El continente desapasionado del caballero pregonaba un pensamiento impregnado de normas morales; afrontaba con hidalguía su destino preñado hasta entonces de contrariedades y fracasos, pero sin desmayar en su fe. Acumulaba experiencias que le condujeran hacia el cumplimiento de su destino, que no era otro que el de la justa venganza, hacia la cual se encaminaban todos sus más íntimos pensamientos y esfuerzos. Batalla sin cuartel que, al decir de los mismos tanes, que adoraban a su señor, enfrentaba a los dos mejores guerreros del mundo en una contienda que ya duraba bastantes años, sin que jamás se inclinase a favor de uno u otro, pues que tuvieron muchos encuentros y alternativas, ninguna de ellas decisiva hasta entonces. Tal era la fuerza y la astucia de ambos que corría pareja. Lo cual servía de estímulo al caballero, que ahora veía acrecentada su esperanza al cumplirse la revelación que le fuera hecha.
El caballero mantenía siempre una recta conducta, valiente sin temeridad, incapaz de felonía. Tanta constancia, distinguiéndome con reverencia, no podía menos que agradarme, y así le agradecía la insistencia en probarme que nuestros caminos se habían encontrado en cumplimiento de aquella revelación, que aunque ignorase lo que pudiera suceder después y cuál fuera nuestro destino, sin duda que lo sería común, pues que ya era significativo que solamente él distinguiera aquella aureola. Que si los demás me respetaban era por reflejo del comportamiento de su señor.
Me argumentaba que en vez de sepultar la sagrada reliquia en una cueva solitaria, justo sería permaneciera entre la cristiandad, para que fuera adorada y a su vez le prodigara sus milagros; a tal propósito me prometía un lugar en el ejército, siempre a su lado, escoltado y distinguido, que su presencia junto a la sagrada reliquia tornaría más vigorosos a los guerreros, más valientes los ánimos, más aguerridos los corazones, y que con la protección de la Santa Cruz culminarían en victoria todos los esfuerzos, que no podía ser de otro modo. Y siempre podría yo, hombre consagrado a Dios, llevar a cabo provechosa labor en honor de Nuestro Señor Jesucristo, que si estuvo retirado para hacer penitencia, escogió la vida entre los hombres para luchar y morir por ellos.
Grande, pues, fue su alegría cuando accedí a acompañarle, pues mi destino se me presentaba como una interrogante, ya que siempre me quedaba el recurso de procurar el bosque o la montaña y retornar a mi primera intención. Era de notar que la revelación del caballero sólo señalaba nuestro encuentro, pero ningún otro significado, que todo lo demás ya resultaban especulaciones, guiado por su fervor y la fe; tal era juzgarlo favorable a su empresa, como una aprobación divina. Lo que pudiera existir más allá era lo que me intrigaba, y nunca lo averiguaría de marcharme. ¿Cómo podía estar seguro de que el caballero no era, efectivamente, un iluminado?
Las hábiles manos del herrero me aderezaron una hermosa armadura, me entregaron caballo y escudero, así como todas las armas ofensivas y defensivas: escudo, espada y lanza, con hacha de doble filo, que era arma pagana pero que el caballero no desdeñaba utilizar, antes procuraba gozar de las mismas armas y ventajas que su enemigo. Y me sorprendió un día mostrándome el orgulloso estandarte de oro en que aparecía la Santa Cruz, que llevaría siempre desplegado cuando marcháramos y nos lanzáramos a la batalla.
La necesidad de recuperar la habilidad con las armas, perdida desde mis años mozos, me obligaron a cabalgar, desmontar, esgrimir la lanza, embrazar el escudo, atacar y defenderme con la espada y machacar con aquella terrible arma que era el hacha de doble filo. Y tanto me enardecía que los mismos tanes me ayudaban y aconsejaban, y hasta alguno aceptó jugar de contrincante con lanza y espada, alabando mi destreza. Que me estimulaban, pues no era caso presentarse desarmado, o desconociendo el manejo de las armas, contra enemigos tan poderosos y esforzados, aunque mi misión no fuera la de luchar. Pero llegado el caso nadie habría de defender mi vida mejor que yo mismo. De ello estaba seguro y ponía mi empeño en adiestrarme.
Con los días comenzaron a llegar noticias, que se reflejaron en una mayor actividad en el campamento. Se sabía que entre los danés existía una lucha por la sucesión del trono, y que Horike había sido superado por su hermano, con lo que intentaba ahora conquistar un reino. Arribara con su armada de cincuenta y dos velas al estuario del Disey, donde había sentado sus reales tras apoderarse de la fortaleza y allí permanecía devastando los alrededores. Era evidente que aguardaba. Y no sería otra cosa que fuerzas mayores de algún aliado.
A poco el caballero sabía tanto de aquel ejército que me asombraba con sus comentarios. A no tardar mucho se detectó el movimiento del rey Ethelhave, que había levantado sus tropas y acudía al estuario, progresando con lentitud y precauciones, pues que ni las posiciones ni las perspectivas parecían claras. Sólo el propósito de Horike de conquistar el reino.
La noticia de que Ethelhave solicitaba la alianza llegó en forma de rollo lacrado firmado por el mismo rey, y en él exponía todas las condiciones, ventajosas, en que le recibiría. Supe entonces que el caballero había ordenado a sus exploradores mantenerse atentos, ya que aguardaba un ofrecimiento semejante. Sus presentimientos resultaron tan ciertos que coincidió con el mensaje de otros exploradores; informaron que nuevas velas arribaban al estuario, y esta vez era Oso Pagano el que acudía.
Se produjo como una sacudida en el campamento, y los ánimos se excitaron, como ocurre antes de la tormenta, pues la espera tocaba a su fin. Nada les estimulaba tanto como la proximidad de la aventura, y mayor cuando la aventura se llamaba Thumber.
«¿También aspira el pirata a conquistar un reino?», pregunté ingenuamente. «Tiene el propio: sólo persigue el botín.» Fue la respuesta de un tane.
El caballero llamó a reunión y acudieron todos los tanes; también estuve presente. Comunicó cómo había decidido ayudar al desventurado rey cristiano Ethelhave, combatido en su ancianidad, en peligro de perder el reino. Y ello independientemente de la contienda y rivalidad que mantenía con Thumber, pues esta ocasión, aunque les enfrentase, sólo sería una anécdota donde el bien común se imponía sobre la venganza particular. Todos lo entendieron así. Y el tane que más se cuidaba de mi persona me explicó después que su señor no podía faltar a los principios que guiaban su vida: en el desvalido rey Ethelhave contemplaba a su mismo padre, que también se vio asaltado y desposeído de la vida y del reino.
Levantamos el campamento y nos pusimos en marcha. Ningún guerrero llevaba colocado el casco, que colgaba del arzón. Yo iba sobre mi mula, y a mi lado el escudero conducía de la brida el soberbio caballo con arreos de guerra, y mis armas ofensivas y defensivas con la armadura, pues vestía sólo la cota de mallas. Cabalgábamos a la cabeza de la larguísima columna, sólo precedidos de un orgulloso guerrero que portaba el estandarte de la cruz, ahora enseña de la hueste, grabado además el sagrado símbolo sobre su propia armadura y escudo.
Transcurridas dos jornadas se adelantó el caballero con dos tanes y una escolta para encontrarse con Ethelhave, que también se separó de su ejército para la reunión, dejando atrás la tropa, con sus nobles, obispos y eclesiásticos, conscientes de cuánto se jugaba en la confrontación. Las columnas siguieron marchando paralelas aunque tan separadas que no acertábamos a vernos todavía, confluyendo hacia el lugar del encuentro.
Horas después nos alcanzó de vuelta el caballero y sus acompañantes, y en otras dos jornadas dimos vista al estuario, donde, situados dentro del gran círculo que describía el río, en una inmensa llanura cubierta de olorosa hierba, permanecían apostados los piratas, que nos aguardaban.
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