Era impresionante contemplar todo el recinto de la catedral ocupado por viejos y bravos guerreros, hincada en tierra la rodilla, hundida la cerviz, su humillación ofrecida en desagravio, que quién sabe cuánto esfuerzo les costaría doblegarse ante los hombres, que por Dios no hacían problema. Más grandioso todavía, que lo tengo por el más culminante de mi vida, el momento en que se elevó, desde la multitud estacionada fuera, el clamor de que la niebla se disipaba y un rayo de sol penetró, rutilante, por las vidrieras de la catedral, iluminando los pasajes bíblicos en ella representados.
Un gloria brotó de todas las gargantas y voló hacia la cúpula, rotundo y victorioso.
Transcurridos tres días decidí proseguir mi camino. Intenté despedirme de los nobles: apenas si alguno correspondió con un saludo o un adiós, enzarzados como estaban en buscarle sucesor a Edwig, quien debía de arrebujarse cómodo en su panteón. Y tengo para mí que si las almas se desprenden de todo apetito terreno, como se admite, aquellos huesos entrechocarían sonoros, que es la forma de reír reservada a los esqueletos.
Todos tenían en boca la necesidad de encontrar rey, que reino acéfalo desgobierno es, y era sagrado deber procurarlo como mejor servicio redundare para la patria.
Aunque escuchando tan hermosas razones, adivinaba bajo el disfraz de sus palabras la particular intención personal de cada uno por designar al que mejor conviniera a sus intereses. En verdad todos desearían alzarse con el cetro y la corona, pues que otra cosa nunca les proporcionaría mayor poder. Pero ninguno era aceptado por los demás, y así la dificultad se planteaba en términos de hallar quien les sirviera por inofensivo y manejable, o imponerlo con la razón del más poderoso. Con lo cual pensaba que cualquiera de las soluciones sería igual.
Tanta era la urgencia que ya se estaban los nobles tres días en parlamento; debíase al empeño de tomar la delantera al arzobispo, que a su vez buscaba señor que mantuviera lo recibido y aun lo incrementara. Aunque los nobles se preguntaban cómo, pues que la corona se encontraba horra de patrimonio, que ya lo regalara antes en aras de la salvación aquel rey de tan santa recordación, que tres días se llevaban desfilando por su tumba todos los ciegos, mancos, cojos, jorobados y tullidos, cuantos podían arrastrarse, a los que se pedía alguna limosna voluntaria para el culto del mártir y santo, y mantenimiento de las lamparillas que lucían en su memoria, para que fuera más propicio en concederles los milagros solicitados. Y era curioso, criticaban los nobles, que los milagros los hiciera graciosamente desde su agujero en puro suelo, para revelar el lugar donde estuviera ignominiosamente enterrado, y ahora, satisfecho con honores y desagravios, buscara compensaciones. Los nobles, excusado decirlo, se mantenían tan en desacuerdo con el arzobispo que hasta les parecía mal que respirara.
Más considerados me fueron los monjes para la despedida. Enterarse de que me proponía visitar a mi pariente, arzobispo de Hipswell, y procurarme vestimenta nueva, zurrón de peregrino reluciente, báculo rematado con varitas de florecidos narcisos, gigantesco rosario de negras cuentas de ébano y cruz de plata, traído de Roma con la bendición papal, y una sarta de veneras para colgar del cuello, todo fue diligente, que mirándome yo mismo me desconociera. Amén de prestarme barbero para el arreglo de cabellera y barba, empeñado en recortarlos ajustados al uso de aquel año, propósito al que me negué, y tal quedaron como Dios quería, que de otro modo hubiérales hecho crecer menos o en la forma que desease. Tanto hicieron por el arzobispo de mi sangre, que fuera yo desparentado y mucho me temo que recibiera el Dios te acompañe hermano y algún mendrugo por mucho regalo, que me preguntaba cuánto aumentarían por conseguir la santa reliquia si llegasen a enterarse, excepto nombrarme obispo, que no existía vacante, pues tanteé el camino.
Para que su nombre fuera debidamente representado delante del pariente, entregáronme por cabalgadura una burdégana muy apreciada por ellos, de finos remos y dulce andadura, que para otro nunca regalarían, pues para más destacar era rosilla, y tantas virtudes no se reúnen con frecuencia. Se trataba de la mula que había traído de Roma el obispo Roswy cuando viajó allá para recoger el pallium, a la cual había que darle las voces en latín ya que otra lengua no entendía. Y a fe que la criatura valía el capricho, según resultó con el uso. Era su lomo de suave onda, y el pasito teníalo constante y divertido, con lo que el paisaje me resultaba diferente a como lo conociera antes a pie, y muchos eran los años que ya iba recorriendo mundo con el soporte de mis sandalias. Nueva sensación la que ahora me proporcionaba Margarita , que así se llamaba, haciéndome sentir ufano.
O quizás procediera la ufanía del entorno. Resuelto el enterramiento aunque pendiente la sucesión, con lo que las penas de nuestro reino no parecían concluir tan repentino, suspendida quedara la maldición divina invocada por el fraile alcabalero, al que motejara de lunático y ahora justo era reconocerle su sabiduría a la vista del resultado. Que en definitiva es Dios quien desacredita o sanciona los juicios de cada hombre. Dedicábale, pues, un recuerdo con añoranza, y disculpa, que nuestra ingratitud es tanta que mordemos la mano que nos entrega el pan.
Desaparecida la niebla renació transformada la naturaleza tanto tiempo velada. Esforzábase con rápida recuperación, tanto que parecía maravilla o milagro tal como sucediera, que los monjes estaban seguros y así lo proclamaron, ensalzando la gloria de Dios y su voluntad por honrar con prodigios al santo mártir real.
Tantos años como hombre de a pie acomodaron mi visión del mundo a un nivel bajo. Al recorrer ahora los caminos, la condición de peregrino me libraba de abonar peaje; además, al cruzar ahora montañas, valles y ríos, caballero en la fina mula rosilla, parecía que el panorama cambiase. Y los hombres también. Que no es lo mismo contemplar el valle desde el fondo que otearlo desde un picacho. Aunque la impresión era de hollar un mundo en parte desconocido. Y esta superioridad confortaba mi espíritu, gozoso con la vista de las pintadas praderas salpicadas de graciosas florecillas, de fragante hierba, de suaves collados reverdecidos, de alcores poblados de helechos, tojales y retamas, en los cuales se aupaban las enredaderas amarillas que formaban maraña impenetrable, donde las avericas porfiaban en sus trinos que herían el aire fino, vibrante, fresco, terso, con aroma de salvia y espliego, sacudido por el blanco repique de unas lejanas campanas tañendo sordo.
Al coronar la cresta de alguna orgullosa altura elevaba mi alma con plegarias encendidas de fe. Y la naturaleza, en su plenitud, me parecía un cántico de alabanza al Criador. Las aves todas, navegando las alturas, dejaban sentir su llamada, y por el suelo remoloneaban los conejos, saltaban las ardillas, cruzaba raudo y desconfiado el zorro, enhiesto el plumero de su rabo, venteaba el ciervo semiescondido entre brézales y chaparros, manadas de caballos pastaban en la pradera, donde también triscaban los ternerillos junto a la vacada, sonando leves murmullos en alas del airecillo sutil que jugaba entre las hierbecillas y los tomillos florecidos.
Que nunca se me ofreciera plenitud tal en la vida, pues no encontraba rama ni hierba sin flor, ni animal ni ave que no buscase pareja y juguetease con enamoramiento, y la tierra toda parecía poblada por tiernos hijuelos, como un renacimiento sinfónico y glorioso.
Aquella contemplación despertábame sensaciones que creía olvidadas, y hasta pesquisé en torno temiendo la vecindad de Jordino, a quien no había recordado en aquel tiempo de tribulación, pues la tristeza de la niebla y las miserias borraron su imagen de mis ojos. Mas, parecía reivindicar la sangre lo perdido: una energía desconocida desde mis años mozos me inundaba y se hacía más poderosa que mi razón. Tanto fue que llegó a intranquilizarme y turbarme el sueño; procuraba desechar los pensamientos cantando alabanzas a Nuestro Señor al ritmo del blando paso de la mula, que seguía haciendo mérito a su fama.
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