Juan Millás - La soledad era esto

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Premio Nadal 1990
La soledad era esto o cómo incorporar en un libro los más genuinos saberes y reflexiones de la literatura contemporánea. Por medio de un sutil entramado de voces narrativas, la novela cuenta la historia de una mujer -Elena Rincón- que a partir de la muerte de su madre inicia una lenta metamorfosis que a través del aprendizaje de la soledad le conduce a la liberación. Juan José Millás ofrece una desgarrada y contundente crónica de la vida de hoy, mostrando las actitudes de quienes, tras una militancia de izquierdas, han sustituido la ideología por las tarjetas de crédito. En esta novela la trama remite a un original análisis de los alcances de la ficción.

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creo que en vuestra relación tú has puesto siempre un punto de distancia, de frialdad, que os ha alejado. Por ejemplo, sabes que adoraba a tu madre, que fue una buena abuela, y ni siquiera fuiste a su entierro.

– No me encontraba bien -respondió Elena endureciendo el gesto.

Enrique no añadió nada. Desde el salón llegaron, difuminadas, las campanadas del reloj de péndulo que subrayaron el silencio tenso de los últimos minutos. Elena intentó cambiar de tono. Dijo:

– Por cierto, llevo varios días buscando La Metamorfosis, de Kafka, en la biblioteca. Ha desaparecido.

– La tengo yo en el despacho. He terminado de leerla, pero se me olvida traerla todos los días.

– ¿Cómo te ha dado por volver a leer eso a estas alturas?

Enrique sonrió antes de responder: -Pensé hace poco que siempre la había leído desde el lado de la víctima y decidí hacer una lectura desde el otro lado, intentando ponerme en el punto de vista de los padres del insecto, de su jefe, de su hermana.

– ¿Yeso?

– Bueno, tuvo que ver con algo más complicado. Estuvimos en la oficina haciendo un proyecto de remodelación de un barrio periférico para el Ministerio de la Vivienda y cuando fui allí y vi las condiciones de vida de la gente me acordé de la lucha de clases y todo eso. Esa noche, después de fumarme un canuto, comprendí que, en otro tiempo, siempre que hablábamos de la lucha de clases lo hacíamos desde el punto de vista de los perdedores. Sin embargo, yo, personalmente, había ido ganando esa lucha en los últimos años, pero todavía hablaba como si viviera en un barrio periférico. Entonces decidí reconvertirme.

Elena puso la ensalada sobre la mesa, miró a Enrique como si tratara de reconocerle o como si buscara en su rostro algún rasgo de una imagen perdida. Finalmente dijo:

– Eres un cínico.

Y eso fue todo.

Seis

En los días siguientes Elena pareció perder el miedo a la butaca. Tomaba en ella el primer café de la mañana, bajo el tictac y las campanadas del reloj, que medían el ritmo bajo cuya ley temporal se desarrollaba una oscura cadena de significados de duración y objetivo imprevisibles. Una trama que concernía a su existencia parecía organizarse a sus espaldas. Aunque no exactamente a sus espaldas, sino en el lado más oscuro de su vida.

En aquella butaca leyó también el tercero de los informes encargado a la agencia de detectives. Decía así:

La vida de Enrique Acosta Campos podría merecer tres líneas o cien folios, depende del lugar en el que uno se coloque para contarla, de lo que paguen por ese relato y del valor simbólico que le atribuyamos. Este investigador, por razones de inclinación personal y del tipo de trabajos que ha realizado hasta el momento, tiende a situarse en sus pesquisas en el lugar más silencioso del tinglado, en un espacio mudo, por decirlo así. A ese lugar las actitudes y las voces llegan con una claridad insospechada; es esa claridad la que permite hacer informes objetivos, limpios de la confusión que producen los afectos.

Digo esto porque la desconcertante petición de mi cliente, que me exige ser subjetivo y, por tanto, apasionado, me sitúa frente a mis propios intereses de orden, digamos, intelectual. Quizá el término intelectual pueda parecer excesivo para el tipo de cultura que normalmente se atribuye a quienes realizamos esta clase de trabajo. Pero en mi caso es así y no voy a mentir en aras de una objetividad que no me pagan. Soy un criminalista fracasado, pero un criminalista al fin. He realizado numerosos estudios relacionados con esta materia y tengo algunos escritos que quizá algún día alcancen la gloria de la imprenta, el honor de la letra impresa. Otros con menos merecimientos lo han logrado.

Pues bien, esa contradicción, en principio profesionalmente dolorosa, pero inevitable, puesto que tengo que ganarme la vida, ha iluminado un poco mi existencia, pues me ha colocado frente a un hombre, Enrique Acosta, que en muchas cosas es mi negativo, mi contrario.

Yo podría decir que este sujeto, objeto de la investigación en curso, pertenece a una familia de la clase media de aquellas que alcanzaron cierto nivel económico en los sesenta. Podría añadir que estudió Derecho, en cuya Facultad conoció a la que hoy es su esposa, Elena Rincón, y que participó activamente en los movimientos estudiantiles de la época llegando a militar en un partido de izquierdas hoy desaparecido o deglutido, quizá, por los partidos que en la actualidad ocupan el poder o su periferia.

Podría seguir en ese tono, averiguar datos, fechas, nombres y levantar una biografía coherente o no, pero avalada por certificados o situaciones concretas, reseñables, que darían cuerpo y garantía a este informe. Podría añadir incluso que quizá fuimos compañeros, porque tenemos la misma edad, aunque aparento más, y también yo estudié Derecho en aquellos años, aunque he de reconocer que iba algo retrasado, pues inicié el bachillerato en una edad tardía y tuve que alternar mis estudios con diversos trabajos que no me dejaron mucho tiempo para las relaciones personales.

Pero nada de ello es necesario si mi cliente insiste en que sea subjetivo. En mi opinión, y si eso es lo que quieren saber quienes me pagan, este sujeto, que hoy podría vivir en un chalet adosado si no fuera porque odia las plantas, jugó a la revolución en su momento y después, como tantos otros, se fue adaptando poco a poco a sus necesidades gastronómicas y sexuales. Sin ninguna ruptura, en una transición imperceptible y lenta que lo condujo a los aledaños del poder donde hoy se encuentra confortablemente instalado. Conozco bien a estos tipos, dejaron tirados en el camino a sujetos como yo, que -preciso es confesarlo- carecimos de la inteligencia precisa o la falta de escrúpulos necesarios para darnos cuenta a tiempo de lo que iba a suceder. Para ellos ser detenidos era una insignia, algo así como una herida de guerra, pero para mí supuso tener que abandonar la carrera y mi verdadera vocación criminalista para la que, por naturaleza, me sentía dotado. Me hicieron la revolución, como quien dice, y luego se largaron a ocupar despachos y consejos de administración y direcciones generales desde las que han perdido la memoria de la gente como yo. Son lo que fueron siempre, unos señoritos, pero conservan de aquel paréntesis de sus vidas el gusto por el hachís o por la cocaína, o por unas músicas que yo no entiendo, porque piensan que eso todavía les hace diferentes. Afortunadamente, algunos de ellos han agarrado un cáncer o un SIDA que les hace sudar en clínicas de renombre internacional donde cuidan su muerte como en otra época lamían su imagen. Son unos cabrones, unos hijos de puta, y Enrique Acos-ta es el mayor de todos ellos, mi enemigo. Esto es subjetividad y lo demás son cuentos. Vale.

En cuanto a Elena Rincón Jiménez, su esposa, tiene una historia parecida, en mujer, claro está. Por cierto, sus ojeras son sin duda el resultado de la ingestión de drogas, aunque sería aventurado decir qué clase de drogas y por dónde se las mete. Sale poco, pero cuando sale no va a ningún sitio y se pone gafas de sol para ocultar la dilatación anormal de sus pupilas. Hace poco ha despedido a su asistenta, con la que este investigador ha entrado en contacto sin obtener de ella informaciones muy precisas, pues se trata de una mujer de poca cultura y escasas dotes de observación. Elena Rincón podría ser una mezcla de ama de casa contemporánea y mujer liberada que no soporta las imposiciones de un trabajo regular. Su modo de vestir no es espectacular, pero tampoco sencillo. Utiliza un tipo de ropa cara que parece más barata de lo que en realidad es. Curiosamente, no pretende parecer más joven.

Elena se quedó momentáneamente perpleja, como si le hubiese estallado entre las manos un artefacto diseñado por ella pero destinado a otro. Permaneció durante un tiempo incalculable observando la luz del ventanal, ejercitando la pierna derecha, que colgaba sobre su muslo izquierdo, en un movimiento pendular que seguía el ritmo del tictac del reloj situado por encima de su cabeza. Atardecía ya y las escasas nubes, desgarrándose como pequeñas bolas de algodón podrido, adquirían un color ro-sáceo que sugería la existencia de una enfermedad. Cuando llegó Enrique continuaba en la misma postura, pero tuvo tiempo, antes de que entrara en el salón, de ocultar el informe y recomponer los rasgos de su cara.

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