Salvador Aguilar - Regocijo en el hombre

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Premio Eugenio Nadal 1983
Regocijo en el hombre es una documentada visión del mundo anglosajón y vikingo que nos ofrece tres relatos narrados en primera persona, cuyo resumen configura la historia en todos sus detalles. Un obispo, un rey y un príncipe. Tres protagonistas de un argumento común pero a la vez con una perspectiva propia. A lo largo del relato van surgiendo los conocimientos, las concepciones políticas, morales y religiosas de la mano de un escritor pródigo en recursos. El uso del lenguaje, los modos arcaicos de resonancias clásicas, mantiene su calidad a lo largo del libro, no desmayando su interés en ningún momento. Al final, es la solidaridad la que triunfa, la que enriquece a cada uno de nosotros, pues el hombre se regocija en el hombre, como canta el poema vikingo.

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Se adelantó una figura, próxima al catafalco, al que dirigió su voz con una entonación y ritmo que le delataba como juglar, y debió de serlo del difunto, por sus lamentos: «¡Vedlo!, triunfante de la horrible muerte que le dieran sus cobardes servidores, quienes más obligados estaban a amarle, del que recibieron espléndidos regalos. No dirigieron sus espadas contra los piratas que invadieron la patria, sino que apuñalaron a su joven rey, el ungido de Dios, sagrado sobre todos los que le debíamos obediencia. ¡Ved aquí los despojos de un gran rey, que mantuvo la paz durante su gobierno, poblado de sabios y prudentes actos! ¡Y viven sus asesinos mientras él yace frío en esta caja, convertido en polvo! ¡Pero Dios le ha reservado su gloria, y sus milagros proclaman su santidad! Que recobran ciegos la vista y sanan sus llagas los leprosos, y quedan salvos los posesos. ¡Gloria al rey Edwig! ¿Qué será de mí, perdido el más amoroso de los amos, el que me confortaba e iluminaba? Días de tristeza y tinieblas vivo desde que sucumbió ante la traición de los que más amaba».

Cuando me acerqué a la hoguera donde aparecían concentrados los nobles, pude escucharles también. Discutían, volaban los reproches, cada quien acusaba de ligereza e irresponsabilidad al otro, de modo que pensé que acabarían luchando. Pero, según vi, quedaba todo por ahora en esgrima de palabras. Aquellos que cargaban al hombro las andas acabaron elevando más la voz que sus oponentes, como asistidos de más poderosas razones, o menos prudencia, más jóvenes e impulsivos. Proclamaban con orgullo que si todavía viviera le matarían otra vez. Porque con ello servían a la legitimidad y libraban al país de su destrucción.

Llegara al trono el rey Edwig al fallecer su hermano, que contaba veinte años, apuñalado por los servidores de los nobles, cabezas del Consejo. Y aunque no constaba tuviera parte en la conjura y crimen, heredó la corona; mantuvo a su lado a los asesinos de su hermano y rey, que continuaron gobernando el reino para su provecho y engrandecían sus propiedades, distinguidos por la generosidad ilimitada, que más era despilfarro, de aquel joven coronado de 16 años, niño aterrorizado por las pesadillas que le asaltaban en sueños, quien veía dirigidos contra él los puñales que mataron a su hermano. Y no encontraba más camino para aplacar a los asesinos y desviar sus dagas sino colmándolos de favores, títulos y posesiones, que ellos devoraban con insaciable avaricia.

Acercóse también al rey el arzobispo Willfrido, que perseguía reconstruir todos los templos, iglesias y catedrales, abadías y monasterios destruidos por los piratas. Y rebuscando documentos antiguos que justificaran las concesiones hechas por otros reyes, sus antepasados, conseguía que renovara lo otorgado. Que el soberano no escatimaba cuanto el arzobispo solicitaba, pues que sintiéndose protector de la Iglesia y ayudando a la santa causa de la extensión de la fe en el reino, nunca le faltaría la protección de Nuestro Señor Jesucristo, y así preveníase del daño que pudiera venirle de sus nobles consejeros, contra los que se le acrecentaba el temor día a día. También redoblaba las dádivas a éstos para aplacarlos, y derramaba a manos llenas regalos y mercedes a la Iglesia para ganarse la protección de Dios.

Tan extensas llegaron a ser las cesiones que cuando un abad reclamaba la ayuda del ejército real contra los piratas que asolaban el territorio, habían de pagarle peaje por transitar los caminos del reino, y tributo por las provisiones e impedimenta, y aun por ocupar su suelo con campamentos, que no quedaba colina ni valle en todo el reino que conservara el rey en propiedad. Y sin duda, perdida la confianza en sus parientes, llamó a la corte a extranjeros que le acompañaron en su soledad y le disiparon el miedo y el terror, pues en todos veía asesinos.

Tan depravados eran los que vinieron que el reino llegó a transformarse en palenque de privados intereses. Como quiera que algunos se opusieron a las leyes monásticas que Edwig había propiciado, muchos monasterios fueron destruidos y los monjes dispersos, y no hubo respeto para las doncellas ni viudas, con lo que se produjeron injusticias y crímenes sin cuento. Mientras, en palacio, asistía el rey a una constante orgía, practicaba quiromancias y embrujos; llegó a la mayor depravación que pudiera alcanzar un monarca, angustiado por la idea de ser asesinado. Y el reino se agitaba en guerra civil; sólo los pobres se escondieron en agujeros para salvar la vida, ya que otra cosa no poseían. Mientras, dos bandos, uno capitaneado por los extranjeros y consejeros del rey, el otro por el arzobispo que proclamaba su empeño de rescatarlo, disputábanse el derecho a suprimir a sus enemigos y gobernar a su antojo.

¿Acaso quedaba otro recurso a los buenos patriotas que eliminar al soberano, pues era él la fuente de toda la tragedia, la ruina del país? Lo mataron, insistían en proclamarlo con orgullo, ya que no había otro medio de acabar con la maléfica influencia de los extranjeros y nobles del Consejo, ni con la hegemonía del arzobispo, quien protegía especialmente al soberano, pues por ningún otro conducto esperaba conseguir mayores recompensas. No existía en ellos arrepentimiento. Y si cargaban con el féretro y accedieron al enterramiento sagrado ante la insistencia de toda la nobleza, fuera por la excomunión que sobre ellos pesaba, y el deseo de que acabase tan larga época de tinieblas, de pestes y epidemias que a todos azotaban y arruinaban, pues que habían ofendido a Dios. Por doblegarse -reclamaban a quienes les discutían-, debían ellos mostrar el orgullo de quien hace un gran servicio a su prójimo, y esperaban recompensa por tan gloriosa hazaña, como fuera dar muerte a tan joven pero depravado rey, que bien muerto se estaba y sólo podía serles causa de gran regocijo.

Llegué a encontrarme dudoso de entender las razones de unos y otros, y acabé alejándome, camino del grupo de monjes reunidos también en torno al fuego, con quienes recé vísperas, tomé una colación que buena falta me hacía pues sentía desmayo, y concluimos con las completas y los salmos misereres en memoria del difunto, de quien encomiaron su entrega en servicio de la mayor gloria de Dios, antes de ser influido por los extranjeros degenerados que lo apartaron temporalmente de sus deberes como ungido del Señor. Que tan mala compañía le había impulsado ocasionalmente a putero, borracho y Dios sabe qué otras aberraciones propias de un rey mundano. Pero reducido a mártir por sus asesinos, sus grandes virtudes habían predominado hasta convertirlo en un santo, y si no tenía vengadores en la tierra, ya Nuestro Padre Celestial lo había restituido en su gloria y extendido su fama entre los menesterosos del mundo, que acudieron al hoyo donde permaneció enterrado para beneficiarse de sus milagros; todo lo cual demostraba que la inteligencia de los hombres y sus conjuras, polvo son comparadas con los propósitos de Dios, que sus culpas más achacadas fueron a la perversidad de los extranjeros paganos que a su natural inclinación cristiana, rebosante de santidad y perfección.

Parecían resonar todavía en mis oídos los lamentos de aquellos santos monjes, doloridos por la tragedia del joven rey, cuando ya el arzobispo entonaba su oración fúnebre en la catedral, adonde llegamos cuatro días después. Colocaron el cuerpo en un sarcófago de blanco mármol; en la cubierta aparecía esculpida la imagen del difunto, con aureola en torno a la cabeza y unos ángeles en derredor, arrodillados y las manos juntas en oración. Se estaban junto al sepulcro los nobles que le quitaron la vida, que no aparecían humillados, sino que la mirada manteníanla firme, provocativa, la sonrisa dibujada en rictus mientras resonaban las alabanzas del orador, ensalzando los milagros del mártir, santificado por la malicia de sus asesinos.

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