Salvador Aguilar - Regocijo en el hombre

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Premio Eugenio Nadal 1983
Regocijo en el hombre es una documentada visión del mundo anglosajón y vikingo que nos ofrece tres relatos narrados en primera persona, cuyo resumen configura la historia en todos sus detalles. Un obispo, un rey y un príncipe. Tres protagonistas de un argumento común pero a la vez con una perspectiva propia. A lo largo del relato van surgiendo los conocimientos, las concepciones políticas, morales y religiosas de la mano de un escritor pródigo en recursos. El uso del lenguaje, los modos arcaicos de resonancias clásicas, mantiene su calidad a lo largo del libro, no desmayando su interés en ningún momento. Al final, es la solidaridad la que triunfa, la que enriquece a cada uno de nosotros, pues el hombre se regocija en el hombre, como canta el poema vikingo.

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En tal dirección me encaminé y cuando me espoleaba la ilusión de descubrir las construcciones encontré sólo ruinas; ni un solo muro se mantenía erguido, pues tan arrasada estaba la mansión de piedra como las cabañas de madera, calcinado todo por el fuego. No encontré rescoldos ni cenizas calientes. Tampoco humo. Ni pájaro ni lagartija siquiera. Sólo la fría desolación, sobrecogedora, pues que ni cadáveres vi por no encontrar rastro de la vida que allí bullera en otro tiempo.

Permanecí sentado sobre una piedra acompañado por la desesperanza. En cuanto llevaba visto desde el desembarco, en ningún otro momento me sintiera más desfallecido y derrotado. Pues que la ilusión de regresar al lugar de mi infancia me alentara y mantuviera entre aquella pesadilla. Parecíame ahora llegado el final, y no me importaba morir si Dios tuviera fijado para entonces mi postrer instante.

Tan grande infortunio me abatía. Sobrecogido por el dolor y la desesperación, desarraigado brutalmente de cuanto me había sido caro en el recuerdo y el sentimiento, permanecí durante horas ausente, sumido en tenebrosos presentimientos. Hasta que vine en recordar numerosos lances de mis tiempos jóvenes, que me aliviaron. Concluí recordando al conde Montfullbriey, cuya suerte no me preocupaba mucho, pues que jamás me tuvo en consideración de hermano, sino como lacayo de la más baja condición, hijo de la gran posadera que me llamaba con insulto y desprecio.

Sin que sirvieran estas tristes memorias para encubrir la suave desilusión que me embargaba, por la secreta esperanza de que fuera él quien me facilitase el nombramiento de obispo. Que si no me constituía obsesiva preocupación, alguna que otra vez se me enroscaba en la mente con un interrogante de curiosidad. Aunque, si había de llegar, la Providencia se ocuparía del caso. Pero que fuera antes de apartarme en el monte, pues que una vez allí me encontraría perdido para el mundo. ¿Y debía yo procurarlo también? No acertaba a adivinar lo que fuera más conveniente. Aunque pensaba que quien no vive en la corte pierde los cargos.

Me retiraba por el camino real inquieto por la incertidumbre de lo que me convenía, tan absorto en mis pensamientos que me sobresaltó el inesperado encuentro con un hombre, y pensé era llegada mi hora final. Cerrado me tenía el paso y, espantado, buscaba en derredor por dónde escapar, encajonado como fiera sorprendido en el cubil. Por ello me diera tiempo a descubrir una figura luenga y magra, hirsuta, vestida de ropa talar que se ajustaba bien a lo que podía considerarse una vieja y maltratada cogulla. No imaginaba a un pirata disfrazado de fraile enteco, pues eran gigantes fornidos. Mas nadie me causara mayor espanto.

«¿Portáis contrabando?», fue el saludo, la voz severa y profunda, como bajo de coro, aunque era talludo de figura.

Al reponerme de la sorpresa le pregunté si era fraile. Lo era, y alcabalero, para cobrar arbitrio y peaje a cuantos transitaren por el camino real, privilegio concedido a la abadía por el rey, cuando éste le reconociera las antiguas mandas. ¿De qué abadía me hablaba cuando aquellos terrenos eran del conde?, inquirí, pues me sonaba extraño. Reconoció con ello que yo ignoraba la historia, pues le hablaba de años que ya fueron idos hacía mucho, e invitándome a entrar con él en la cabaña que junto al camino le albergaba, quiso referirme el suceso. Pero antes sintió curiosidad por averiguarme, y al enterarse que venía peregrino de los Santos Lugares, sintióse tan feliz y exaltado que no tenían fin sus plácemes y parabienes, además de procurarme el más cómodo y preferente lugar junto al hogar encendido, que me alivió la tiritona del hambre, pues me reclamaba el estómago su pitanza, harto olvidada durante los últimos días, más por carencia de alimentos que por distracción. Objetó el fraile alcabalero que todavía no era llegada la hora del refrigerio, aunque al encontrarme desfallecido atendería a la necesidad antes que a las horas. Quédele reconocido y pronto satisfecha el hambre, con ser mucha y vieja.

Acabado de comer me mostró su curiosidad por los pormenores de Tierra Santa, y eran de admirar sus exclamaciones y alegrías como si mis palabras confirmaran sus referencias. Que tal parecía un niño que estrenaba jubón. Me maravillaba su facilidad de exaltarse, transitando por el camino de sus propias ideas, como suele ocurrir a los solitarios y a los soñadores.

Cuando llegó el momento en que le referí el bocado que diera al sagrado leño durante la visita al excelso templo, la iglesia de Constantino, puso empeño en que le mostrara la astilla que conservaba en una bolsa de cuero colgada al cuello, y una vez expuesta la adoramos.

Según hilvanaba cuanto me iba refiriendo viene en conocer que el lugar fuera un antiguo asentamiento romano, sobre cuyas ruinas levantaron una iglesia los monjes que llegaron con San Crispolino, mandados por el Santo Padre de Roma para renovar nuestra Iglesia, sobradamente arruinada por herejías y pelagianos. Y cuando florecía la fundación, según se extendía la santa palabra divina entre los pobladores, acudió una salvaje horda que asoló el territorio, siendo saqueada e incendiada la iglesia, quedando reducida a cenizas.

Envió el rey a su ejército para combatirlos, al mando de un conde Montfullbriey, a la sazón famoso guerrero joven y bravo, quien pronto expulsó a los piratas, y recibió el territorio en premio a su valor. El joven conde puso en la reconstrucción de sus dominios las mismas energías y voluntad que empeñara contra los invasores. Construyó nueva iglesia de piedra que destacaba sobre las cabañas de la región. Y también de piedra fue levantada su mansión, encerrado el conjunto con elevados muros que resultaban una maravilla por el arte y la fortaleza, que parecía inexpugnable.

Mas, defecto había de tener alguno, y así fue que el gobierno de la nueva iglesia lo entregó a sacerdotes del clero secular, alegando que ningún superviviente quedaba de los frailes fundadores venidos de Roma, y así nadie ostentaba derechos que se opusieran a su voluntad.

Por el hilo de los tiempos a que se refería colegí que eran los de mi abuelo paterno, a quien le sucediera mi padre, años aquellos de próspera vida que en su última parte ya me era conocida.

Para la época en que mi hermanastro heredase título y propiedad falleciera nuestro rey y ascendiera al trono Edwig, su hijo de dieciséis años. Ninguno de ellos heredara, empero, la energía y espíritu guerrero de sus respectivos antepasados, y tal debilidad fue aprovechada por los piratas, que siempre estuvieran vigilantes de la ocasión, sin renunciar jamás a conquistar y asentarse en nuestro territorio.

Una gran coalición de danés y norses, que aun siendo rivales entre sí se aliaban contra nosotros, se volcó en cruel ofensiva sobre nuestras costas y asolaron el país. El rey que, aunque flojo guerrero, poseía, en cambio, grandes virtudes como gobernante, pues ningún otro procuró jamás tanto el bienestar de su pueblo -regaló territorios y prebendas a los nobles y propició el resurgimiento de la Iglesia-, ordenó al conde asumir el mando de los ejércitos reales añadiéndoles los propios, y le invitó a reverdecer las gestas gloriosas de su valiente abuelo.

Aciago día aquél, cuando los ejércitos se encontraron en el lugar fijado para el combate al primer rayo de sol de una gloriosa mañana, cuya esplendorosa amanecida deseaba iluminar el triunfo de la cruz redentora de Cristo sobre los paganos, poseídos del espíritu destructor de Satán.

Fueron aproximándose las vanguardias parapetadas tras las murallas de escudos -los piratas, con sus horrísonos gritos proclamaban el odio que les animaba-, cuando los líderes cristianos se vieron acometidos por la necesidad de ausentarse en seguimiento del conde, que había dado media vuelta, afrenta e ignominia, baldón cobarde contra su casa tan noblemente ensalzada hasta entonces por virtud de sus valientes antepasados. Abandonadas por sus jefes, las tropas siguieron la traicionera y vergonzosa huida.

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