Manuel Vicent - Aguirre, el magnífico

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Este relato no es exactamente una biografía de Jesús Aguirre, sino un retablo ibérico donde este personaje se refleja en los espejos deformantes del callejón del Gato, como una figura de la corte de los milagros de Valle-Inclán. Medio siglo de la historia de España forma parte de este esperpento literario.
Esta travesía escrita en primera persona es también un trayecto de mi propia memoria y en ella aparece el protagonista Jesús Aguirre, el magnífico, rodeado de teólogos alemanes, escritores, políticos y aristócratas de una época, de sucesos, pasiones, éxitos y fracasos de una generación que desde la alcantarilla de la clandestinidad ascendió a los palacios. Un perro dálmata se pasea entre los libros de ensayo de la Escuela de Fráncfort como un rasgo intelectual de suprema elegancia.
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba por propios méritos de una gran escalada, sintetiza esta crónica, que va desde la postguerra hasta el inicio de este siglo. Su vida fantasmagórica, pese a ser tan real, no puede distinguirse de la ficción literaria.

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En un saloncito con una luz tamizada en rosa a través de las buganvillas del patio había un pequeño tablado donde la duquesa Cayetana bailaba flamenco todos los días de doce a una. Había dos sillones con asiento de esparto. Uno era para Enrique el Cojo, un anciano bajito, gordo, con sonotone y cojo, como su propio nombre indica. Era maestro de flamenco. Según los entendidos, lo veías y parecía que te iba a vender una gamba, pero de pronto echaba a volar una paloma de cada mano y el duende te daba un pellizco en el corazón. La otra butaca era para el guitarrista que llamaban el Poeta. Allí se le daban clases todos los días a Cayetana. «¿La duquesa no monta en la feria?» El duque me contestó: «Hoy no. Tal vez mañana. Depende de cómo se levante. De pronto, a las doce decide que montar. Entonces vamos hasta allí en el tronco de muías enjaezadas con los colores de la Casa de Alba, azul y amarillo. En la feria tiene los caballos a punto. Yo la sigo en el tronco por el real».

Jesús Aguirre me propuso que lo llamara a las once del día siguiente por si a la duquesa se le había antojado montar en el real de la feria. Desde un cafetín de la calle Sierpes volví a marcar el teléfono de palacio. La duquesa iba a montar. La salida de los duques de Alba hacia la feria estaba programada para una hora después. Era un rito precedido por carreras de criados ornamentados, de palafreneros mudos, con una gravedad humilde que dejaba ver cierto empaque. La duquesa Cayetana apareció vestida de Sevillana con su niña Eugenia. En el patio había un equilibrio inestable debido al carácter de la duquesa que de pronto podía desembocar en una tempestad. La niña había desaparecido y la madre la reclamaba cada vez más nerviosa. Comprobé que Jesús Aguirre trataba de calmarla temiendo que yo presenciara la tormenta que lógicamente después contaría a los amigos. En ese momento se presentó en el patio la marquesa de Saltillo y Jesús Aguirre la recibió con una exacta inclinación de bisagra entre la elegancia y el desparpajo. Apareció la niña Eugenia y de repente escampó. El tiro de muías de muchísima raza, lleno de cascabeles, arrancó desde el patio de palacio, y en la calle esperaba el vecindario, con un silencio religioso, para ver pasar la comitiva, como si se tratara de la Macarena. Hacia la una de la tarde el real de la feria había entrado en calor, en medio de un perfume de jaca. Los caballeros con zahones, el puro en la boca, el sombrero oscureciéndoles una oreja, el puño en la raíz del muslo, cabalgaban con una moza en la grupa que les punteaba con los pechos la espalda arqueada y se abrían paso a galopadas entre el primer gentío. Había en el aire un erotismo muy ganadero de refajo sudado. A esta hora en la feria pasaban tiros de muías enjaezadas con borlas y escarapela de seda con los colores heráldicos de la familia. A mi alrededor la gente preguntaba: «¿Quién es ése?». «Un Terry.» «¿Y ése?» «Un Osborne.» «¿Y ése?» «Un Medinaceli.» «¿Y ése?» «Nadie.» De pronto alguien exclamó: «¡Ahí vienen los duques de Alba!». Cayetana pasó montada en un caballo blanco con su hija Eugenia a la grupa y detrás venía Jesús Aguirre acompañado de la marquesa de Saltillo en el tronco de muías enjaezadas con la escarapela de los Alba. Llevaba un puro en la mano y con él me saludó al tiempo en que me hizo un gesto para que me acercara. Hizo detener a las muías. «Dile a Pradera que esta tarde iré a los toros a la Maestranza y que estaré sentado en barrera al lado del capitán general Merry Gordon, entre un Domecq y un Murube.»

Hacía algún tiempo que lo había perdido de vista y sólo sabía de él por las revistas del corazón. Aquel día de la Feria de Abril en Sevilla tuve la sensación de que Jesús Aguirre había entrado en la primera fase de la locura, pero aún fue peor cuando le volví a encontrar seis o siete años más tarde. Al bajar del AVE en la estación de Santa Justa en Sevilla, coincidimos en el andén. Yo iba sin equipaje, puesto que debía volver a Madrid por la tarde después de una entrevista en Canal Sur. El duque se había apeado del vagón de club y llevaba una maleta en la mano. Le descubrí entre los pasajeros unos metros delante y comprobé que iba solo, sin guardaespaldas. Al verme, antes de preguntarme nada, a modo de saludo escueto, me dijo: «Querido, llévame la maleta». Ante su mandato imperativo reaccioné con un automatismo más rápido que el del perro de Pavlov. Cogí la maleta del duque sin interponer pensamiento alguno entre su orden y mi acción. Imaginé que tal vez en mi ADN había genes de siervos de la gleba de los que yo no era consciente ni responsable. Cargado con su equipaje, caminé unos veinte pasos a su lado. En este breve trayecto me dijo: «He convencido a mi mujer para que compre un palacio en Venecia y lo ponga a mi nombre». En ese momento reaccioné: «Oye, capullo, carga con tu maleta porque yo no soy tu esclavo, a menos que me des un puesto de secretario en ese jodido palacio». Dejé el bulto en el suelo. El duque bajó un poco los humos y se quejó diciendo que tenía lumbago. Lo encontré notablemente envejecido. «¿Cómo es ese palacio?», le pregunté con la maleta otra vez en mi mano. «Todavía no lo sé -respondió el duque-. He aprendido veneciano. Tengo allí muchos amigos eruditos y anticuarios. En Venecia he escrito poemas y he redactado artículos a mi secretario. En un establecimiento de comidas hay una pasta blanca, con salmón troceado, que se llama "a la duquesa de Alba". Siempre tenemos la misma mesa reservada. Una vez nos invitó la reina madre de la pérfida Albión a tomar té con ginebra en el Britannia. Quiero que el palacio dé al Gran Canal». Al duque lo esperaba un mecánico. La verdad es que la maleta no pesaba demasiado. El duque se metió en un cochazo y se perdió en el laberinto sevillano hasta el palacio de Las Dueñas.

1996

Hacia el fin de la historia con gomina en el pelo y un jabalí en el maletero. El milenio se lleva en su escatología al héroe a Hades, la región de los muertos

Caían a su alrededor las hojas amarillas de los árboles amigos. Carlos Barral había pasado a mejor gloria en diciembre de 1989. Un mes después la guadaña de la muerte había volcado otra ficha de dominó: en enero de 1990 Jaime Gil de Biedma había rendido las armas de Eros aTánatos. El sótano negro por donde había pasado Jesús Aguirre en lejanos días de fiesta había quedado olvidado bajo el lavado de cara que Barcelona se dio con los juegos olímpicos. El AVE había llegado a Sevilla sobre los fastos de la Exposición Universal y Aguirre fue nombrado comisario de no se sabe qué, sólo para que pudiera darse aire con un abanico blanco o negro según un lenguaje del sigloXVIIIen que se había instalado. Lo manejaba desafiante para aventar los rumores disolutos que corrían en torno a su figura. «En Sevilla hace mucho calor», decía como única excusa.

Y pese a todo Aznar ganó las elecciones en 1996 a la brava por unos miles de votos. Los socialistas dijeron que se trataba de ir a casa a ducharse y volver al gobierno. No fue así. El Partido Popular había salido de su postración a principios de los noventa y comenzó a cabalgar a sus anchas a caballo del milenio. Otros jóvenes constituyeron un nuevo paisaje urbano. Llegaron los pijos. Estos vástagos felices comenzaron a hacer rodar en el dedo los llavines coches de gran cilindrada en la puerta de las discotecas y entre los alevines de la derecha se puso de moda matar marranos en la finca, hablar de Bolsa, dar pelotazos con los bonos basura y llevar el todo-terreno a misa los sábados por la tarde. Se acabaron las barbas hirsutas y el desaliño profético. Se desintegró la movida y se instauró la ropa de marca. Los bares comenzaron a llenarse de jóvenes de pelo pegado con unos rizos lolailo-lailo en el pescuezo, la camisa abierta hasta el tercer botón, chaqueta de cachemira y vaqueros planchados, mocasines con borlitas y un par de másteres de cualquier universidad americana. En las fiestas todos acababan bailando La Macarena. A la hora del almuerzo bajaban de los despachos grupos de ejecutivos vestidos de negro Armani y se les veía cerrando negocios con el móvil en dirección al restaurante.

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