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Juan Millás: La soledad era esto

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Juan Millás La soledad era esto

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Premio Nadal 1990 La soledad era esto o cómo incorporar en un libro los más genuinos saberes y reflexiones de la literatura contemporánea. Por medio de un sutil entramado de voces narrativas, la novela cuenta la historia de una mujer -Elena Rincón- que a partir de la muerte de su madre inicia una lenta metamorfosis que a través del aprendizaje de la soledad le conduce a la liberación. Juan José Millás ofrece una desgarrada y contundente crónica de la vida de hoy, mostrando las actitudes de quienes, tras una militancia de izquierdas, han sustituido la ideología por las tarjetas de crédito. En esta novela la trama remite a un original análisis de los alcances de la ficción.

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A eso de las seis de la tarde se levantó con idea de telefonear a la agencia de detectives, pero antes de hacerlo se fumó un canuto, pues quería mostrarse especialmente desinhibida a lo largo de la conversación.

Por alguna razón, los efectos del hachís tardaban en aparecer, por lo que Elena les facilitó la circulación con un whisky. Tras el primer sorbo sintió una plenitud corporal no exenta de cierto sentimiento omnipotente y se sentó junto al teléfono del salón, con el vaso y el cenicero a su derecha, sin dejar de observar el reloj y la butaca de su madre que estaban frente a ella. El vacío aparente de la butaca le sugirió la idea de una ausencia escandalosa, aunque temporal. Faltaba, efectivamente, un nexo que la uniera al reloj, pues ambos objetos se relacionaban mal entre sí sin el volumen/le la madre, como si los tres hubieran formado una unidad indisoluble y misteriosa, del mismo tipo que la formada por las tres personas de la Santísima Trinidad, misterio en el que, sin embargo, no había llegado a creer su madre.

Cogió el teléfono el sujeto de siempre y Elena, tras identificarse y saludar, fue directamente al grano.

– El último informe -dijo- está más en la línea de lo que necesitamos, pero aún habría que corregir algunas cosas.

El sujeto que estaba al otro lado de la línea respiró con ansiedad y Elena comprendió que estaba entregado.

– Es muy difícil -respondió finalmente la voz- emitir un informe cuyos fines se ignoran. No es lo mismo, por ponerle un ejemplo, realizar un informe económico-financiero de una persona o una institución, que llevar a cabo una investigación de adulterio dirigida a la tramitación de un divorcio. Los investigadores necesitamos un «briefing», que dirían en el mundo anglosajón, para que nuestros informes sean a la vez concisos y eficaces, que vayan al corazón del asunto, en resumen. Por eso nos ayudaría mucho tener una entrevista personal con el cliente.

– Ya le he dicho que eso no es posible -respondió Elena en un tono que pretendía ser tajante, pero que le salió seductor-; sin embargo, le aclararé algunos extremos que quizá le ayuden, en el caso, naturalmente, de que todavía les interese este trabajo.

La voz se apresuró a confirmar su interés y Elena sonrió en dirección a la butaca de su madre. Posiblemente, pensó, había ido a llamar a una agencia en la que sólo había un detective, que también la dirigía, y que ahora estaba al otro lado del teléfono dispuesto a hacer cualquier cosa para no perder a aquel cliente fantasma que empezaba a proporcionarle unos ingresos regulares.

– Nos han gustado algunos detalles del último informe -continuó Elena-, como el hecho de que el investigador revele su propia edad, pero no nos gusta ese tono impersonal que todavía sigue utilizando con tanto «nosotros creemos, nosotros pensamos», que parece el Papa más que un sujeto de carne y hueso. En el futuro que emplee el «yo» y que piense que le cuenta las cosas, no sé, a un amigo y no a un consejo de administración. ¿Entiende lo que le quiero decir?

– Sí, señora -dijo la voz con un perceptible toque de rencor en el tono.

Elena decidió disminuir la tensión: -No me entienda mal -añadió-, los informes son muy buenos, están muy bien escritos, pero falta la voz de un narrador personal, de un ser humano que opine sobre lo que oye o ve.

– ¿Le gustaron entonces los informes? -preguntó la voz necesitada de un estímulo.

– Están muy bien, ya se lo he dicho; hay en ellos una gran pulcritud sintáctica, pero son excesivamente contenidos, como si el investigador, que, no lo olvidemos, es el que narra, estuviera apresado en el interior de un corsé lleno de fórmulas y frases hechas de las que no pudiera desprenderse. Por ejemplo, en el último informe la figura de la mujer (Elena Rincón, creo que se llama) queda un poco desdibujada. El caso es que tiene un acierto enorme al describirla como una mujer ojerosa, pero no sabemos si eso es un atributo facial o el resultado de una mirada atormentada. Tampoco sabemos cómo viste o si parece feliz o si se siente sola.

– Es que esas cosas -pareció disculparse la voz- pertenecen al terreno de la subjetividad, compréndalo.

– Compréndalo usted -respondió Elena sorbiendo apuradamente un poco de whisky-, porque se trata de eso, de ser subjetivos, tremendamente subjetivos.

En ese instante, en el reloj del péndulo comenzaron a sonar los cuartos correspondientes a las siete de la tarde. Elena dirigió el auricular del teléfono hacia el lugar de la pared donde estaba situado el reloj y cuando cesaron las campanadas habló de nuevo:

– ¿Ha oído usted eso?

– ¿Las campanadas? -preguntó la voz. -Las campanadas, sí. Pertenecen a un

hermoso y distinguido reloj de péndulo que a su vez está situado en un salón palaciego desde el que hablo con usted recostada en un diván de cuero. El reloj, el salón y el diván pertenecen a la persona para la que usted y yo trabajamos, cada uno en su sitio y desde sus funciones específicas. Le puedo asegurar que su cliente, mi jefe, es tremendamente generoso cuando se le sabe dar lo que pide y lo que le pide a usted es subjetividad. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -respondió decidida la voz, que pareció haber entendido y asumido a la vez con satisfacción la demanda.

– Otra cosa -añadió Elena-, no pierda usted el tiempo investigando los miserables negocios de Enrique Acosta; conocemos de sobra la situación. Háganos un informe, que no tiene por qué ser largo, pero sí jugoso, de su pasado y, más que de su pasado, de cómo ha llegado hasta donde está. Entiéndame: no describa más de lo necesario, interprete lo que es importante.

Cuando colgó el teléfono, la satisfacción desbordaba los límites de su piel. La combinación del hachís y el whisky, por primera vez en mucho tiempo, no había producido en su cuerpo ningún efecto desastroso. Encendió un cigarro y fue a sentarse en la butaca de su madre con idea de comenzar a leer allí una novela, pero estaba poseída por un grado de excitación que le impedía centrarse en la lectura. Abandonó el libro y se limitó a escuchar el tictac del reloj. La realidad había perdido el aire mortuorio de los días que precedieron y siguieron al fallecimiento de su madre. A través del ventanal de la terraza entraba una luz limpia y azul que sugería la presencia del mar. De súbito, Elena sintió que el reloj, la butaca y ella misma formaban un círculo y comprendió oscuramente que su miedo de los días pasados no provenía de la posibilidad de encontrarse con su madre en la butaca, sino de convertirse ella misma en su propia madre atraída por aquel conjunto en el que ella, en aquellos momentos, actuaba de cópula o unión. La idea, en la que no dejó de reconocer un aspecto siniestro, no produjo ninguna impresión inmediata en sus visceras, quizá porque se hallaba en el momento más alto que la combinación del hachís y el whisky solían producirle. Por el contrario, pensó con cierto afecto en su antípoda y se felicitó por los instantes de placer que sin duda le había proporcionado a lo largo de la conversación con el detective.

Su marido llegó a las nueve y fumaron un canuto juntos en la cocina antes de cenar. Era frecuente que no hablaran, pero en sus silencios nunca había tensión o había desaparecido hacía muchos años.

– ¿Has visto a Mercedes? -preguntó Elena.

– ¿Porqué? -respondió Enrique.

– Sé que os veis con frecuencia a mis espaldas y no me importa.

– No nos vemos a tus espaldas -dijo Enrique con gesto de cansancio-. Parece que hables de una amante más que de una hija. Mantenemos simplemente una relación que entre vosotras no ha sido posible.

– ¿Por mi culpa?

– No culpo a nadie, digo lo que pasa.

– ¿Qué piensa Mercedes de mí? -Deberías preguntárselo a ella, pero yo

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