino acerca del descubrimiento que realizaron a medias él y su mujer de un paisaje de Ribera, un cuadro en apariencia anónimo lleno de polvo colgado en un pasillo de su palacio de Monterrey. La elocución de Aguirre fue un encendido elogio del fino olfato de la duquesa para levantar esta clase de piezas de la propia pinacoteca. En la Real Academia de la Lengua ingresó en diciembre de 1985. El discurso versó sobre el afrancesado conde de Aranda, título que ostentaba ahora el propio Aguirre. Después del acto el duque invitó a una cena en Liria a todos los académicos. Desde una pizzería algunos amigos le llamamos a palacio haciéndonos pasar por Camilo José Cela. Nadie contestó al teléfono. Cela había dicho: «Que disfrute de su sillón este escritor de prólogos».

1986

El intelectual de la Escuela de Francfort se niega a ponerse zahones monteros y botas de ancas de potro. Por este motivo partió hacia lalocura

Ir a la Feria de Sevilla con una gastritis de primavera y tener que pedir un vaso de leche en la caseta mientras a mi alrededor andaban todos borrachos de manzanilla y verme obligado a bailar sevillanas brazos arriba como el que recoge peras de un manzano fue para mí una experiencia más dura que ir de corresponsal a una guerra. En plena Feria de Abril, Sevilla olía a zahones sudados y a elegante boñiga de jaca. Tenía que llamar al duque de Alba. El camarero me ofreció la ficha de teléfono. «¿Está el duque?» «Un momento. No se retire.» Mientras la llamada recorría los salones del palacio de Las Dueñas hasta llegar al nido de tapices donde sin duda estaría él, en aquel cafetín de la calle Sierpes me hice lustrar los zapatos, como un señorito, por un limpiabotas granadino, que no cesó de contarme fatigas: «Esto de la feria es como ir a la vendimia. O peor. Sólo de Granada hemos llegado doscientos limpiabotas a Sevilla. Además de mil personas que sólo vienen a pedir. Gente pobre, ¿sabe usted? Lo malo es la noche, cuando cae el frío y te quedas tieso. Yo duermo tapado con unos cartones de embalaje detrás de los carromatos de la feria, en la vaguada del ferrocarril. Tendría usted que verlo. Hay más de quinientos mendigos tirados en el suelo. A veces llega la policía y nos echa los caballos encima. Y si alguien abre el pico, se lo llevan por delante. El año pasado unos señoritos prendieron fuego a aquello y tuvimos que salir a toda leche». Tratando de hacer un poco de sociología, pregunté al limpiabotas: «¿Usted sabe quién es el duque de Alba?». Sin levantar el rostro del cepillo el hombre contestó: «Ese es un gitano señorito de verdad, de los de antes. Tiene mucho arte».

Desde el cielo artesonado del palacio de Las Dueñas volvió por el teléfono la voz del sirviente que gobernaba la centralita. «Oiga.» «Sí, dígame.» «El señor duque le invita encantado a tomar café a las cinco en punto de la tarde.» En Sevilla cada cosa estaba ese día en su sitio: el duque en el palacio, el toro en el chiquero, el matador en el vestíbulo del hotel Colón, el limpiabotas a los pies del señorito, el turista en el coche de caballos, la gente en el paro, el jamón en la barra, el puro en la boca, el clavel en el ojal, la gitana pidiendo limosna, él polvo en la feria.

A media mañana la calle Sierpes estaba bajo un sopor de churros y el ruido de las cucharillas de desayuno. Los turistas arrastraban los pies hinchados por allí entre gitanas con claveles, carteles taurinos, giraldas de plástico, sombreros de capataz, vendedores de lotería, retratos de la Macarena y banderillas con los colores de la bandera española. En el aire de Sevilla se oía un campanilleo de coches de caballos. Tuve que hacer tiempo hasta las cinco en punto de la tarde, la hora taurina y lorquiana en que me iba a recibir el duque de Alba en su palacio. Me entretuve contemplando el tejemaneje de unos trileros «hasta que no pude resistir la tentación de entrar en el juego. Perdí con mucho gusto mil pesetas sólo por averiguar qué se sentía en carne propia al ser estafado. Había tres cáscaras de nuez. ¿En cuál de ellas escondía aquel tipo el garbanzo? Estaba y no estaba. Existía y no existía. Parecido al juego de los trileros era el misterio de la Santísima Trinidad y la vida trivalente de Jesús Aguirre.

En el real de la feria había una luz pastosa de resaca, las cubas regaban el albero y las furgonetas de reparto descargaban hectolitros de manzanilla para reponer el nivel de los abrevaderos agotados. A esta hora los verdaderos señores dormían la mona según la tradición, mientras la servidumbre barría el pastizal de la juerga anterior. En la Feria de Sevilla, si alguien estaba en pie a las once del día se podía decir que no era nadie, un turista rubio interpretando un callejero, un guardia de la circulación, un repartidor de ensaimadas, un empleado de la funeraria en acto de servicio, un borracho extraviado que no lograba dar con el hotel. Pero en 1986 la Feria de Sevilla ya había sido desacralizada y Alfonso Guerra decía que había que alquilar pollinos para que se pasearan los obreros por el real mezclados con las jacas de Osborne. Era el tiempo en que los socialistas se dividían en dos: los que llevaban un pañuelo con cuatro nudos en la cabeza y los que habían tomado al asalto la fascinación de los veranos en Marbella junto a Gunilla von Bismarck.

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