Juan Millás - La soledad era esto

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Premio Nadal 1990
La soledad era esto o cómo incorporar en un libro los más genuinos saberes y reflexiones de la literatura contemporánea. Por medio de un sutil entramado de voces narrativas, la novela cuenta la historia de una mujer -Elena Rincón- que a partir de la muerte de su madre inicia una lenta metamorfosis que a través del aprendizaje de la soledad le conduce a la liberación. Juan José Millás ofrece una desgarrada y contundente crónica de la vida de hoy, mostrando las actitudes de quienes, tras una militancia de izquierdas, han sustituido la ideología por las tarjetas de crédito. En esta novela la trama remite a un original análisis de los alcances de la ficción.

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Su marido lió un canuto y se lo ofreció, pero Elena lo rechazó.

– ¿Y eso? -preguntó Enrique. -Últimamente no me sientan bien.

– ¿Vuelves a tener problemas con tu aparato digestivo?

– Con el digestivo exactamente no -respondió Elena-. Se trata de algo más general. Cuando fumo, no controlo las imágenes.

– ¿Qué imágenes?

– Las imágenes de mi vida, lo que fui, lo que soy, lo que seré de vieja, si todavía puedo hablar como si fuera joven.

– Pasas mucho tiempo en casa -sonrió Enrique.

– Te asustan estas conversaciones, ¿verdad?

Enrique se había tumbado en el sofá, con la mano izquierda en la nuca y la derecha en el porro, mirando a Elena, que continuaba sentada en la butaca de su madre. Enrique sonrió, parecía muy joven aquel día.

– No, mujer -dijo-, a mí me asustan ya muy pocas cosas. Me preocupas tú, el modo en el que vives, el que hayas dejado de ver a los amigos, tu aislamiento, esa manía de darle tantas vueltas a las cosas… -Miró el reloj y puso cara de fastidio-: Tengo esta noche una cena horrorosa; tendría de cambiarme.

– Te he planchado la camisa rosa.

– Gracias, me apetece ponérmela.

Enrique se levantó, apagó el canuto y se dirigió al dormitorio. Elena le siguió y se sentó en el borde de la cama, observándolo. Al fin dijo:

– ¿Qué te da el hachís ahora, al cabo de los años?

– Menos que entonces, pero todavía le saco algún partido. Has de tener en cuenta que yo nunca he fumado tanto como tú. ¿Te acuerdas del año que fuimos a Marruecos? Estuviste tres días colgada viendo a Dios y al diablo y a toda la corte celestial. Siempre has tendido a apurar las experiencias muy deprisa. Yo tengo otro ritmo.

– Pero ¿qué te da?

– Perspectiva. Veo las cosas sin pasión, comprendo su trampa.

– ¿Qué trampa?

– La trampa que hay detrás de todo. Tú y yo seguimos juntos gracias al hachís; los que no lo probaron creyeron que era posible iniciar una relación distinta y ya lo ves, cayendo de pareja en pareja para repetir las mismas cosas. Me sigue ayudando mucho para hacer el amor.

– Tú y yo ya no hacemos el amor.

– Hablaba en general.

– No entiendo lo que dices de la trampa.

Enrique acabó con el nudo de la corbata y fue a sentarse en la cama, junto a Elena. Había abandonado el gesto de seguridad anterior y eso le había envejecido. Pareció pensar unos instantes, después dijo:

– Todavía no sé explicarlo y tampoco tengo mucho interés en poder hacerlo porque me basta con entenderlo intuitivamente, con el lado de la inteligencia o de las tripas encargado de entender esas cosas. Pero hay una trampa fundamental, a la que estamos sujetos, y multitud de trampas accesorias que podemos evitar o no. Yo he decidido evitar las accesorias. ¿Recuerdas cuando murió mi padre? Yo había ido a verle unos días antes y ya entonces lo mezclaba todo. Seguramente no sabía quién era ni dónde estaba. Pero hubo un instante en el que pareció reconocerme y me hizo una confesión que no diría que cambió mi vida, porque detesto esas frases de carácter transcendental, pero que fue como un veneno o una revelación que ha ido actuando en mí a lo largo de todos estos años y que el hachís me ha hecho comprender, aunque no me ha enseñado a explicar.

Elena parecía asustada, pero consiguió hacer la pregunta.

– ¿Qué te confesó?

– Me dijo que el día anterior se había masturbado y que para hacerlo recurrió a la misma fantasía utilizada la primera vez que lo hizo. Después quedó callado unos instantes y añadió: «En realidad siempre he utilizado la misma fantasía, con ligeras variantes». ¿Te das cuenta? ¿Cuántas veces se masturba uno a lo largo de su vida? ¿Miles? ¿Cientos de miles? ¿Millones? No lo sé, pero sí sé que cada vez que lo hace cree repetir una experiencia única, diferente, cuando la verdad es que permanecemos atados a la misma obsesión desde el principio. No sé lo que esto significa, pero sí sé que introdujo en mi vida un factor de conocimiento que antes no estaba y que me ha ayudado a alcanzar algún tipo de acuerdo conmigo mismo, con mis contradicciones y deseos.

– No te entiendo -dijo Elena como si no le hubiera escuchado.

– Te lo diré de otro modo: aquella confesión me hizo mayor de golpe y en el peor sentido de la palabra, en el único en el que realmente se puede ser mayor.

Cuando Enrique salió de casa, Elena se sentó en la butaca y comenzó a llorar, aunque no se sentía en posesión de ningún dolor moral o físico que lo justificara; se trataba más bien de un descanso, como si su organismo hubiera decidido bajar temporalmente las defensas y permitirse el lujo de una deflación, de una caída destinada a acumular energías. Pensó que quizás el llanto estaba cumpliendo la función que días o meses atrás cumplían los desmayos, de los que por lo general salía fortalecida. Cuando cesó el llanto, se acordó, por costumbre, de la cena, pero no tenía ganas de comer. Pensó entonces que tenía frente a sí la posibilidad de liar un canuto y quedarse dormida en la butaca, viendo la televisión, hasta que regresara su marido, pero asoció esa posibilidad al coñá y los ansiolíticos de su madre, y también al informe del detective. Decidió no hacerlo. En realidad, no se trataba de una decisión propia, pues parecía provenir de una voluntad ajena, aunque ligada a la suya por unos lazos invisibles.

Pensó con un toque de ironía que quizá se lo debía a su antípoda que por alguna razón a estas alturas de la vida había decidido comenzar a cuidarla, a cuidarse. Lo cierto es que los efectos del hachís tan deseados ayer mismo parecían indeseables hoy y todo había sucedido de un modo aparentemente gratuito y simple, como el resto de las cosas de la vida.

Decidió irse a la cama y leer hasta que las palabras atrajeran el sueño. Una vez acostada, tuvo un recuerdo, igualmente gratuito, para Gregorio Samsa, a quien tanto había amado en otro tiempo, y pensó que durante los últimos años también ella había sido un raro insecto que, al contrario del de Kafka, comenzaba a recuperar su antigua imagen antes de morir, antes de que los otros le mataran. El pensamiento consiguió excitarla, pues intuyó que si conseguía regresar de esa metamorfosis las cosas serían diferentes, pues habría salido de ella dotada de una fortaleza especial, de una sabiduría con la que quizá podría enfrentarse sin temor a los mecanismos del mundo o a quienes manejaban en beneficio propio, y contra ella, tales mecanismos.

Iba a coger una novela que llevaba meses sobre la mesilla, pero un impulso en el que ya no había miedo, sino deseo de saber, la condujo a abrir el cajón del mueble y tomar de allí uno de los cuadernos del diario de su madre. Como siempre, buscó al azar lo que parecía el comienzo de un episodio y leyó:

Sólo en una ocasión fui al extranjero y por eso tuve la oportunidad de vivir en un hotel. Acompañé a mi marido a una ciudad de Francia que se llama Burdeos, adonde su empresa lo había enviado para que supervisara unos trabajos propios de su especialidad. Sólo estuvimos allí dos días y yo permanecí todo el tiempo en el hotel, que era muy bueno y por el que no sabía cómo moverme. La primera noche mi marido tuvo que salir para hacerse cargo de unos compromisos sociales en los que yo no estaba llamada a participar. Recuerdo que me puse el camisón especial que me había llevado y esperé a mi marido estudiando las características de la habitación y revisando un libro de francés de una de mis hijas, que había metido en la maleta para aprender algunas frases de ese idioma. El camisón era un poco provocador porque yo pensaba que estar en el extranjero era como ser otro y que allí podríamos comportarnos como otros, como si estuviéramos acostumbrados a viajar por las diversas partes del universo mundo arrastrando la vida un poco licenciosa que llevan esas gentes que se mueven tanto y con tanta naturalidad. En un momento dado fui al cuarto de baño para mirarme en el espejo, porque el cuarto de baño tenía un espejo muy grande y sin defectos iluminado por multitud de luces blancas, tan blancas y brillantes como el resto de los aparatos sanitarios (el lavabo, el bidé, la bañera, la taza del váter) que más que aparatos sanitarios parecían muebles de lo bonitos que eran. Aunque lo que iba a hacer me pareció un pecado, comencé a hacerlo.

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