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Juan Millás: La soledad era esto

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Juan Millás La soledad era esto

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Premio Nadal 1990 La soledad era esto o cómo incorporar en un libro los más genuinos saberes y reflexiones de la literatura contemporánea. Por medio de un sutil entramado de voces narrativas, la novela cuenta la historia de una mujer -Elena Rincón- que a partir de la muerte de su madre inicia una lenta metamorfosis que a través del aprendizaje de la soledad le conduce a la liberación. Juan José Millás ofrece una desgarrada y contundente crónica de la vida de hoy, mostrando las actitudes de quienes, tras una militancia de izquierdas, han sustituido la ideología por las tarjetas de crédito. En esta novela la trama remite a un original análisis de los alcances de la ficción.

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Al mediodía se levantó y recogió la casa por encima. Su marido solía comer fuera y la asistenta sólo iba dos veces por semana. Tenía el día libre. Decidió que saldría a respirar, pues seguía con la sensación de falta de aire. Sin embargo, perdió la ilusión de darse un baño y mientras se vestía se sintió sucia, Antes de salir, lió un canuto por si le apetecía fumárselo en la calle.

Había dejado de llover, pero las nubes no se habían retirado. El día estaba oscuro y limpio y daba gusto respirar el aire húmedo. Caminó al azar en dirección a Francisco Silvela y comprobó que sus piernas funcionaban con una eficacia relativa. Se detuvo sin entusiasmo frente al escaparate de dos o tres tiendas y de súbito comenzó a sentir hambre. Pensó en una de sus comidas preferidas y notó que la evocación producía en su interior alguna actividad gástrica. La idea de comer le proporcionó una porción de felicidad y entró en una cafetería que tenía buen aspecto. Se sentó en un taburete de la barra y pidió un plato combinado y una cerveza. Tenía mucha sed y el primer sorbo -lleno de espuma- le produjo un escalofrío de placer. Frente a la barra había un espejo que le señaló que había salido de casa sin retocarse la cara y con la melena algo descuidada. Todo ello, sumado a los pelos de la pierna izquierda y al hecho de no haberse duchado, configuraba la imagen de un cuerpo bastante sucio, pero la idea le hizo sonreír, pues la gente de la cafetería ignoraba estos detalles y ella iba bien vestida, de manera que nadie podría sospechar el estado de sus condiciones higiénicas. Se trataba de un secreto entre el espejo y ella. La cafetería estaba dotada de un sistema de música ambiental por el que a los postres comenzó a sonar una canción de los Beatles, que Elena fue traduciendo mentalmente. Imagínate dentro de un bote, en un río con árboles de mandarinas y cielos de mermelada. Alguien te llama, contestas lentamente… flores de celofán amarillo y verde asoman sobre tu cabeza… Taxis de papel de periódico que esperan para llevarte aparecen en la orilla…

La canción le puso de buen humor y el café le devolvió una suerte de plenitud corporal que ya había olvidado. Pero cuando salió a la calle, y observó a los transeúntes y miró los semáforos y contempló la torpe circulación automovilística, volvió a sentir que se trataba de una realidad condenada a muerte. Encendió el canuto y bajó por María de Molina hacia la Castellana. Los efectos del hachís fueron a concentrarse en la frente; imaginó que se trataba de una frente de cristal a través de la cual podía contemplarse una masa encefálica de tonos verdes y amarillos que evolucionaban de manera insensible hacia el marrón y el negro. Repitió mentalmente una estrofa de la canción (imagínate en un tren, en una estación con porteros de plastilina y corbata de cristal, alguien aparece en la taquilla…), pero la plenitud anterior había dado paso ya a un malestar que tendía a concentrarse en los órganos huecos de su cuerpo, especialmente en el estómago. Comenzó a sentir una suerte de mareo que atribuyó a un corte de digestión. Pensó que si lograba vomitar o vaciar los intestinos recuperaría el tono anterior, pero no vio en los alrededores ninguna cafetería. Se metió por una calle lateral y entró en un jardín de infancia; la puerta estaba abierta y entró. Se cruzó con un par de adultos que debieron de tomarla por la madre de algún niño y no le dijeron nada, aunque la observaron con alguna extrañeza. Finalmente, cuando parecía estar a punto de desmayarse, dio con la puerta de acceso a los váteres y entró precipitadamente en una de las cabinas. La taza del retrete era muy pequeña y carecía de tapa. Elena se sentó apoyando la nuca en la pared y aguantó una bajada de tensión sin desmayarse. Cuando se sintió un poco recuperada, logró subirse las faldas y retirarse las bragas y los pantys. Lo he conseguido, pensó, ya está, lo he conseguido. Pero los intestinos no parecían dispuestos a trabajar, de manera que la bola de angustia no descendió hacia el recto, pese a los esfuerzos de Elena por expulsarla de su cuerpo. Pensó en vomitar, pero calculó que perdería el conocimiento si cambiaba de postura. Entretanto, una serie de imágenes yuxtapuestas entre sí comenzó a circular por su cerebro, la pierna sin depilar, las calles húmedas, un semáforo roto, un ministro de plastilina, un río de mermelada con barcas de caramelo, el cadáver de su madre envuelto en celofán amarillo y verde… La velocidad de las imágenes adquirió enseguida un ritmo excesivo que Elena soportó con los ojos abiertos y las uñas clavadas en los muslos. Una oleada de calor, parecida a aquellas que solían preceder a sus desmayos, ascendió desde el vientre hasta el rostro, donde se transformó en un sudor disolutivo. Cuando ya estaba a punto de perder el conocimiento, la velocidad descendió. Elena abrió la boca para tomar la mayor cantidad de aire posible mientras se decía a sí misma: ya está, ya me ha pasado, esto era la locura y me ha pasado.

En esto se oyeron fuera gritos infantiles y dedujo que los niños habían salido de clase. Efectivamente, en seguida comenzaron a golpear la puerta de la cabina en la que se había refugiado Elena, que no llegaba hasta el suelo. Retiró los pies hasta donde le fue posible y contuvo la respiración mientras trataba de determinar si lo que le estaba pasando correspondía a una escena de terror o de risa. Pero no le dio tiempo a decidir porque la locura -asociada a la velocidad de las imágenes- regresó a su cabeza. Contuvo la respiración y concentró todas sus energías en la zona del vientre donde parecía estar localizada la bola de angustia, pero no consiguió hacerla avanzar. Cuando abrió los ojos, vio la cabeza de una niña asomada por el espacio libre situado entre la puerta y el suelo. Se miraron unos segundos antes de que los ojos de la niña se retiraran. Después oyó gritar: hay una señora con la cara muy blanca ahí dentro. Entonces se levantó, abrió la puerta e intentó salir, pero los pantys, enrollados en los tobillos, la hicieron perder el equilibrio. Mientras caía, unos segundos antes de perder el conocimiento, fue muy feliz al sentir que dejaba en manos de otros la responsabilidad del funcionamiento de su propio cuerpo.

Despertó enseguida empapada en sudor. La locura se había replegado y la angustia había desaparecido o se había diluido en los humores que empapaban su frente. Se presentó, pidió disculpas, aseguró que se trataba de un corte de digestión, que no sabía dónde meterse…

– Porque iba usted bien vestida – dijeron-, si no, habríamos avisado a la policía; suceden tantas cosas…

Le dieron una manzanilla y pidieron por teléfono un taxi que llegó en cinco minutos. Afuera volvía a llover o la humedad era tal que producía el mismo efecto que la lluvia. Elena se sentía ligera y hasta un poco optimista, como solía sucederle después de los desmayos. De todos modos, al llegar a casa se acostó y se quedó dormida hasta que Enrique, su marido, volvió de trabajar.

– ¿Te pasa algo?-preguntó. -Los dolores esos otra vez.

– ¿Por qué no vas al médico? -insistió Enrique con gesto de paciencia.

– Ya he ido a todos los médicos y ya me han dicho que no tengo nada -respondió Elena con tono irritado.

Enrique decidió no insistir y se limitó a informar que pasaría fuera el fin de semana por razones de trabajo.

– ¿Desde cuándo trabajáis los fines de semana? -preguntó Elena.

– Se trata de una convención de ventas y estas cosas se hacen siempre en días festivos.

Elena comenzó a sospechar que se trataba de otra cosa y, de súbito, la idea de que Enrique la engañara comenzó a ponerla furiosa, pero no dijo nada. Pasó despierta gran parte de la noche y concibió un plan que le ayudó a levantarse de la cama al día siguiente. Como • ese día era viernes, tuvo que actuar con alguna celeridad. De manera que tras desayunar se acercó a la oficina de correos más próxima y contrató un apartado. Después regresó a casa y tras darle un par de instrucciones a la asistenta se encerró en su cuarto con la guía de teléfonos. Buscó al azar una agencia de detectives y, tras repasar mentalmente el guión elaborado durante la noche, llamó.

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