José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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– ¡Ahí, ahí tienen algo preparado!
Frenaron. Un campesino dijo:
– ¡Camaradas! Tenemos algo para vosotros.
Mes de junio. Las faenas de la siega estaban en su apogeo. El camión se internó por el campo. En toda la provincia las hoces cortaban espigas. Los militantes saltaron al suelo. Cosme Vila los imitó. Los militantes saludaron con el puño. Los payeses contestaron cruzando con él la hoz. Detrás, a su espalda, se extendían las doradas mieses. La provincia debía de ser, en efecto, un jardín, como decía Gorki.
Los acompañaron a un cobertizo abarrotado de sacos. «Para los camaradas de Gerona.» Etiquetas con letra parecida a la de Teo.
Se acercaron mujeres que lavaban en una acequia.
– ¡Eh…! ¡Dadles aquellos higos que hay en el cesto!
La enorme cabeza de Cosme Vila asistía inmóvil a la escena. El jefe llevaba alpargatas nuevas. Uno de los militantes era bajo y jorobado, y los sacos tenían dónde apoyarse. Cosme Vila no revelaba su identidad a los payeses. Los miraba a los rostros, duros, duros, de nariz enorme, parecida a la de Casal. Se les leía el fanatismo en los ojos pequeños, inquietos, puntos negros titilando. Un camión se llenó. «¡A ver, las cuerdas!» Todo acontecía con extrema simplicidad. Poco ruido. Escaso número de personas, ancho paisaje. Parecían contrabandistas. Algo de rito religioso. «¡Dentro de quince días, volved!» Cuando la caravana arrancó, un payés gritó: «¡Decid a Gerona que esperamos las bases!»
Cosme Vila oyó el grito. Salía de entre las espigas. Las bases agrícolas. Las mujeres se volvieron a las acequias a lavar. Las bases. Era evidente que en todo aquel rito latía la esperanza de las bases. Los donantes eran colonos; llevaban generaciones encorvados inútilmente.
La peregrinación continuó. Llegaron hasta cerca del mar. El viento del camión en marcha despejó los pensamientos de Cosme Vila. Paralelo a la carretera asomó el tren pequeño, lento, que iba a la costa, con los primeros veraneantes acodados en las ventanillas. Ni uno solo contestó a sus puños levantados. «¡Fascistas!», les gritó el conductor. Pero no le oyeron.
A Cosme Vila, los donantes espontáneos -las banderas agitándose de pronto en la cuneta- le llenaban de gozo. Y sin embargo, prefirió en mucho las citas prefijadas, las colectas en las células comunistas. «Campesinos del mundo, uníos.» En ellas todo se ejecutaba con un sentido instintivo de la organización. El jefe local presentaba al conductor una lista de lo preparado. En el papel, el sello del partido garantizaba que no faltaría un kilo y que la calidad era la mejor. «Hubiéramos querido llegar a setecientos quilos, pero ha sido imposible.» En muchos portales se veían aún carteles anunciando la manifestación en Gerona. El secretario preguntaba: «¿Cuántos sois los que hacéis la revolución?» Se les informaba del número aproximado: «Un millar». Jefe y secretario se miraban. Sería preciso intensificar la ayuda. Se dirigía al conductor. «Vamos a ver si el viernes os mandamos algo por ferrocarril.» Luego pedían órdenes. «¿No traéis ninguna orden?» Levantaban el puño. «¡Salud, y a mandar!»
El regreso a Gerona fue triunfal. El paisaje era hermoso, pero sería preciso aprovechar mejor el terreno ¡y canalizar el río! Cosme Vila comprendía que la unión entre la ciudad y el campo se estaba realizando, las dos tenazas de que hablaban los comunistas alemanes. Magnífica idea la huelga, su nutrición. ¡Las tapias de las grandes propiedades amurallaban de trecho en trecho la carretera! Con los vidrios sembrados como uñas de señores medievales.
Al llegar al paso a nivel, Cosme Vila oyó: ¡Cosme! Pero el tren se interpuso. Luego, la barrera se levantó. Sus suegros le saludaron con la mano, emocionados al verle sentado, coronando la inmensa pila de sacos del primer camión.
En los arrabales había mujeres esperando el paso de los camiones. Clima de euforia. Por todas partes señales de agradecimiento. La caravana frenó al entrar en el casco urbano. Cosme Vila pasaba a la altura de los balcones. Algunos habían cerrado, agresivos, como el de la Inspección de Trabajo; en otros, por el contrario, las familias palmeteaban.
Cuando la caravana se detuvo frente al Centro Tradicionalista para descargar, la valenciana apareció en el umbral de la puerta. Estaba agotada. Sin embargo, tuvo ánimo para decir: «Hoy hemos hecho más adeptos que en un año de discursos».
Frente al Centro Tradicionalista vivía don Pedro Oriol. Vio la llegada de Cosme Vila. Entornó los postigos meditabundo. Don Pedro-Oriol sufría, era de los seres que más sufrían en la ciudad. En aquel Centro había pasado muchos años de su vida; su destino actual le llenaba de congoja. Y echaba de menos El Tradicionalista .
Por otra parte, le habían anunciado que cerca de la ermita de los Ángeles, uno de los camiones había dejado una mancha de gasolina en el camino, y que se veía humo, humo en la montaña.
– ¡Peor para él, mucho peor para él! -le había dicho el coronel Muñoz a Julio al ponerle éste al corriente de la situación-. ¡Los que dan son los colonos, y dan lo del propietario! ¡Cuando les muerdan a ellos, dirán que nones! ¡Y entonces va usted a ver a los de aquí, acostumbrados como estarán…!
A los ocho días de Cooperativa Proletaria y de huelga, el resto de la población estaba asustado. Los suegros de los Costa habían telefoneado a éstos: «¡Nos están robando el arroz, nos están robando el arroz!»
El Partido Comunista daba la impresión de haber decidido jugarse su existencia a cara o cruz. Era el tema de las conversaciones. Y, sin embargo, un detalle escapaba a la comprensión. Se justificaba que Cosme Vila, por su origen y por las meditaciones a que podía dar motivo su antiguo empleo, fuera comunista. Parecía lógico que lo fueran Teo, Gorki y la valenciana; pero nadie se explicaba la súbita revelación del catedrático Morales. «¿Qué tiene que ver ese hombre con la chusma?» Todo el mundo sabía que formaba parte del Comité Ejecutivo. ¡Al salir del Instituto de comentar el Quijote o una tragedia de Racine, se iba a la Cooperativa a repartir ciruelas! Y después al periódico.
Era gran amigo de David y Olga. En tiempos fue simple maestro como ellos. David y Olga tuvieron esperanzas de ganarle para el socialismo: él les había dicho siempre: «Dejadme reflexionar, dejadme reflexionar». El resultado de las reflexiones había sido su adhesión al Partido Comunista. «Todos los defectos y crueldades las sé -confesó a los dos maestros-. Pero considero que es una etapa que hay que franquear, desgraciadamente inevitable. Luego se verá que no ha sido inútil.» Era un gran admirador de Rusia y consideraba que aquella nación había dado un paso gigantesco desde 1917, adaptándose a la vida moderna y multiplicando sus posibilidades. «Una nueva revalorización del hombre, que hay que poner en práctica en el mundo entero.» Otros que le conocían atribuían todo aquello a un problema sexual. Le consideraban un profesor resentido por su fealdad, al que las mujeres no hacían caso; y que por ello odiaba la sociedad y se sentía a sus anchas al lado de la valenciana o colgando ciruelas en las orejas de otras horribles militantes.
Su actitud había producido estupor y nerviosismo entre la población. Desde el punto de vista práctico, David y Olga eran de las pocas personas que no podían lamentar la decisión del catedrático. ¡Gracias a su intervención consiguieron que -¡por fin!-, aunque un mes antes de finalizar el curso, en un par de docenas de escuelas los alumnos construyeran cometas, cultivasen un campo, se lavaran la cabeza, se turnasen democráticamente en la vigilancia, diesen una explicación científica del cosmos y escucharan con atención las peroratas higiénico sexuales de sus profesores!
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