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Juan Millás: La soledad era esto

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Juan Millás La soledad era esto

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Premio Nadal 1990 La soledad era esto o cómo incorporar en un libro los más genuinos saberes y reflexiones de la literatura contemporánea. Por medio de un sutil entramado de voces narrativas, la novela cuenta la historia de una mujer -Elena Rincón- que a partir de la muerte de su madre inicia una lenta metamorfosis que a través del aprendizaje de la soledad le conduce a la liberación. Juan José Millás ofrece una desgarrada y contundente crónica de la vida de hoy, mostrando las actitudes de quienes, tras una militancia de izquierdas, han sustituido la ideología por las tarjetas de crédito. En esta novela la trama remite a un original análisis de los alcances de la ficción.

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Sobre la mesilla había libros religiosos y un rosario de plata con un cristo excesivamente torturado. Abrió el cajón de este pequeño mueble y descubrió un conjunto de cuadernos de pequeño grosor, cosidos con grapas. Abrió el primero y sentándose en el borde de la cama observó la caligrafía de su madre y después comenzó a leer la primera hoja:

Comienzo estas páginas que ignoro cómo llamaré o adonde me conducirán poco antes de cumplir cuarenta y tres años. Me repongo estos días de una bronquitis de la que he salido algo tocada y cuyas consecuencias, según me temo, no han dejado de suceder. No he dicho nada a mi marido ni al médico, pero noto un punto de molestia aquí, junto al pulmón derecho, que no han conseguido eliminar las medicinas. Temo que sea el germen de algo que todavía no se pueda ver, ni siquiera combatir, y espero que se desarrolle con lentitud, de forma que pueda ver a mis hijos casados y disfrutar un poco de los nietos, si Dios llegara a dármelos.

De todos modos, hay algo espectral en mis malestares. Quiero decir que percibo la enfermedad como un fantasma que recorriera mi cuerpo y que apareciera caprichosamente en uno u otro sitio, según la hora en que me despierte. Esta madrugada, por ejemplo, amanecí con un pinchazo en la garganta, en el lado izquierdo. Tomé unas pastillas que tengo para la faringitis y me quedé dormida. Sin embargo, por la mañana tenía ese mismo pinchazo en el pulmón derecho. Qué vida.

Elena escuchó un ruido proveniente del salón y cerró el cuaderno. Estaba sofocada y jadeante, como si hubiera presenciado algo terrible o fabuloso, pero esencial para el trazado de su propio destino. Tras comprobar que nadie se acercaba, cogió los cuadernos y los escondió debajo del jersey, pegados a su cuerpo por la cintura del pantalón. Luego regresó a la sala y comprobó que sus hermanos se habían puesto en movimiento. Tomó su bolso, abandonado en una silla, y guardó en él los cuadernos. Después salió al balcón, pues había comenzado a sudar de un modo anormal, y permaneció allí hasta que notó que un frío estimulante se había establecido en la zona alta de su cuerpo. Regresó al interior y ayudó a su hermana a doblar unas mantas. Después entró en el baño y pasó el pestillo. Pensó que si aligeraba el intestino se sentiría mejor, pero no fue capaz de sentarse en el inodoro. Abrió el pequeño armario de metal situado sobre el lavabo y vio que estaba lleno de medicinas, principalmente ansiolíticos. El cuarto de baño carecía de ventana, de manera que comenzó a padecer en seguida una sensación de ahogo que la devolvió al pasillo. Su hermano desarmaba la cama que había sido de sus padres.

– ¿Te vas a llevar la cama? -preguntó.

– Ya no las hacen así -respondió Juan en tono evasivo.

Al poco volvieron a encontrarse los tres en el salón. Parecían desanimados, como si se hubieran propuesto una tarea excesiva. Habló Mercedes:

– Yo creo que con esto no acabamos nunca -dijo-. Propongo que cada uno coja lo que quiera (si dos quieren la misma cosa, se sortea) y luego llamemos a un trapero para que se lleve todo lo demás.

El tono que había empleado resultaba de una dureza inconcebible, pero Mercedes siempre era así cuando sacaba a relucir sus cualidades prácticas. No obstante, Elena sintió por primera vez un impulso que la habría conducido al llanto de no efectuar tres o cuatro movimientos violentos con los músculos del rostro. Le había resultado doloroso que cuanto había allí -incluida su juventud- sólo pudiera interesarle a un buscador de desperdicios.

– De acuerdo -dijo-, podéis repartiros todo entre Juan y tú. Yo no quiero nada y prefiero no pisar de nuevo esta casa.

Mercedes la miró con rencor, pero no hizo un solo gesto por detenerla. Su hermano la acompañó hasta la puerta y le acarició la cara antes de que se marchara. Ya en la calle, Elena tuvo que hacer un gran esfuerzo para recordar dónde había aparcado el coche. Finalmente, dio con él y se metió dentro con cierta urgencia, como si necesitara sentarse para aliviar algún malestar. Tenía el pelo mojado a causa de la nube de lluvia fina que envolvía la ciudad y parecía algo sofocada pese a que la temperatura no era alta. Apoyó las manos en el volante y realizó tres inspiraciones profundas dirigidas a neutralizar el estado de ansiedad. Después, todavía sin arrancar el motor del coche, sacó uno de los cuadernos del bolso y buscó una página al azar. Leyó:

Algunos abren los ojos antes de despertar, como si amanecieran con un susto. Yo no; primero, pienso quién soy, me defino como quien dice, y después levanto los párpados sabiendo de un modo preciso lo que verán mis ojos. Hoy al despertar, no sentí ningún síntoma. Por el contrario, me pareció estar poseída de una fortaleza corporal incomprensible. Permanecí con los ojos cerrados mucho tiempo, recorriendo mis visceras, que parecían no existir de calladas que estaban. Pensé que quizá no era yo y temí levantar los párpados por miedo a ver un armario diferente al mío frente a la cama. Pero al final una siempre es la misma, de manera que al incorporarme sentí un dolor en el costado derecho y he estado todo el día con una molestia rara que no sé a qué órgano atribuir. Mi marido ha cogido frío y nos va a contagiar a todos.

Elena cerró el cuaderno y contempló la calle, Los transeúntes precavidos iban con paraguas, aunque no todos lo llevaban abierto. Jadeaba ligeramente, como si se repusiera de algún esfuerzo físico. Dirigió la mano derecha a la llave de contacto, pero la retiró en seguida. Cogió de nuevo el cuaderno y lo abrió por la última página. Leyó:

Realmente, un cuerpo es como un barrio: tiene su centro comercial, sus calles principales, y una periferia irregular por la que crece o muere. Yo no soy de aquí, de esta ciudad que denominan Madrid, capital del Estado. Vine a caer a este lugar por los azares de la vida y poco a poco dejé de ser de donde era, que era un sitio con mar y mucho sol que no quiero nombrar porque en el transcurso de la existencia, no sé cuándo, dejé de ser de allí. El caso es que llegué a este barrio roto que tiene una forma parecida a la de mi cuerpo y una enfermedad semejante, porque cada día, al recorrerlo, le ves el dolor en un sitio distinto. Las uñas de mis pies son la periferia de mi barrio. Por eso están rotas y deformes. Y mis tobillos son también una zona muy débil de este barrio de carne que soy yo, donde anidan seres que han huido de alguna guerra, de alguna destrucción, de algún hambre. Y mis brazos son casas magulladas y mis ojos luces rotas, de gas. Mi cuello parece un callejón que comunica dos zonas desiertas. Mi pelo es la parte vegetal de este conjunto, pero ya hay que teñirlo para ocultar su ruina. Y, en fin, tengo también un basurero del que no quiero ni hablar, pero, como en todos los barrios arruinados, la porquería se va acercando al centro y ya se encuentra una con mondas de naranja en cualquier sitio. Por mi cuerpo no se puede ni andar de sucio que está y el Ayuntamiento no hace nada por arreglarlo.

Elena cerró el cuaderno con cierta violencia y lo guardó en el bolso. El alcohol, dijo, o las pastillas. Después, como si tomara una decisión transcendental, arrancó el coche y huyó del barrio por su costado menos sórdido.

Llegó a su casa en un estado de excitación indeseable. Se acomodó en el salón sin quitarse la gabardina y observó los cuadernos; eran cinco, sin embargo estaban numerados del uno al seis. Comprobó que faltaba el correspondiente al número tres. Temió no haberlo visto y le molestó la idea de que pudieran encontrarlo sus hermanos. Tomó el número cuatro y leyó las primeras líneas:

He destruido el cuaderno anterior porque hablaba en él demasiado de los hijos. De los hijos no sabemos qué decir porque son buenos y malos al mismo tiempo y he comprobado que una sólo los quiere cuando responden a la idea que una se hace de ellos. Además, los hijos son una parte separada de tu cuerpo y eso, aunque estemos acostumbradas, es muy raro. Los hijos son como de otro barrio, aunque estén en éste. Yo sufrí mucho con los tres para darles a luz y me han quedado secuelas de los partos. Ahora tengo un libro de un doctor yugoslavo que habla por orden alfabético de las enfermedades y de sus remedios. Por eso sé que mi útero está descolgado por una especie de flojera de los ligamentos a que estaba sujeto. Eso hace que se desplome sobre la vagina arrastrando a la vejiga en su caída. Por eso, al toser o al reírme con fuerza se me escapa involuntariamente algo de orina y por eso también vivo con esa sensación de que algo, dentro de mí, ha cambiado de lugar. Según el doctor yugoslavo, esta enfermedad se llama prolapso uterino.

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