José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Al ver que la primera caravana de vehículos se disponía efectivamente, a salir al campo por los cuatro puntos cardinales de la ciudad se acercaron a los militantes montados en la parte de atrás diciéndoles: «¡A ver, a ver!… Os traeréis un par de calabazas y gracias! ¡Unos cuantos nabos!» Su argumento era simple: los payeses eran unos avaros; era ingenuo pensar que darían algo.

Y, sin embargo, todo ocurrió de otro modo. Cuando, a la caída de la tarde, los mismos camiones hicieron su aparición cargados de toneladas de productos de la tierra, la estupefacción y el júbilo no tuvieron límites. Y de ahí el aspecto festivo de la ciudad. Todo el mundo andaba de un lado para otro preguntando: «¿Y dónde repartirán eso, dónde repartirán eso?»

– En lo que fue Centro Tradicionalista.

Las más impacientes acudieron allá en seguida con sacos, capazos y toda suerte de enseres en los que cupiera algo. Otras les decían: «¡Pero no tanta prisa!… ¡Ya darán instrucciones!» – «¿Qué instrucciones ni que tonterías? El estómago no espera». Y allá se fueron, a la Primera Cooperativa Proletaria Gerundense, haciéndose acompañar de sus hijos, por si la carga resultaba demasiado pesada.

Entonces comenzaron las decepciones. En primer lugar, las mujeres imaginaban que todo aquello funcionaría al buen tuntún. En vez de esto se encontraron con una organización estricta y severísima, que haría imposible el escamoteo. Se habían improvisado unos mostradores detrás de los cuales un equipo de militantes, capitaneados por la valenciana, haría la distribución.

– Pero ¿qué diablos esperáis aquí? ¡Fuera, fuera!

Las mujeres quedaron estupefactas.

– ¿Y todo eso qué? ¿Para vosotros?

– ¡Sal de ahí!

La valenciana estuvo a punto de arrancar el moño a una militante de los barrios extremos.

Por fin se supo algo. El reparto empezaría el jueves, a las ocho en punto de la mañana. Era preciso llevar en papel de la alcaldía certificados del número de familiares, y el carnet del Partido a la vista.

Aquello fue el origen de una de las mayores concentraciones femeninas que se recordaban en la Plaza Municipal. En las veinticuatro horas que había de plazo, el Ayuntamiento fue asaltado. El conserje volvió a salir enfurecido de su cuartucho de objetos perdidos. ¡Atrás, malas brujas, atrás! Le molieron materialmente. Dos andaluzas le encerraron con llave en su chiscón. El conserje armó un ruido infernal y los urbanos le liberaron. Entretanto, las mujeres habían subido hacia la oficina del Censo. ¡Un certificado, un certificado! Apenas, si, teóricamente, existían familias de menos de seis miembros. Las discusiones eran interminables. El arquitecto Massana, desde su despacho de alcalde provisional, oyó la algarabía y salió hecho un basilisco. Ordenó a los urbanos que utilizaran las porras. «¡Fascistas! -gritaban las mujeres-. ¡No queréis ni certificar cuántos somos! ¡Fascistas, querríais que estuviéramos muertos!»

Todo pasó y los certificados se extendieron, no sin ser valorados en un real por el municipio.

Y el jueves, a la hora convenida, se abrieron las puertas de lo que había sido Centro Tradicionalista. A las ocho y cinco minutos la primera mujer -la esposa del sepulturero- cruzó el umbral llevando un cesto enorme repleto. Un murmullo de admiración se levantó de la cola interminable que se había formado. Inmediatamente salió otra mujer -una pariente lejana de Teo- izando con entusiasmo un monumental melón sobre su cabeza. Los «huirás» a Cosme Vila y a la Cooperativa Proletaria empezaron y llevaban trazas de prolongarse quién sabe hasta cuándo. «¡Viva el Partido Comunista!» «¡Viva Cosme Vila!» «¡Viva Rusia!» Otras mujeres iban saliendo con sus cestos rebosantes.

Muchos maridos se habían instalado en la acera, esperando.

– ¿Qué te han dado? ¿Qué te han dado?

– ¡Mira, ya lo ves! Patatas, arroz, harina, ciruelas. ¡Huele, huele esta sandía!

– ¿Y de eso qué…? -preguntó uno, cerrando la mano y frotando pulgar e índice.

– Nada, ni una perra.

La resistencia había sido vencida. La huelga podía durar semanas. En el interior del almacén, Víctor revisaba los certificados y los carnets, Gorki se encaramaba por unos sacos tratando de alcanzar algo, y la valenciana se cuidaba de las balanzas que ella hubiera deseado básculas.

– ¡Abre el saco, abre el saco!

– ¿Qué…? ¿Pensabas que iba en broma?

Algunas mujeres se quejaban de la ración. Les parecía que las primeras beneficiarías habían obtenido mejor lote.

– ¡A ver si te arranco lo que yo me sé! -gritaba la valenciana. Y entre carcajadas iba sirviendo patatas, harina, cerezas… Muchas veces las cerezas las colgaba, riendo, de las orejas de los militantes.

Las mujeres desfilaban hacia sus casas. Jamás habrían cocinado con tanto entusiasmo. ¡Menudo arroz…! Los maridos, a medida que la mañana avanzaba, se alejaban de allá y se sentaban en las aceras y en la barandilla a lo largo del río. Poco a poco fueron liando un cigarrillo y desdoblando El Proletario , por el que se enteraron de que el Ampurdán era la comarca que de momento iba a la cabeza en la entrega de víveres; que el ojo del doctor Relken tenía un color morado menos intenso que en la víspera; que en la provincia de Madrid el Partido avanzaba con ímpetu incontenible, y que en Rusia, en el primer trimestre del año, el nivel de vida de los obreros había aumentado en un treinta y cinco por ciento.

Las autoridades, que no habían tomado del todo en serio ni la alocución radiofónica ni lo de los certificados familiares, arrugaron el entrecejo. A mediodía, doña Amparo Campo le dijo a Julio:

– ¿Te das cuenta? ¿Sabes lo que ocurre con eso? Que las pocas tiendas que hay abiertas prevén que pronto todo escaseará y aumentan los precios que da gusto.

Julio no la oyó siquiera. La dirección que todo aquello imprimía a la huelga era insospechada. ¡Diablo de Cosme Vila! Pensó en el coronel Muñoz: «Dentro de quince días, ¿qué?» Se fue a Comisaría y convocó a los de siempre: Comisario, Alcalde, Fiscal, los Costa, doctor Relken…

Entretanto, Cosme Vila, sentado ante su escritorio, recibía informes sobre la marcha de los acontecimientos. Su consigna era no dormirse sobre los laureles. El catedrático Morales le dijo: «¡Vamos a la imprenta!… ¡El Proletario es tan importante como los víveres!» Morales le demostró la imposibilidad material de sacar El Proletario todos los días. «Haría falta un cuerpo de redacción.» Cosme Vila contestó: «Bien, de acuerdo. Pero prefiero que salga una hoja sola todos los días a que salgan cuatro páginas un día sí y otro no».

Cosme Vila le despidió. Quería quedarse a solas. A solas podía permitirse saborear su triunfo. No tanto el de la Cooperativa -conseguir vivas regalando arroz es fácil- como el del campo. Las noticias que traían los militantes que llegaban con los camiones eran eufóricas. Nunca hubieran supuesto una tal predisposición en los camaradas de la provincia. Varios conductores le contaron detalles tan magníficos del desinterés y entusiasmo con que eran recibidos y con que los payeses les regalaban los víveres que Cosme Vila, por primera vez después de mucho tiempo, sintió que se le humedecían los ojos.

– ¿Os reciben bien, sí…?

– ¡Cómo! ¡Tendrías que verlo!

Verlo, verlo… Era la invitación que faltaba. Cosme Vila lo abandonó todo y decidió participar en uno de los viajes. Eligió una caravana de seis camiones que se dirigían a la comarca de La Bisbal. Subió en el primero.

– ¿Cuándo salimos?

– En seguida.

Todo aquello era un brusco cambio de decoración. Los carteles «Ayudad a los huelguistas de Gerona», tremolaban al aire. Por las carreteras se veían niños y niñas saludando a su paso. De pronto, a unos diez kilómetros escasos, el primer camión vio alguien en la cuneta agitando una bandera.

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