José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Marta contó que los dos hijos de don Santiago Estrada habían ido a verla, acompañados de dos muchachos más de la CEDA. «¡Habríais tenido que oírme! Brazo en alto y diciendo: Depende de vuestra capacidad de sacrificio.» Y volver a empezar con las Circulares.

César no sabía si admirarla o no. La quería, pero no sabía si aquél era el papel que correspondía a una mujer. En todo caso, Carmen Elgazu no había leído nunca Circulares ni siquiera vascas; y en cuanto a Pilar, se contentaba con repasar los cuadernos atrasados de su Diario íntimo, de los tiempos en que Mateo la esperaba mañana y tarde a la salida del taller de costura. ¡Pilar estaba menos en su ambiente que Marta! Soportaba la separación con entereza, pero adelgazaba a ojos vistas. Su amor por Mateo se revelaba algo absoluto, conmovedor. ¡Le habían prohibido incluso pasar por la calle de las Ballesterías, por debajo del balcón en que el Rubio montaba guardia hablando con los vecinos! Una fotografía. Nada más que una fotografía de Mateo en la mesilla de noche, a los pies de San Francisco de Asís y Santa Clara. Si Pilar miraba hacia arriba, era para rezar por el de abajo, y éste era su egoísmo. Un retrato de Mateo, su imagen en la mente… y un sobresalto cada dos por tres. En la manera de sonar el timbre le parecía que llegaban malas noticias. Al desplegar el periódico, temía a los titulares. «¡El Jefe de Falange ha sido hallado en…!» El Demócrata publicaba a diario el Parte de guerra, «Hay una pista.» «Los culpables del atentado al doctor Relken, a punto de ser detenidos…» Pilar se arrodillaba en su cuarto y rezaba: «Señor, ¿por qué le persiguen como a un criminal? ¿Qué ha hecho, qué ha hecho Mateo?» Al ver al doctor con la cabeza al rape, le miró como si éste fuera un oso. El doctor le correspondió con expresión muy distinta y más compleja que la que mostró al encontrarse con César. Pilar le decía a César: «Reza por Mateo, César. Anda tú, que eres un santo». Y por las noches soñaba con que se subía a los tejados, que tropezaba con una chimenea en forma de saxófono y que se introducía por ella descendiendo hasta la cocina del Rubio, donde se encontraba a Mateo pasándose por la frente el pañuelo azul, con un pie sobre la calavera y el otro sobre la tortuga del jefe de Policía.

César sentía todo aquello más próximo a su alma que el año anterior, cuando se notaba extraño entre los mortales. A gusto hubiera ido a ver a Julio y le hubiera contado cuatro verdades. Su preocupación eran los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que habían quedado sin techo. Consiguió de mosén Alberto que los instalaran como se merecían, en casas particulares. ¡También quería conseguir la destitución de David y de Olga como inspectores del Magisterio! Por desgracia mosén Alberto le desanimaba. «No hay nada que hacer, ya lo ves -le decía-. Ni destituciones, ni taller de imágenes, ni catacumbas, ni nada. Y si se intenta un levantamiento militar, perderemos. ¡Vete, vete a la calle de la Barca y verás cómo te recibirán! Pero te aconsejo que dejes la navaja de afeitar en casa…»

César no compartía su opinión. Mosén Francisco iba a la calle de la Barca y no le ocurría nada. Mosén Alberto estaba demasiado afectado por la muerte de la sirvienta y no creía que aún existieran personas como el patrón del Cocodrilo.

¡El patrón del Cocodrilo! ¿Por qué no visitarle y a través de él conseguir un buen escondite para Mateo…? ¡Porque el piso del Rubio, siendo éste asistente del comandante Martínez de Soria, era un polvorín!

Actuar, actuar… como decía mosén Francisco. En la tarde del lunes, al encenderse las montañas de Rocacorba como todas las tardes desde el cambio de luna, se fue a la calle de la Barca, bamboleándose sobre sus pies. Y nada más entrar en el Cocodrilo, quedó estupefacto, reclinada en el mostrador vio a Canela, rodeada de soldados. Todos bebían y ellos echaban al aire los gorros de militar. Canela estaba borracha y al reconocerle le dijo: «¿Qué…ya se curó tu hermanito?» César no comprendió. Vio levantarse de un rincón una mujer guapetona. «¡Eh, éste es el que engatusaba a los críos con cuentas y catecismos!»

César salió. La calle estaba abarrotada. Le pareció reconocer antiguos alumnos, chicos y chicas a los que había lavado las piernas en el río. Habían perdido su compostura. Los recordaba sentados en el suelo honestamente, con las piernas cruzadas. Ahora se habían subido a las rejas de las ventanas, silbaban, se daban empujones al hablarse, miraban las bombillas y se reían. ¡Y cuántas blasfemias!

Nadie le saludó. El silencio era peor. Había pasado por sus vidas como agua sobre mármol. «Tío César.» Todo inútil.

César permaneció un rato más, esperando al ser solitario, al ser único que sin duda existía y que saldría a su encuentro exclamando: «¿Qué tal estás, 4x4, 16?»

Pero el patrón del Cocodrilo apareció en el umbral. «Es mejor que te largues», le dijo. Había gitanos en torno a un organillo donde se pregonaba «El crimen de Cuenca». Un hombre con blusa de matarife pisoteaba un montón de basura y gritaba: «¡Huelga, huelga de barrenderos!»

César miró al patrón y, dando media vuelta, inició el regreso. «¡Eh, eh, peque…!» Él no se volvió. En una barraca de tiro los monigotes eran Alfonso XIII, un moro, un obispo y un militar lleno de condecoraciones. «¡Siempre toca, siempre toca!»

En cada esquina había hombres con papelitos en la gorra. «Proletarios del mundo, uníos.» Al pasar, le miraban con curiosidad recelosa. «¿Dónde hemos visto esa cara?», parecían preguntarse.

Un perro famélico le seguía lamiéndole los pantalones. César se agachó y le acarició el lomo. «Cuco, cuco…», susurró, en el tono justo para que le oyera. En la puerta trasera de la iglesia de San Félix alguien había escrito: «Viva yo».

CAPÍTULO LXXIX

La huelga se extendió en forma implacable. Izquierda Republicana abrió cuantas fábricas y talleres pudo. Sin resultado. La buena voluntad de los Costa quedaba anegada en la oleada popular.

La huelga trastornaba implacablemente los puntos vitales de la industria y el comercio y servicios tan importantes -¡el matarife tenía razón!- como el de recogida de basuras. Por lo demás, las calles estaban ocupadas por los huelguistas. Cosme Vila hubiera podido suspender el reparto del correo, pues varios funcionarios eran afiliados y se le habían ofrecido; pero no se atrevió.

Los economistas de la ciudad consideraban todo aquello una catástrofe sin precedentes. Los viajantes que llegaban a la estación con los muestrarios se volvían en el primer tren. Muchos patronos, con su fiel contable al lado, repasaban los libros y se llevaban las manos a la cabeza. Las ratas habían hecho su aparición en varios almacenes de la ciudad. Se paseaban al acecho, por encima de las cajas, haciendo tintinear botellas vacías.

Los Bancos parecían establecimientos mortuorios. Montañas de impagados. Al subdirector todo aquello le dolía en su carne y, desolado, se contemplaba las uñas. Algún cliente despistado llegaba de fuera.

– ¿Qué ocurre?

– Huelga. Hay huelga.

Y no obstante, la primera impresión que daba la ciudad era más bien de fiesta, impresión que el propio cierre de establecimientos corroboraba, así como la profusión de banderas. Todo ello tenía una causa concreta: la puesta en práctica de la recogida de víveres que ideó Cosme Vila, y la apertura en el local del Centro Tradicionalista -el de las Congregaciones Marianas no pudo ser conseguido- de la Primera Cooperativa Proletaria Gerundense.

En efecto, aunque no sin vencer dudas y resistencias, el plan de abastecimiento campesino iba siendo una realidad. Las dudas se habían manifestado principalmente entre las mujeres de los huelguistas, las cuales, ante el decreto de huelga ilimitada, habían previsto el hambre para al cabo de una semana. «¡Os ocurrirá lo que al Responsable!», habían advertido a sus maridos. La alocución radiofónica de Cosme Vila anunciando que se establecería una cadena de camiones entre la provincia y la ciudad no había disipado su escepticismo.

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