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Juan Millás: La soledad era esto

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Juan Millás La soledad era esto

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Premio Nadal 1990 La soledad era esto o cómo incorporar en un libro los más genuinos saberes y reflexiones de la literatura contemporánea. Por medio de un sutil entramado de voces narrativas, la novela cuenta la historia de una mujer -Elena Rincón- que a partir de la muerte de su madre inicia una lenta metamorfosis que a través del aprendizaje de la soledad le conduce a la liberación. Juan José Millás ofrece una desgarrada y contundente crónica de la vida de hoy, mostrando las actitudes de quienes, tras una militancia de izquierdas, han sustituido la ideología por las tarjetas de crédito. En esta novela la trama remite a un original análisis de los alcances de la ficción.

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Aquella noche durmió bien, si por ello se entiende dormir con todos los sentidos y no tener al despertar registro alguno de las horas de sueño. No despertó aturdida, pero sí algo ajena a su propia vida, que hubo de reconstruir en los primeros instantes de aquella jornada en la que se entregaría a la tierra el cuerpo de su madre. Enrique, su marido, estaba ya en el cuarto de baño, bajo la ducha, cuyo ruido llegaba al dormitorio como el eco de una lluvia lejana. Intentó rescatar algún fragmento de la noche, pero no halló nada, excepto la huella de su cuerpo sobre el colchón como prueba única de que había permanecido allí durante aquellas horas de suspensión. Llevaba un pijama de Enrique que le estaba grande, pero que le gustaba por la libertad con que se movían sus miembros dentro de él. En realidad hacía tiempo que usaba para dormir prendas masculinas que decía comprar para su marido, pero de las que se apropiaba ella.

Se levantó y notó una sensación de plenitud que le produjo alguna extrañeza. Quizá durante la noche le había sucedido algo de lo que no era consciente que se traducía ahora en un optimismo corporal no previsto para un día de luto.

Enrique no estaba en el cuarto de baño.

Advirtió entonces que lo que había escuchado desde la cama no era el ruido de la ducha, sino el de una lluvia real que sucedía al otro lado de los cristales. La lluvia y la muerte. Fue al salón y se asomó a la terraza. La temperatura había subido y la atmósfera comenzaba a limpiarse. Respiró hondo y sintió penetrar el aire húmedo hasta el fondo de los pulmones, donde seguramente se produjo un efecto químico que reforzó la sensación de plenitud con la que se había levantado.

– Te he preparado un café -dijo Enrique detrás de ella.

– Hola. Mal día para un entierro -contestó Elena.

– No hay día bueno para estas cosas -dijo él, y se hundieron en un silencio habitual en su relación mientras contemplaban la lluvia caer mansamente sobre los tejados y las fachadas que constituían el paisaje urbano que les era propio.

Tras tomar un café, Elena entró en el cuarto de baño, y se desnudó con idea de darse una ducha, pero entonces reparó en los pelos de su pierna izquierda e, incomprensiblemente, se puso a llorar en el borde de la bañera; realizó dos o tres gestos con los músculos de la cara para ver si lograba contenerse, pero sus ojos se vaciaban con la naturalidad de un recipiente desbordado. Tuvo la tentación de abandonarse al estado de ánimo propio de la producción de lágrimas, pero reaccionó con rabia dispuesta a no dejarse ganar por una tristeza que correspondía a los otros. Sin embargo, cuando dejó la ducha todo era distinto. La plenitud anterior le había abandonado dejando en su interior un espacio libre que en seguida comenzó a ser ocupado por otro sentimiento de difícil calificación que la empujaba con cierta urgencia hacia el abatimiento. Recordó a su padre, muerto desde hacía siete u ocho años, y quizá por primera vez en su vida sintió que la palabra huérfana tenía un significado terrible. Decidió depilarse, pero inmediatamente fue atacada por un impulso supersticioso que le aconsejó no hacerlo. Entonces pensó que nada más levantarse debería haber telefoneado a la funeraria para hablar con su hija y preguntarle qué tal noche había pasado el cadáver. Esto la hizo sonreír brevemente, pero desde ese instante supo que algo que le concernía especialmente estaba sucediendo desde el día anterior, aunque ella ignorase el contenido del suceso y el modo en que podría afectar a su existencia. Después pensó que su marido no era bueno, pues debería haberse ofrecido también para pasar esa noche junto al cadáver. Entretanto, se cepillaba el pelo como a la espera de una determinación que no acababa de manifestarse.

Finalmente, decidió que no iría al entierro. Enrique podría decir que había pasado muy mala noche y que durante la madrugada había padecido un cólico. Ella quiso venir a pesar de todo, pero yo no se lo permití, debería explicar a todo el mundo, aunque ni su hermana ni su hija, Mercedes las dos, llegaran a creérselo.

Dos

Después del entierro, transcurrieron algunos días caracterizados por un frágil sosiego. Llovió sin violencia, como si se tratara de una costumbre llevada a cabo con técnica, pero sin convicción. El agua caía sumisa en diminutas gotas sobre tejados, calles y transeúntes que la recibían también con actitud obediente y resignada. Elena, que aún no se había depilado la pierna izquierda, la contemplaba desde el ventanal del salón o desde su dormitorio con una calma igualmente quebradiza.

Febrero agonizaba sin estrépito y de súbito el nombre de los meses comenzó a adquirir un significado novedoso. Elena puso en marzo la esperanza del sol y el deseo de que la realidad dejara de manifestarse con esos tonos grises tras los que parecía esconderse una amenaza. El mueble grande del salón, donde guardaba la vajilla, parecía haber cobrado con la humedad un grado de existencia orgánica inexplicable. Observándolo desde alguna distancia, parecía modificar los tonos de su oscuro color, como si hiciera gestos dirigidos al sofá. Por otra parte, desde lejos también, daba la impresión de sudar, como si en el interior de la madera se produjera alguna actividad química que diera como resultado la expulsión de ciertos humores. Cuando Elena se acercaba al mueble y lo tocaba, la sensación desaparecía o se atenuaba. De todos modos, comenzó a abrir con cierta repugnancia las puertas de este mueble.

Un día recibió una llamada telefónica de su hermana Mercedes, que parecía tener prisa en llegar a un acuerdo para el reparto de la herencia. Elena apuntó que convendría hablar con Juan, el hermano de ambas, pero Mercedes ya se había puesto en contacto con él habiendo alcanzado algunos acuerdos básicos.

– Hemos pensado -dijo- que si ninguno de los tres tiene un interés especial por la casa de mamá deberíamos venderla.

– De acuerdo -respondió Elena.

– Te noto rara. ¿Pasa algo?

– Me han vuelto esos dolores, estoy fastidiada.

Su hermana le hizo un par de recomendaciones y se comprometió a acudir a Madrid el fin de semana siguiente para entrar con sus hermanos en la casa de la madre al objeto de vaciarla antes de ponerla a la venta. Ello implicaba el reparto, que a Elena le sonó a despojo, de los muebles y objetos de aquel domicilio que había sido el domicilio de todos ellos.

Esa noche tuvo un cólico y al día siguiente se levantó agotada. Su marido ya se había ido a trabajar. Desayunó en la cocina, se fumó un canuto y volvió a acostarse. La cama estaba fría, de manera que decidió no desprenderse de la bata. No consiguió dormir, pese al cansancio y a los efectos relajantes del hachís, porque una sucesión de imágenes -fuera de su control- comenzó a desfilar por su cabeza. Se trataba de imágenes desprovistas de pensamiento o reflexión, pero algo había en ellas capaz de provocar una angustia excesiva cuyos efectos tendían a concentrarse en el vientre. Pensó que si lograba vomitar se quedaría bien, pero no podía levantarse, pues se sentía mareada y temía caerse al suelo. Finalmente, cuando la angustia llegó a resultar insoportable, se incorporó y puso los pies en el suelo. Entonces notó que le faltaba el aire y comenzó a sudar a la vez que sus miembros se aflojaban; un instante después perdió el miedo e inmediatamente se quedó sin conocimiento cayendo de costado sobre la cama con los pies fuera de la misma, a punto de alcanzar el suelo. Antes de eso, había tenido un segundo o dos de felicidad absoluta, pues le pareció que sonaba el teléfono, pero no le importó, a punto como estaba, de hundirse en el olvido.

Se despertó media hora más tarde, tiritando de frío, pero repuesta del desmayo anterior. Se tapó con la manta y la colcha y encendió un cigarrillo para ver si podía soportarlo, comprobando con satisfacción que le caía bien,. El sudor se había enfriado y pensó con placer en un baño de agua caliente. El malestar del vientre seguía en su sitio pero notablemente atenuado. El cólico, se dijo, quizá no ha acabado de limpiar los intestinos.

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