Fuime animando al escucharle, lo que me impulsó a preguntarle en confianza si creía él la antigua historia de la rebelión. Rascóse la cabeza, carraspeó dubitativo, y salió diciendo que no alcanzaba él tan atrás, puesto que en el oficio sólo permaneciera veinte millones de años. Insistí en el tema y viéndole impreciso le atosigué preguntando de nuevo si el mal no sería otra cosa que una energía de que se valía la Creación para corregir e impulsar todo hacia su perfección, y si en vez de enemigo no sería aliado. Aquí sonrió, contemplando algo socarrón cómo me santiguaba temeroso del disparate expresado en viva voz, pues dudas eran que me asaltaban con frecuencia, a las que por vez primera había dado forma. Nunca le viera tan circunspecto ni temeroso; me aseguró que no tenía capacidad para analizar y juzgar, sino obedecer a lo que le fuera mandado sin averiguar razones, que lo eran de alto estado. Y como no estaba seguro de que Meliar iba a responderle aunque preguntase, renunciaba. Que entre ellos era la disciplina más rigurosa de lo que pudiera imaginar.
Sumido en reflexiones y preocupado por la suerte de mis hermanos, me preguntaba cuáles pudieran ser entonces las tribulaciones de nuestro santo prior, quien para cualquier cosa andaría ahora propicio, menos para procurarme el báculo. Caminábamos en silencio envueltos en la cerrada bruma.
La otra oportunidad residía en mi hermanastro, y así inquirí a Benito cuál era su sede, poniendo disimulo en el acento y la ansiedad para restarle significación. Reforzó la enigmática sonrisa que ahora solía exhibir desde nuestro encuentro en el monasterio, lo que me causaba incomodidad y disgusto, aunque no lo manifestara. Dijo ser Hipswell. Y como nada podía ocultarle, pues que me leía el pensamiento, le insistí confirmase que alcanzaría el obispado y si sería mi hermanastro quien me lo confiriera.
Después de una pausa, en que pareció meditar la respuesta, me aseguró, con amplia sonrisa inescrutable, que poseía noticias como para sorprenderme, pero tenía prohibido revelarme el futuro. Bastante hubo con Meliar, que le calificó de irresponsable y liviano, quebrantador de normas, y boquerón, aunque mi destino, como el de todos, se estaba a resultas de las impedimentas que interpusiera el maligno, y a que yo mismo no malograse con obras los planes del cielo. No pensaba, pues, arriesgarse ahora a una segunda, que ya no quedaría en regañina, pues pesaba sobre su cabeza amenaza de defenestración y descenso al tercer círculo. Concluyó pidiéndome, y le noté el acento suplicante, que no insistiera, pues que como cristiano no debía desear males a mi prójimo. ¿Y qué era él sino lo absoluto de mis parciales inclinaciones? Un ser igual que yo, visto con aumento. ¿Cabía mayor identidad? Aun cuando no lo creyera, me aseguró, mi salvación pasaba a través de él y mucho me importaba conservarle salvo.
Difícil era adivinarle el pensamiento, pues las mañas del diablo son infinitas, alegando siempre servirte para mejor confiarte y procurar tu perdición. Aunque estaba claro, tras profunda meditación, que pretendía estorbar el nombramiento, pues estaba obligado, pero como amigo se alegraría si llegaba a conseguirlo. Y que, sobre todo, la posibilidad existía.
Así que avivé el paso en dirección a Hipswell en busca del hermanastro que poseía autoridad para nombrar obispos.
Fundaba mi esperanza en que, si no por méritos consanguíneos, a los que el arzobispo jamás concediera virtud -sino que más bien renegara del parentesco-, quizás la sagrada reliquia de la Santa Cruz obrara el milagro, pues resultaba fuerte presea hasta para una catedral, que si todas andaban repletas de reliquias de santos, a los que nadie dejaba reposar disputándose el privilegio de acomodarlos en sus propios sarcófagos, y aun a trozos cuando eran muchos en porfiar, nadie podía ofrecerle una tan prodigiosa y sacratísima como la que llevaba sobre mi pecho colgada en bolsa de badana, que hasta entonces me salvara de todos los peligros -convencido estaba por fe-, que fueron incontables. Pues el mismo demonio se mostraba conciliador y amigo, aunque jamás hablamos de ello, como si me protegiera una fuerza que le contenía.
Incitábame todo a ser más cauteloso, y no sólo de los asaltos de piratas apostados tras la niebla, ya que me advirtió que había de estorbar el nombramiento, que lo tenía por obligación. Con lo que apresuré el paso como deseoso de separarme de su compañía. No cejó él, siempre a mi lado.
Con el tiempo notaba que la bruma tornábase más impenetrable y opresiva. Se desarrollaba en vórtices espesos de vapores con olor de humo y pestilencias infinitas, y traía rumores de almas en pena, gritos que helaban mi sangre, mugidos y aullidos de agonía, carreras, sonido de espadas y galopes de caballos, resplandor de incendios, azufre, hedores insufribles, sombras que surgían y se esfumaban después en formas vagas de niños, ancianos, mujeres y hombres aterrorizados, perseguidos de muerte por demoníacos piratas, cabalgando a veces, otras a pie, embrazado el escudo, en alto la espada o el hacha, concierto infernal donde los gritos infantiles y de las mujeres se confundían con salvajes risotadas, timbres de desesperación.
Pareció desfilar aquella sucesión apocalíptica; tal pavor me infundió que permanecía derribado en tierra. Después hubo calma, disuelto el estruendo en la lejanía. No me había repuesto aún, después de notar que mi acompañante había desaparecido, cuando frente a mis ojos, sobre un ribazo donde me refugiara, avanzó una procesión de teas que apenas eran un pequeño círculo de resplandor entre la niebla que sólo con dificultad permitía distinguir a los hombres que las portaban; a lo que siguieron cánticos y salmodias que me recordaron la Santa Compañía, y así fuime incorporando para seguirles con tal de no continuar perdido y solo, mientras cavilaba la forma de exorcizar aquellas almas en pena.
Pero antes de moverme vi desfilar multitud de frailes rodeados de escuderos con hachones, presidido el grupo por la Santa Cruz, a lo que siguió un féretro tallado sobre las andas cubiertas por un tapiz, que una docena de porteadores llevaban sobre sus hombros. Y contemplé, al resplandor de innumerables antorchas que acabaron iluminando la niebla, que los que cargaban las andas eran caballeros vestidos con armadura, seguidos por sus escuderos que conducían de la rienda los caballos engualdrapados con arreos y armas de guerra. Tras ellos otro numeroso grupo de caballeros montados, todos con armas, seguidos de sus escuderos y tropa. Y sobre aquella fantasmagoría predominaban los cánticos de los monjes, letanías y rezos; un clamor piadoso y expiatorio se levantaba de la larga y nutrida comitiva, que fue desfilando en procesión.
Súbitamente acudiéronme al recuerdo las profecías del alcabalero, y colegí que se trataría del traslado de los restos del rey Edwig, que finalmente se pondrían de acuerdo sus asesinos para reparar la ofensa hecha a Dios. Me incorporé y los seguí.
Caminé por horas tras la comitiva, incesante en sus rezos y cantos, con el resplandor de los hachones que pintaban la niebla de oro y rosa, el difuminar de las formas, el constante y rítmico son de las salmodias, el crujir de las armaduras de los caballeros, y el resonar de los cascos de los caballos que redoblaban sobre el tambor del suelo. Me transportaban en alas de una alucinación hasta perder la noción del tiempo.
Cuando el resplandor de las luminarias fue decreciendo, al no penetrar las tinieblas más apretadas cada vez, indicio de que cerraba la noche, detúvose el cortejo. Apresuráronse los siervos, criados y servidores, a montar las tiendas, otros encendieron hogueras, y al final dividíase la comitiva en tres grupos; el uno de los religiosos, el otro de los nobles, cada cual con sus tropas a mano y rodeado de sus parientes, y el tercero en torno a las andas y el féretro, colocado en catafalco. Acerqué mi curiosidad hasta este último, que no había contemplado todavía de cerca y con cuidado. Allí oraba el arzobispo Willfrido, privado del difunto rey, muy recogido y devoto pasando cuentas del rosario, y le acompañaban varios próceres que fueron cabeza del consejo real, de los que se decía gobernaron, que rezaban con no menos fervor que el príncipe purpurado, rodeados de servidores y criados, soldados, secretarios y parientes. Todos ellos armados, que hasta los monjes asomaban el puño de la espada entre los pliegues del hábito.
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