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Juan Millás: La soledad era esto

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Juan Millás La soledad era esto

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Premio Nadal 1990 La soledad era esto o cómo incorporar en un libro los más genuinos saberes y reflexiones de la literatura contemporánea. Por medio de un sutil entramado de voces narrativas, la novela cuenta la historia de una mujer -Elena Rincón- que a partir de la muerte de su madre inicia una lenta metamorfosis que a través del aprendizaje de la soledad le conduce a la liberación. Juan José Millás ofrece una desgarrada y contundente crónica de la vida de hoy, mostrando las actitudes de quienes, tras una militancia de izquierdas, han sustituido la ideología por las tarjetas de crédito. En esta novela la trama remite a un original análisis de los alcances de la ficción.

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Elena hizo algunos cálculos para situarse ella misma frente a aquella escritura, pero los abandonó en seguida al advertir que había algunas coincidencias tenebrosas. Pensó también en leer las últimas páginas del último cuaderno, pero decidió que lo haría a la luz del día. Finalmente, abrió uno de los cuadernos al azar y leyó lo que parecía un episodio:

Recuerdo que desde muy pequeña desconfíe de la capacidad de los seres humanos para alcanzar la verdad. Ello fue debido a que me hice pis encima hasta muy mayor (quizá hasta los cinco años o más). Entonces mi madre, que era buena pero algo simple, aconsejada quizá por algún médico, me explicaba que el pis se tenía que ir por el váter para pasear y airearse un poco, pero que después regresaba a mi cuerpo y eso se demostraba por el hecho de que a las pocas horas volvía a tener ganas de orinar. A mí, aquello me parecía un disparate porque sabía por experiencia que las cosas que se tiraban por el váter no regresaban jamás y para demostrarlo tiré un anillo de oro que ella apreciaba mucho. A los pocos días comenzó a buscarlo como una loca y yo le dije que no se preocupara, que lo había tirado por el váter y que por consiguiente no tardaría en regresar. Me dio una paliza.

Sin embargo, aunque yo no me creía aquella historia, el hecho cierto de que hacíamos pis varias veces al día me hizo dudar en ocasiones de su veracidad. El pis podía irse con el agua del váter y regresar por vías misteriosas a mi cuerpo. Aún hoy día, viuda, vieja, y con todos los hijos fuera de casa, cuando voy a hacer pis imagino que ese líquido que expulso de mi cuerpo es el mismo que expulsé al poco de nacer, un líquido que a lo largo de todos estos años se ha movido por el interior de un circuito misterioso, conectado a mi vejiga como una obsesión al pensamiento. Porque las obsesiones parece que se van, pero regresan siempre a la cabeza tras recorrer un tubo que llamamos olvido. De todas formas, como digo, aunque esta historia todavía me divierte y pienso en ella cada vez que me siento en el váter, me produjo más daño que otra cosa en el sentido de que introdujo en mí una desconfianza hacia los hombres de la que no me he curado todavía. Por eso, aunque tengo un temperamento religioso, no consigo creerme el misterio de la Trinidad. Creo que esto les pasa también a los protestantes.

Hay otra historia que me contaron de pequeña que me gustó mucho más y en la que todavía creo, aunque no se lo he dicho a nadie. Se trata de lo siguiente: según mi madre, todos tenemos en nuestras antípodas un ser. que es exacto a nosotros y que ocupa siempre en el globo un lugar diametralmente opuesto al nuestro (si no, no sería antípoda). Me contaba mi madre que este ser anda, duerme y sufre al mismo tiempo que una porque es nuestro doble y piensa siempre lo mismo que nosotras pensamos y al mismo tiempo. Al parecer, en épocas remotas algunos aventureros viajaron en busca de su doble, pero nunca llegaron a verlo porque el doble se desplazaba al mismo tiempo que ellos para no perder su posición simétrica en el globo, pero también porque el doble había tenido la misma idea y se había puesto a viajar en busca del otro al mismo tiempo. Esta historia me hizo sentirme muy acompañada en mi infancia, pues cuando tenía miedo por las noches pensaba en mi antípoda, a la que le estaba pasando lo mismo que a mí y tenía la impresión de que nos mandábamos ánimos de un extremo a otro de la tierra. A veces, por crueldad, me pinchaba con una aguja un dedo para fastidiarla, pero es que ella hacía cosas que tampoco estaban bien, como un día que se rompió un vestido nuevo por no llevar cuidado con unos alambres y a mí me costó estar castigada cinco días sin salir. A mi antípoda, al principio, la llamaba Florita, pero luego me pareció un nombre un poco cursi y comencé a llamarla Elena (no sé cómo me llamaría ella a mí). Por eso a mi hija mayor le puse ese nombre, que no ha llevado ninguna otra mujer de la familia. Recuerdo que mi marido y mi madre y todo el mundo me preguntaron el porqué de esa decisión, pero yo nunca he confesado a nadie que ése era el nombre de mi antípoda.

Algunas tardes, cuando comprendo que estoy bebiendo más coñá de la cuenta, pienso que a lo mejor es cosa de mi antípoda, de Elena, que se ha alcoholizado por no saber hacer frente a los momentos difíciles de la vida, como este de la soledad que nos ha tocado vivir a las dos en la vejez. Me da pena porque se está destruyendo, aunque a lo mejor en una de estas se suicida y me hace descansar a mí también.

Elena había leído las últimas líneas jadeando. Cerró el cuaderno y lo guardó junto a los otros en el cajón de la mesilla. Luego se levantó, fue al baño e intentó vomitar inútilmente. Pensaba que si conseguía vomitar cesaría el mareo. Estaba pálida. Recorrió el pasillo de un extremo a otro, pues a veces andando se le pasaban los efectos del hachís. Decidió que no volvería a fumar, pues los canutos, últimamente, le producían un efecto raro, siniestro, que la conectaba con aspectos de la vida, de su vida, de los que no había tenido noticias hasta el momento y que habían empezado a emerger con fuerza en los últimos días de la enfermedad de su madre, pero sobre todo a partir de su defunción. Volvió a sentir el sudor que preludiaba el desfallecimiento total, la caída, y corrió hasta la ventana del dormitorio. La abrió y asomó la cabeza. El aire fresco y la lluvia le dieron fuerzas. Cesó el sudor y se metió en la cama con el pelo mojado. Soñó que era pequeña y que jugaba en la playa, muy cerca de su madre, a hacer hoyos en la arena. En uno de estos hoyos encontraba una moneda que representaba un tesoro. La cogía admirada y, sabiendo que se encontraba en el interior de un sueño, la apretaba fuerte en su mano derecha comprobando que la solidez de la moneda era excesiva y que por tanto no podría desaparecer si conseguía mantener el puño bien cerrado hasta despertar.

La despertó el teléfono. Era de día y lunes. Tenía las uñas clavadas en la palma de la mano, pero en su interior no había nada. Descolgó el auricular, su marido estaba al otro lado.

– Estoy en el despacho -dijo.

– ¿Cuándo has llegado? -preguntó aturdida.

– Esta mañana a primera hora. No he pasado por casa porque teníamos mucho follón aquí.

Elena miró el reloj. Eran las tres de la tarde. Finalmente había dormido muchas horas. Cuando sé despidió de su marido, evocó el sueño y recordó que se refería a un episodio de su infancia. En efecto, en aquellos años lejanos, estando de vacaciones con sus padres, había soñado lo mismo. Al día siguiente, en la playa, cavó varios hoyos y en uno de ellos encontró una moneda. Aquel episodio, que constituía la realización de un sueño, había determinado su vida, pues -al contrario que sus hermanos- siempre había creído que la realización de un deseo, de cualquier deseo, era posible.

El día estaba despejado. A esas horas, el sol entraba por la terraza del salón reduciendo los muebles y las cosas a su pura función. Elena observó bajo esta luz la butaca y el reloj de péndulo y sonrió, aunque sin excederse en el gesto, al recordar los sucesos de la noche. No detuvo el movimiento obsesivo del péndulo por la misma oscura razón que no se depiló la pierna izquierda tras ducharse. En realidad, también la derecha necesitaba ya una limpieza, pero decidió que lo haría en otro momento.

Se sentía mejor de sus malestares habituales y rectificó la promesa hecha durante la madrugada en relación al hachís: procuraría fumar menos y desde luego no fumar fuera de casa. Comprendía que el hachís, en los últimos tiempos, le estaba poniendo al borde de algo indeseable, pero pensó que se trataba de una cosa pasajera, relacionada quizá con la reciente muerte de su madre, que se diluiría en el tiempo como se habían diluido obsesiones pasadas. En este punto recordó aquella frase del diario de su madre en la que se aseguraba que las obsesiones regresan siempre y sintió un momentáneo malestar del que se defendió con decisión y eficacia.

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