Salvador Aguilar - Regocijo en el hombre

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Regocijo en el hombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Eugenio Nadal 1983
Regocijo en el hombre es una documentada visión del mundo anglosajón y vikingo que nos ofrece tres relatos narrados en primera persona, cuyo resumen configura la historia en todos sus detalles. Un obispo, un rey y un príncipe. Tres protagonistas de un argumento común pero a la vez con una perspectiva propia. A lo largo del relato van surgiendo los conocimientos, las concepciones políticas, morales y religiosas de la mano de un escritor pródigo en recursos. El uso del lenguaje, los modos arcaicos de resonancias clásicas, mantiene su calidad a lo largo del libro, no desmayando su interés en ningún momento. Al final, es la solidaridad la que triunfa, la que enriquece a cada uno de nosotros, pues el hombre se regocija en el hombre, como canta el poema vikingo.

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Insultábalo mi padre con su tosco y brutal sarcasmo y no podía acercársele sin peligro de recibir algún golpe, por lo que se apegaba más todavía a su amo, a cuya sombra se libraba de los castigos y maltratos, medraba, y sucesivamente se elevara a escudero, valet de chambre, escribano y secretario, y hasta le llegó a nombrar pomposamente chambelán. Con lo que nadie alcanzaba a ver a mi hermano si no mediaba Talcualillo, nombre que le venía de utilizar el término como definitorio de cuanto le atañía o rodeaba, que su salud andaba tal cual, su economía y contentamiento lo mismo, y la vida, que a todos nos merece reproches, le era a él indefinida como la misma palabreja en que encerraba su existencia, pues que a nada, salvo su amo, al que juzgaba excelso, lo consideraba bien o mal, sino… tal cual.

Despotricaba mi padre por las preferencias de su hijo hacia el personajillo, al que propinaba patadas cada vez que se colocaba a su alcance, que no eran muchas pues se guardaba con éxito. Las mofas no son para referidas; quede aquí la cosa. Sólo añadiré que le envió garridas mozas a su recámara, escogidas con muy buen ojo y hasta las probara primero para asegurarse de que cumplirían, y le regresaron con tal desencanto y fracasado ánimo que alguna llegó a perder la alegría para siempre. Aunque de nada sirviera, pues que no alteraba las virtudes del servidor ante su amo, quien le cuidaba como preciada joya.

Por entre la congoja, suspiros y lágrimas que le resbalaban por el rostro, refirió que, tras lo sucedido, sólo el deseo de morir le mantenía vivo. Encontré natural su expresión, que fuera siempre de razones contrarias, y perifrástico. Ni arreándole adelantaba el final de sus relatos; era precisa una gran paciencia para que llegase el desenlace. Que además aparecía enmarañado entre florida y blanda palabrería, interrumpida con pausas y un latiguillo que usaba de ay no quiera vuestra merced saber», lo que me aumentaba la curiosidad de averiguar si acabaría refiriendo el caso o quedaría interrumpido o silenciado. Que así era de caprichoso.

Con el tiempo su voz atiplada lo elevó a chantre solista, encargado de poner en el coro la voz a los ángeles, y si ganó la admiración y el aprecio de cuantos rodeaban al arzobispo, para adularle, también consiguió del pueblo el remoquete de Gargolito, que la gente es cruel y no perdona.

No obstaba para que fuera requerido de bufón en cuantas fiestas organizaba el arzobispo, encareciendo ante los invitados su sabiduría y genialidad, y tengo para mí que todos disimularían y hasta le alabarían por unas habilidades que sólo su amo le reconocía. Pues que sus invitados nunca estuvieron en condiciones de contradecirle; reían con él, alababan si él lo hacía. Con lo que el personajillo vivía empingorotado en categoría de genio, cuando nunca pasara de Talcualillo, y para los maliciosos de Gargolito.

Entre sus palabras, pues, fui desentrañando la historia.

«Mandó el rey saliera el conde del lugar a campaña con el propósito de combatir las hordas de hombres del mar que asolaban el territorio, y partió llevando la mitad de la guarnición, amén de otro numeroso ejército reunido en distintas guarniciones más o menos distantes, situadas en las fortalezas. Mas tuvo resultados adversos en diversas batallas y demandó angustiosamente al arzobispo le enviase cuantos hombres pudiera reunir. Organizó levas y reclutamientos, que a la postre era todo nominal pues en la realidad obligó a cuantos hombres podían llevar sobre su cuerpo la loriga o cota de mallas, embrazar un escudo y empuñar lanza o manejar ballesta. Y como se renovaban las peticiones y el tono de angustia crecía, le envió hasta a los obispos y acólitos, con sus tropas y estandartes, canónigos, chantres y sochantres, sacristanes y monaguillos, a todos los clérigos de las distintas parroquias, y sólo quedamos en la ciudad el arzobispo y yo. Puesto que también envió la escasa tropa que se había reservado hasta entonces en ella salvo dos centenares de soldados para guarnecer las puertas. Mi señor nunca fuera aficionado a las armas, gustando más de los desfiles, justas y torneos, que le ofrecían espectáculo y diversión, que de llevarlas sobre sí, que es dura carrera la guerra, llena de penalidades y sufrimientos. Aunque algunos se la siguen como si les proporcionase placer, y es que a los humanos no llegaremos jamás a entenderlos realmente. Pues nunca comprendí la necesidad de las guerras. Si vuesa merced tiene razón, ¿por qué se la niegan? Y si no la tiene, ¿por qué reclama?»

Hube de confesarle que yo tampoco lo había entendido nunca, pero que, pues sucedía así desde siempre, los locos debíamos de ser nosotros, que pensábamos distinto.

«En medio de tanta urgencia y tribulación como producen las derrotas, nadie tuvo en cuenta a Thumber, que siempre merodeaba por los territorios en guerra sin participar en ella, pues que prefería operar por libre; siempre le había importado más un buen botín que despanzurrar cristianos y destruir o incendiar poblaciones. Decía que el tiempo que luego se ocupa en reconstruirlas se roba a la creación de riqueza, y así tardaban mucho más en acumular lo suficiente para que de nuevo pudiera asaltarles.

«Astutamente logró introducir buen número de sus hombres en la ciudad disimulados como verduleros, panaderos, pastores que traían su ganado para el aprovisionamiento de la carne, otros con frutas, harinas y víveres. Y sin que los centinelas llegaran a entrar en la menor sospecha, pues que no se oteaba en el horizonte la presencia de un solo enemigo armado, ni en solitario ni en hordas o ejércitos, a pie ni a caballo, fueron sorprendidos una noche y muertos en su mayoría, los demás reducidos, quedando los guerreros de Thumber por dueños de la ciudad, inerme en sus manos.

»Inmediatamente acudió el grueso de las fuerzas, que había permanecido acampado en la montaña fuera de la vista, encontrando las puertas francas. Apenas si hubo lucha y no se ocasionaron daños.

«Encerrados en la ciudad los hombres del rey Thumber procedieron a desvalijar los templos del oro y la plata, anunciando el rey que si querían salvar sus propias vidas y a la ciudad de su destrucción e incendio habrían de comprar la paz en 10.000 libras de plata, y para mayor facilidad señaló a cada gremio -panaderos, joyeros, toneleros, curtidores, fundidores, tejedores, sastres, almonedas y boticas, herbolarios y encantadores-, su cuota. A los paisanos señaló la obligación de procurar comida al ejército. Y así sus hombres dedicaron el día a reunir cuanto alcanzaban, -que se les notaba la experiencia en el saqueo-, cobrar alcabalas y reunir tesoros. Anunció que por el arzobispo también pedía rescate, y los gremiales, que siempre fueron muy devotos, anunciaron que igualmente ellos lo pagarían. Con lo que despertaron la risa de Thumber, quien sentenció que, pues poseían tan grandes riquezas, subía al doble el tributo de paz, ya que cuanto encerraba la ciudad le pertenecía. Mientras que el rescate del arzobispo debería llegar de fuera. De modo que enviaron un correo al conde hermano del arzobispo y otro al rey, pidiéndoles enviaran el rescate. Transcurrido un mes, regresaron ambos con el anuncio de haber sido el conde desterrado al continente y el rey asesinado.

»Thumber entregó el arzobispo a sus hombres para diversión, pues no podía dar el mal ejemplo de libertarlo sin rescate y cuanto existía en la ciudad ya se encontraba en sus manos. Estaban los guerreros necesitados de algún entretenimiento, pues que no tuvieron oportunidad de destruir la población y asesinar a sus moradores, que era lo que más les servía de desahogo y distracción, pues la ferocidad les era un sentimiento natural y reprimir la les iba contra su propia naturaleza, pues la represión siempre ha sido mala inductora, y estaban cansados de no tener otro esparcimiento que las mujeres, a todas las cuales habían corrido ya con harta frecuencia, como lo atestiguaban las noches, convertidas en un concierto de carrerillas disimuladas, de escondites y tapujes, aunque otros había enemigos de ocultamientos y gustaban del proceder recto y sin hipocresías. Hallábanse empalagados de tan prolongada paz, con el solo alimento de las mujeres, que todo cansa si se prolonga, y acogieron el obsequio del arzobispo como un generoso regalo de su rey, al que todos admiraban hasta la muerte, y así encendieron una hoguera en la plaza y ataron en el centro al arzobispo, celebrando con él el más atroz de los juegos, el más salvaje de los entretenimientos y la más cruel de las diversiones, todo entre risotadas y blasfemias y obscenidades.

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