Salvador Aguilar - Regocijo en el hombre

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Regocijo en el hombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Eugenio Nadal 1983
Regocijo en el hombre es una documentada visión del mundo anglosajón y vikingo que nos ofrece tres relatos narrados en primera persona, cuyo resumen configura la historia en todos sus detalles. Un obispo, un rey y un príncipe. Tres protagonistas de un argumento común pero a la vez con una perspectiva propia. A lo largo del relato van surgiendo los conocimientos, las concepciones políticas, morales y religiosas de la mano de un escritor pródigo en recursos. El uso del lenguaje, los modos arcaicos de resonancias clásicas, mantiene su calidad a lo largo del libro, no desmayando su interés en ningún momento. Al final, es la solidaridad la que triunfa, la que enriquece a cada uno de nosotros, pues el hombre se regocija en el hombre, como canta el poema vikingo.

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Rondábanme, pues, las teologías. ¿Triunfaría la muerte? ¿No me parecía que era la muerte generadora de vida? Siendo hijo de un proceso que consumiera millones de años en culminar, ¿cómo imaginaba la implacable condenación eterna cuando no se completara la transformación y me gobernaran, por instinto, los atavismos? No podía olvidar la dualidad humana, de un alma de divina procedencia implantada en una cobertura animal en curso de adaptación. ¿Qué esperaba de mí Nuestro Señor? Nada nace sin objetivo; cada hombre es una pieza del Todo.

Sumido en las burbujas de una naturaleza rediviva, enervado de brisas y aromas, con el rumor de los arroyuelos y la polifonía del silencio natural, poblado de mullidos registros sonoros como palpito de la vida, sufría la leve angustia de mi confusión. No me atrevía a delimitar la voluntad segura del deseo incierto, y se me acre da la esperanza en Dios, que me daría al fin lo que más conviniera a la salvación del alma. Que no había diferencia. Obrar con rectitud, amar al prójimo, y si caía en pecado levantarme de nuevo y caminar. Estar convencido que el mal y la muerte son esclavos al servicio de la vida. Y que el impulso de la naturaleza es la vida. Pues que siendo en el principio la Nada, si le fue inyectada vida sería para que se desarrollase, no para volver a la nada. Y estando la vida encerrada en un círculo, nunca se llega al fin, sino al principio, por la eternidad. De otro modo, ¿para qué despertar la Nada?

Debía desechar aquellas mis teologías ya que nunca me atrevía a exponerlas, pues estaba seguro sufriría persecución y castigo de hereje al salirme de lo señalado. Y quizás esta facultad hiciérame desear la vida recogida y solitaria.

Sin embargo, cabalgaba hacia Hipswell con la secreta esperanza, cobijada en mi corazón, de alcanzar allí el nombramiento, con lo que trataba de convencerme de que sólo ofrecía al destino la ocasión de probarme, si estaba escrito me alcanzara tal honor, siempre para mejor servicio de Nuestro Señor Jesucristo.

Me asaltaba en medio la duda de mi vanidad, cuando estaba seguro de que no existía vida más feliz que escondido en la montaña, donde cabalgaría libre la magia del pensamiento, sin reglas que me ciñeran, compañeros que me señalasen horarios e ideas. ¿Era sabio, pues, andarse con vigilias en procura de obispado que me atase al mundo, para obligarme a vivir en corte, convivir con intrigas y rivalidades, enfrentarme a nobles y religiosos, si quería conservar la independencia, o por el contrario doblegarme a los embates del furioso oleaje que se agita en torno a cada hombre? Y el curso de estas ideas aumentábame la confusión. Pues mientras el alma me empujaba hacia las breñas, el cuerpo se regodeaba imaginando delicias, y se desbocaba en soñar que hasta la púrpura puede ser alcanzada poniéndose en camino. Tendría que mantenerme asiduo y complaciente con religiosos, nobles y hasta reyes. A los que tan reciente contemplara, tan ensimismados mientras expresaban su interés por el bien común que no les quedaba tiempo ni deseo de darme cabida. Sin embargo, analizaba con sorpresa que no les despreciaba. Antes bien me atraían un tanto.

Con precaución, prefería caminar por montañas y collados, que me permitían dominar el paisaje, columbrar cualquier peligro a tiempo, que era el territorio frecuentado por hordas de piratas, que arrasaban cuanto hallaban a su paso, como tenían por costumbre. Distinguía así, siempre en la lejanía, los poblados con sus chozas de madera y, cuando la tenían, una iglesia de piedra enseñoreándose del contorno, como faro para el caminante. Casi todos aparecían destruidos en parte, si no por completo, incendiados y arrasados, quedando en pie, a lo sumo, algún trozo de los muros de la iglesia, el campanario, por no ofrecer la piedra pasto a la combustión. Las personas que llegaba a distinguir se emboscaban, como yo mismo, que todos nos rehuíamos temerosos, no sabiendo si era pagano pronto a quitarte la vida.

Así que, otear aquella mañana la ciudad, asentada en un amplísimo valle, me causó gran contentamiento; representaba alcanzar la meta y comprobar que aparecía intacta, ya de por sí un milagro cuando todo el país aparecía desolado y ruinoso. Pensé si estaría engañándome la distancia y tras los muros se esconderían los escombros de lo que aparecía como ilusión. Pero conforme avanzaba distinguía gran parte de los tejados, los campanarios de unas cuantas iglesias, y otro edificio más voluminoso, sin duda la catedral.

Crucé el valle, no sin cerciorarme una y otra vez de que nadie aparecía, para no encontrarme con él, mas, en cambio, me extrañaba que ninguna otra alma transitara por el camino que se dividía abarcando el perímetro de las cuatro puertas, orientadas a los puntos cardinales. Al llegar, asomóse un soldado centinela inquiriendo el motivo de mi visita. Díjele ser peregrino de paso, y sin más, aunque trabajosamente, abrieron el portalón. La facilidad en permitirme cruzar se debería a que no pensaron que un solo hombre pudiera causarles daño, aun cuando no fuera lo declarado, pues además no portaba armas. Grande era la desconfianza, según observaba al adentrarme por las calles, que asustadas parecíanme las gentes, temerosas de ser vistas, pues se ocultaban en la oscuridad de puertas y ventanas, sin dejar de contemplarme a hurtadillas, con cautela. Y aunque yo aparentaba desenfado y campechanía, avivando a la mula para que golpease el suelo más alegre, no encontraba correspondencia en mis expresiones; permanecían cautamente recelosos y contristados.

Causábame alegría y esperanza no descubrir rastro alguno de destrucción ni incendios. Pues quizás fuera caso único, aunque anteriormente todo lo contemplara sumido en la niebla, que hasta la catedral donde sepultaron al rey fuera milagroso se conservara intacta, cuando la ciudad había sido convertida en antorcha y sólo cenizas quedaron sobre el solar. Mas aquello pregonaba los ocultos designios de Dios.

Encaminaba la burdégana hacia la catedral, sobresaliente su fábrica sobre todas las construcciones, y no se me ocultaba que el corazón repicaba acelerado. Pues que la meta perseguida se mostraba ante mis ojos. Y a ella me acerqué, después de arrendar la cabalgadura para penetrar en el templo y preguntar por el arzobispo, que tanto tiempo ha no veía, desde los años mozos en que por toda dignidad lucía el desenfado de un tolondrón. ¡Y nuestro padre le hiciera cardenal, que tanto puede la cuna!

Desde que pisé la ciudad, aparte los contados soldados que me dieran paso, era yo quien atisbaba gentes, pues ocultos se mantenían. Y solitaria aparecía la sede, como desierta la plaza y despobladas las calles. Indagué por el crucero, ojeaba los altares y capillas, miraba los rincones, separaba las cortinillas de los confesonarios, sin hallar rastro. Hasta que descubrí una figura arrebujada en el coro. Subí hasta él, que no pareció enterarse, sumido en su profundidad.

Me impresionó su vista. Pues acudieron a mi mente, en galope, los recuerdos. Muchos años iban pasados; cierto que nadie, viéndome de peregrino, adivinar podría que fuera yo mismo aquel mozo jaranero y faraute, escandalizador de tabernas y posadas. Pero no ocurría igual con aquel pensador o caviloso refugiado en el coro, como el que huye o busca algo que pudiera habérsele perdido. Que nada más verle de cerca le reconocí; escasa imaginación era precisa ya que, poco avejentado pese al tiempo, se conservaba tan pulido, encintado y relamido como lo fuera de mozo. Personaje imposible de olvidar. Tanto, que no existiera, sin duda, de no existir mi hermano. Completáronse uno con el otro, viviendo como la encina y el muérdago.

Apenas si correspondió a mi alegría ante el encuentro, tal era su tristeza, me fue contando. De jovenzuelo fuera alzado por mi hermano a categoría de paje y alcanzara después a bufón que a nadie divertía; sólo mi hermano lo evaluaba por encima del de Carlomagno, que en humor era reconocido como emperador, aunque mi hermano lo tachara de aprendiz al lado del suyo, que a creer en sus palabras era un genio. O todavía más: el cénit de la genialidad.

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