Salvador Aguilar - Regocijo en el hombre

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Premio Eugenio Nadal 1983
Regocijo en el hombre es una documentada visión del mundo anglosajón y vikingo que nos ofrece tres relatos narrados en primera persona, cuyo resumen configura la historia en todos sus detalles. Un obispo, un rey y un príncipe. Tres protagonistas de un argumento común pero a la vez con una perspectiva propia. A lo largo del relato van surgiendo los conocimientos, las concepciones políticas, morales y religiosas de la mano de un escritor pródigo en recursos. El uso del lenguaje, los modos arcaicos de resonancias clásicas, mantiene su calidad a lo largo del libro, no desmayando su interés en ningún momento. Al final, es la solidaridad la que triunfa, la que enriquece a cada uno de nosotros, pues el hombre se regocija en el hombre, como canta el poema vikingo.

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Justamente indignado el rey Edwig desterró al conde y a cuantos caballeros le imitaron. Pero, aun siendo tan excelsa su virtud de gobernante iluminado por la gracia, no pudo impedir que la horda mantuviera el territorio por años sometido a la rapiña, el robo, incendio y saqueo, hasta que apenas sobrevivió un alma, convertido en ruinas, desolación y muerte. Tanto como lo era ahora.

Cuando sólo cenizas quedaron sobre la tierra quemada, marcháronse los piratas. De nuevo el país estaba sujeto al rey, que lo pobló con gentes de otras regiones, que se trajeron su ganado.

«Y fue entonces cuando apareció el arzobispo Willfrido, quien gozaba de la confianza real, y por ende protegía a nuestra santa y gloriosa orden regular. Entre las ruinas de la iglesia encontró el arzobispo los documentos de la fundación primera, en que constaban las concesiones que en su día le hiciera el rey, y hasta el mismo mandato del Papa apareció entonces. Presentó tales cédulas milagrosas al joven rey, el cual en presencia de todos los dignatarios de la Iglesia y asistido por los nobles de su consejo, evidenció su espíritu desprendido y volcado en favorecer lo divino, llegando a doblar con sin igual generosidad las mandas de su padre, y hasta las del Santo Padre, añadiendo otros muchos territorios a la abadía, con sus ríos, aguas, vertientes y pantanos, villas y mercados, molinos y herrerías, con derecho de peaje sobre el camino real que atravesaba los límites de la abadía, que les entregó liberados de toda obligación para con el rey, con el obispo y de todo servicio regular. En este territorio, pues, sólo era reconocida la autoridad del Abad y sus oficiales. Y este legado lo declaró con todos sus derechos libres jurándolo por Cristo y por San Pedro, y el arzobispo lo recibió expresando su voluntad de que permaneciera cuanto había entregado y jurado el rey, y anunció la maldición de Dios y de todos los santos, de los dignatarios de la Iglesia más la suya propia, a cualquiera que violare lo dispuesto, que sería castigado con la excomunión a menos que el pecador se arrepintiese.

»No cejaron los sacerdotes seculares, anteriores propietarios de la iglesia, y así se personaron ante el rey para reclamarle su pertenencia, pero fueron rechazados. Era resolución del monarca, joven pero sabio, secundar la voluntad de Roma para mayor gloria de Dios, expresada por el arzobispo Willfrido, que deseaba sustituir a los seculares de costumbres relajadas por monjes pertenecientes a la muy Santa Orden de los Renovadores. Y aunque acudieron a Roma, con lo que importunaron a nuestro Santo Padre, nada consiguieron, pues que no llevaban cartas del rey ni de los dignatarios de la Iglesia que apoyaran sus reclamaciones, de modo que regresaron fracasados. Antes bien, el Papa alabó los regalos y privilegios concedidos por nuestro amado soberano a la orden, y confirmó cuanto había sido dispuesto.

«Contando con la ayuda incondicional de Su Majestad, cuya mano no se cansaba de entregar dádivas, levantó el arzobispo la iglesia y construyó una abadía, con sus dependencias para monjes, almacenes, herrerías y cuanto resultaba necesario, encerrado el conjunto dentro de una fuerte muralla. Toda la obra de piedra, y para mejor resultado mandó traer de Gaul canteros y vidrieros que lograron tan espléndidas construcciones como nunca se contemplaran en el país. Y de estos artesanos aprendieron los nuestros, quienes siguieron después levantando templos con ese hermoso estilo normando que trajeron de allende el mar.

»Muy pronto la abadía se convirtió en centro espiritual de todo el país, del que salieron monjes para poblar otras que iban fundándose hasta contar mil, tan grande era el fervor de nuestro arzobispo e inagotables las mercedes del rey.

»La santa paz de nuestra abadía era el resplandor de la fe iluminando todas las fundaciones de nuestra Santa Orden Renovadora, título concedido por el Papa, encargándole eliminar la relajación del clero secular y levantar la fe en todo el territorio. Nuestro arzobispo rogó al Sumo Pontífice que le enviase el archicantor de San Pedro de Roma para que nuestros cantores aprendieran el arte puro de alabar a Dios, y acudieron de todos los lugares de la orden para que en todas fuera uno el canto, unas las voces, uno el estilo, un solo clamor el que subiera hasta el trono empíreo a pedirle por los menesterosos, en eterna alabanza a Dios Nuestro Señor.

»Mas el enemigo persistió en cultivar el vicio, con ayuda de la envidia y la soberbia, en el corazón de los nobles y cortesanos, amparados en la santidad, paciencia y tolerancia de la corona, con lo que se alzaron contra lo dispuesto por Nuestro Señor Dios de los Cielos y de la Tierra, que elige a algunas de sus criaturas para ungirlas con los santos óleos de la realeza, y llegaron a matar al rey. Tan satánica era su furia que, al no resultarles suficiente ser ellos sus propias víctimas, convirtiéronse en deicidas, que eso supone matar a un rey ungido por Cristo. Y le enterraron vergonzosamente, sin honores, a escondidas, como si se tratase de un ajusticiado, en un hoyo clavado en la tierra, sin señalarlo si quiera con una tosca cruz. Acontecieron los hechos en una cobarde traición perpetrada durante un banquete, en que la víctima creía encontrarse rodeada de sus mejores amigos y siervos. Aquella noche surcó los cielos un cometa dejando a su paso una larga cabellera rubia como un sendero de fuego. El cielo se tornó rojo, bañado en llamas, con estrías de luz por donde brotaba sangre, como las heridas por donde huyó la vida del cuerpo apuñalado del jovencísimo rey, y cada noche se repetía el milagro.

»A poco dejó de brillar el sol y la tierra se cubrió con esta densa niebla que desde entonces nos envuelve, y así vivimos, los que vivimos, en penumbras de desesperanza, porque es la maldición de Nuestro Señor Jesucristo que a todos abarca.

«Para completar su venganza envió Dios una grande horda de piratas, que jamás otra tan crecida invadiera nuestro país, pues fueron 113 los navíos que vomitaron desalmados asesinos. Ellos han destruido el reino, incendiado y asolado en su totalidad; arrasaron nuestra abadía, como has podido ver por tus propios ojos. Soy el único monje con vida y sigo fielmente las instrucciones de nuestro santo abad, quien me señaló por alcabalero en este camino real, y aquí permaneceré mientras se me ordene otra cosa.»

La historia, que refiero abreviada para no cansar con la prolijidad, circunloquios y vacilaciones con que la escuché, me costó más de tres semanas conocerla. Pues siendo el alcabalero lento de palabra, parsimonioso de ideas, confundía los tiempos y entremezclaba personas y hechos. Y todo sucedió respetando las horas canónicas; jamás conociera otro que, viviendo solo, fuera más escrupuloso. Me arrastraba a cumplir con el mismo rigor, y así estábamos en pie para maitines y seguíamos con laudes, primas, tercia y sexta, cuando comía y me hacía comer, y seguíamos con sexta, nona, vísperas y completas.

Tan sobrio era en el alimento, según correspondía a la disciplina y a los tiempos, que cultivaba un pequeño huerto de coles y patatas, nabos y zanahorias, más otras berzas ásperas de sabor; también rabanillos que decía ser ayudativos de la digestión y agudizaban los sentidos, y una mancha de perejil para recogerle la semilla, que resultaba útil contra las ventosidades estomacales y los torcijones de vientre, amén de aplacar, en infusión, el dolor de costado, de los riñones y la vejiga, que ya la edad le producía esos achaques y alifafes. Tenaz era el anciano, que poseía los rasgos y filosofías de los muchos años; aseguraba que no intentaba vivir más sino con mayor salud, pues ello redundaba en mejor servicio de Dios. Y así, junto a las coles y nabos, cultivaba primorosos rosales, al tiempo que razonaba: cuando desaparece la ética debe procurarse al menos la estética. Que nada placía más al Señor que regocijarse con las buenas obras de los hombres, con la belleza y el aroma de las rosas. Y cuando faltaba lo primero, razón de más para esforzarse en lo segundo.

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