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Juan Millás: La soledad era esto

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Juan Millás La soledad era esto

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Premio Nadal 1990 La soledad era esto o cómo incorporar en un libro los más genuinos saberes y reflexiones de la literatura contemporánea. Por medio de un sutil entramado de voces narrativas, la novela cuenta la historia de una mujer -Elena Rincón- que a partir de la muerte de su madre inicia una lenta metamorfosis que a través del aprendizaje de la soledad le conduce a la liberación. Juan José Millás ofrece una desgarrada y contundente crónica de la vida de hoy, mostrando las actitudes de quienes, tras una militancia de izquierdas, han sustituido la ideología por las tarjetas de crédito. En esta novela la trama remite a un original análisis de los alcances de la ficción.

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El parto más difícil fue el de Elena, que es la que más disgustos me da. Mi marido dice que discutimos tanto porque somos iguales de carácter. Pero yo digo que este diario, o lo que sea, no es para hablar de los hijos. A los hijos los quiero y los atiendo, pero como tema de conversación prefiero el páncreas.

Elena cerró el cuaderno. Parecía asombrada y perpleja, como si aún no hubiera decidido si el hallazgo constituía un tesoro o una inmundicia. En cualquier caso, se trataba de algo profundamente ligado a su existencia, como si por debajo de la caligrafía de su madre o de las conversaciones que parecía mantener con sus visceras se ocultara una advertencia que sólo ella pudiera comprender y que parecía referirse a su futuro.

Comió una ensalada de frutas con la esperanza de que este régimen la ayudara a limpiar el intestino, donde parecía haber algo sólido que cambiaba de lugar caprichosamente, pero que se negaba a ser expulsado de su cuerpo. Después se fumó un canuto y se acostó. Tuvo, antes de dormirse, una ensoñación: paseaba por la orilla de una playa desierta; de súbito, una mujer cuya presencia no había advertido se dirigía hacia ella y la traspasaba filtrándose através de su cuerpo como un ángel a través de un tabique. La mujer continuaba caminando y atravesaba una roca. Después se recostaba en la arena, con la actitud de quien se tumba al sol, y desaparecía poco a poco absorbida por el suelo de la playa, como el agua de la orilla. Elena se acercaba al lugar del suceso, pero en ese instante su paquete intestinal sufrió una conmoción y presintió que se iba a marear. Entonces sacó el pie derecho de la cama y lo colocó en el suelo, como había oído que hacían algunos borrachos para no perder todas las referencias. El contacto con el suelo frío alivió el malestar y al poco se quedó dormida.

Le despertó a las seis y media el timbre de la puerta. Se levantó aturdida, se puso la bata y atravesó la casa despojándose de las obscuras adherencias que el sueño había fijado en su rostro y en el resto del cuerpo. Era su hermano. Parecía sudoroso y feliz. Dijo:

– Mira lo que te he traído.

A su lado había una vieja pero sólida butaca tapizada en piel y un reloj de péndulo de las dimensiones de un ataúd infantil.

– Me ha costado mucho subirlo todo desde el coche, pero no te podías quedar sin nada -añadió.

La butaca había pertenecido a su madre y se trataba de un objeto raramente valioso y habitado. En otro tiempo había sido el lugar preferido de Elena, que se lo disputaba a su madre para ver la televisión o leer. En cuanto al reloj, había pertenecido a la familia desde tiempo inmemorial y su valor estribaba en funcionar a pesar de ser antiguo.

– Os dije que no quería nada -respondió Elena con un gesto de agradecimiento que desmentía su afirmación.

Su hermano se empeñó en colgar el reloj en un lugar adecuado del salón y después, desplazando otro mueble, situó la butaca debajo, para que ambos objetos guardaran una relación similar a la que habían mantenido en la casa de su madre.

– ¿Y tu marido? -preguntó Juan mientras contemplaba el efecto de su obra.

– Tenía una convención de ventas o algo así; no regresará hasta mañana.

– ¿Va todo bien? -insistió Juan.

– Voy a preparar un café -respondió Elena.

Su hermano permaneció todavía un rato en la casa, pero los intentos que ambos hicieron por comunicarse resultaron inútiles. Era como si en un tiempo remoto hubieran pertenecido a la misma patria, pero la vida los hubiera dispersado obligándoles a adquirir gestos, tradiciones o actitudes extrañas que los habían convertido en otros sin que por ello hubieran llegado a perder la memoria de lo que fueron. Pero esa memoria no tenía otra utilidad que alimentar la conciencia de la pérdida y confirmar la imposibilidad de recuperar los hábitos de la primera patria, donde estuvieron contenidos los signos capaces de evocar un mundo propio, un territorio común en el que el intercambio habría sido posible todavía.

Cuatro

Aquella noche de domingo, Elena durmió mal. Las campanadas del reloj de péndulo -que daba los cuartos, las medias y las horas- la arrancaban con regularidad de un sueño frágil como el vidrio y epidérmico corno la superficie de las cosas. Aquellos sonidos evocaban otras noches de la primera patria, noches de fiebre, de dolor, de inquietud nerviosa, de vigilia, en suma, cuya conciencia de duración había sido señalada por aquellas campanadas que entonces, como ahora, atravesaban la puerta del salón, recorrían con idéntico ritmo el pasillo, y penetraban en el dormitorio de la insomne para recordarle, con la precisión de una señal quilométrica en la carretera, la distancia que le faltaba para llegar al día.

En torno a las tres de la madrugada tomó la decisión de detener el péndulo y con esta intención abandonó el dormitorio y llegó hasta la puerta que comunicaba el pasillo con el salón, pero no fue capaz de abrirla porque tuvo miedo. Regresó al dormitorio y sentada en el borde de la cama, con los pies descalzos sobre el suelo, analizó brevemente este temor. Pensó que en el acto de detener el péndulo detenía otra cosa. Tal vez su propia vida o la existencia del grupo familiar. Recordó la historia de un poeta notable que había dado orden de que le enterraran con el reloj puesto, y al tope de su cuerda, para continuar, veinticuatro horas más, sometido a la medida del tiempo de los vivos. Tal vez su madre, que adoraba aquellas campanadas porque le hacían mucha compañía, lo había dispuesto todo desde el otro lado para que ella, Elena, heredara el tiempo, la medición del tiempo, como quien hereda una llama que debe alimentar eternamente so peligro de una maldición. La responsabilidad le pareció excesiva, pero tenía alguna lógica que funcionaba con la precisión de un engranaje, por lo menos a aquellas horas de la noche. Se tranquilizó con la idea de que al amanecer aquella lógica saltaría en pedazos como se quiebran los temores nocturnos con las luces del día. Entonces detendría el reloj y aquel episodio quedaría reducido a una pesadilla.

Decidió liar un canuto para atraer el sueño, pero advirtió que no tenía a mano el papel de fumar, que había olvidado en algún punto del salón. Se puso en marcha de nuevo y de nuevo el miedo le impidió abrir aquella puerta. Sintió frío en los pies y regresó en busca de unas zapatillas. Después encendió el mayor número de luces que encontró a su alcance, se acercó a la frontera del terror y giró el picaporte con la actitud del que espera encontrar alguna resistencia proveniente del otro lado. Pero la manilla cedió sin dificultad. Empujó entonces la puerta y aparecieron a su vista las dimensiones oscuras del salón. Para encender las luces de este espacio, dada la situación de los interruptores, era preciso atravesarlo. Elena dudó y sintió que el miedo hacía estragos otra vez en el área de su cuerpo dominada por los intestinos. Comprendió entonces que lo que más temía era ver a su madre sentada en la butaca, bajo el tictac del reloj de péndulo que al ponerse en marcha aquel domingo había restituido el viejo orden, la antigua armonía, la sintaxis familiar que evocaban la butaca y el reloj y en la que su madre había jugado el papel de cópula, de unión. Sujeto, verbo y predicado, gritó atravesando el salón en un movimiento de pánico. Encendió la luz y contempló la butaca vacía, pero raramente habitada, sobre la que el reloj medía un tiempo que a Elena le concernía y no le concernía a la vez.

El canuto tuvo la virtud de despejarla todavía más. Se lo había fumado entero en la butaca de piel, imaginando que violaba así un espacio por el que no estaba dispuesta a dejarse atrapar. Regresó al dormitorio sin apagar las luces y cuando supo que no podría dormir tomó de la mesilla el diario de su madre e intentó adivinar a qué fechas correspondían los diferentes episodios. Pero en ningún cuaderno, en ninguna de sus hojas, aparecían datos temporales, excepto aquel que se señalaba al principio: «Comienzo estas páginas que ignoro cómo llamaré o adonde me conducirán poco antes de cumplir cuarenta y tres años…».

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