Lorenzo Silva - El Ángel Oculto

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Impulsado por una serie de acontecimientos que él interpreta como señales -la muerte de su perro, la infidelidad de su mujer, un hombre vendiendo pañuelos en un semáforo, un sueño- el protagonista de esta novela decide dejarlo todo e irse a Nueva York, con el vago designio de iniciar algunos estudios o, simplemente, a esperar algo que haga cambiar su vida.
El hallazgo casual de un libro escrito por Manuel Dalmau, un español emigrado a Estados Unidos a principios de los años veinte, le proporciona el primer indicio de cuál era la verdadera finalidad de su viaje. Sus tentativas por localizar al autor le llevarán a conocer a una mujer que le fascina, pero también le involucrarán en una trama de amenazas y misterios. Cuando por fin conozca a Dalmau y las razones que le impulsaron a abandonar España, su destino se verá inexorablemente ligado al del anciano, en un viaje interior que le hará comprender los poderosos vínculos que nos unen a los nuestros y a la tierra que nos vio nacer.

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Una vez que el empleado cree haber agotado la diligencia, lo que en mi caso, al llevar una sola maleta, sucedió comparativamente pronto, despacha una pegatina sobre el bulto y otra sobre el pasaporte (uno se pregunta quiénes son los americanos para andar estropeando los pasaportes de todo el mundo) y franquea al pasajero la entrada al área de seguridad. Al pasar dentro de ella, ya es casi como si se estuviera en territorio estadounidense. Yo viajaba en clase turista, como es lógico, porque había oído a demasiados indeseables desdeñar sus asientos y ridiculizar a los desgraciados que se comen la bazofia que sirven fuera de la primera clase como para dejar, por un vuelo de seis horas y media, que se me pudiera confundir con ellos (con los indeseables). En la cola del mostrador que por ello me tocaba había una sección del Ejército de Salvación, compuesta por lo que parecía el equivalente a un suboficial de color y un puñado de muchachos y muchachas de varias razas y diversos grados de obesidad. A saber a qué habrían venido a Madrid. Hablaban en voz muy alta, en ese inglés chirriante de muchos americanos, que me aturdía. Quizá fuera porque el inglés que yo había aprendido tenía como modelo el de los británicos.

Fuera del área de seguridad, una vez que me hube deshecho de mi maleta, me aguardaban mis padres. Habían decidido ir a despedirme al aeropuerto, contra todas mis súplicas. Siempre he creído que los aeropuertos son lugares demasiado lúgubres e inhóspitos para las despedidas. Pero, además de no poder prohibirles que circularan libremente por el territorio nacional, hube de ceder a la consideración de las circunstancias en que me iba de su lado. A pesar de la insistencia cortés de mi padre y del ruego silencioso de mi madre, me había abstenido de asegurarles que fuera a regresar en tal o cual fecha o que mi viaje tuviera una finalidad concreta. Más bien les hice ver lo contrario, que me iba con gana de no volver y que no tenía idea de para qué ni de cómo iba a arreglármelas para instalarme allí. Ni siquiera, aunque tampoco lo descartaba, les prometí que regresaría por Navidad.

Mi madre no paraba de mirar su reloj. Aparte de preocuparse por la hora de embarque, estaba obsesionada por que mi hermana no llegara tarde a despedirme. Yo no lo estaba. Me constaba que no iba a venir.

– Debe de haberse retrasado por el tráfico -dijo mi madre.

– Debe -concedí, por no desanimarla.

Mi hermana no daba demasiada trascendencia a mi marcha. En general, se había hecho a no dar demasiada trascendencia a ningún asunto. Pasaba consulta por la mañana y por la tarde, salvo los tres días por semana en que operaba. Mis padres habían puesto una ilusión desmedida en aquella chica tenaz que había sacado uno de los primeros números en los exámenes para médico residente. Yo también la había puesto, y ella no había defraudado a nadie. Su carrera proseguía brillante y provechosamente. Tres tardes a la semana rebanaba tumores o corregía roturas y atascos de cañerías en el cerebro, lo que la había llevado a concederle a casi todo un valor relativo. Había hablado la semana anterior con ella, por teléfono.

– ¿A Nueva York? ¿Y eso? -me había preguntado.

– No lo sé. Está lo suficientemente lejos, en todos los sentidos.

– Ten en cuenta que todo el tiempo que pierdas lo tendrás que recuperar luego -me había advertido, como si le indicara a un enfermo lo que arriesgaba si no seguía la medicación.

– Recuperarlo para qué.

– Oye, ya eres mayor. Digiere como te parezca el divorcio y lo demás, pero no te olvides de que el lobo siempre está por ahí, en alguna parte del bosque.

Mi hermana siempre había tenido gusto por las metáforas, y no lo había perdido aunque con frecuencia la gente se le quedara imbécil o muerta entre las manos. Al revés.

– Gracias por el consejo.

– Imagino que estarás de vuelta dentro de un par de meses, como mucho. Mientras tanto, cuídate, y ya que te das el paseo, aprovecha por lo menos para aclararte la cabeza. Tengo que salir pitando para la consulta.

En boca de mi hermana, la palabra cabeza cobraba una contundencia inaudita. Recordé cuando la llevaba al colegio, cogida de la mano. Era una niña pelirroja, muy inquisitiva y atenta, a quien preocupaba que los gorriones se mojaran cuando llovía, porque no tenían casas con tejado ni paraguas.

Mientras la megafonía del aeropuerto urgía a uno de los irresponsables que dejan que les llegue la hora de embarcar sin presentarse en la puerta anunciada (a veces también son personas a quienes ha interceptado algún accidente), mi padre me observaba con amargura. Adiviné lo que estaba pensando. Me había visto conseguir a base de esfuerzo lo que él no había podido facilitarme, o no hasta donde hubiera querido. Había vivido la alegría de mi casamiento con una chica lista y cariñosa, nuestros primeros éxitos aparentes. Él siempre había confiado en mí, y todo lo que iba pasando era una confirmación de sus expectativas. Hasta que un día, antes de que Marta y yo nos separáramos, porque mi padre tenía olfato para presentir, algo dejó de ir como era debido. Y de repente allí estaba, despidiéndome hacia no sabía qué, y yo notaba que él no podía ahuyentar de sí el temor de que algo de lo que él pudiera ser responsable, una herencia cultural o del temperamento, me hubiera abocado a aquella situación que era o semejaba una derrota.

Mi madre no ofrecía mejor aspecto. Por una de esas inconveniencias de la mente, me acordé de una de las fotografías de la boda, en la que ella aparecía sonriendo a mi lado, con su flamante vestido de madrina. Las madres no sienten ordinariamente la culpa de haber hecho algo mal, sino sólo que eso que se va o que tiembla o que sufre es un trozo de ellas mismas. Es la diferencia que trae habernos llevado dentro, que les impide tomar la distancia que hace falta para creer que hubieran podido remediar lo que nos sucede. Por eso las madres tampoco pueden cuestionar los actos de los hijos. En otra forma, sometidos a un arbitrio que se les escapa, son sus propios actos.

En mitad del bullicio del vestíbulo aeroportuario, que tanto nos estorbaba para lo poco que podíamos hacer en aquel momento, me dolió disponer del poder de obligar a mi madre a aceptar que yo me fuera a América y a padecer todas las dificultades que pudieran esperarme allí; no sólo las efectivas, sino todas las posibles. Tampoco celebré tener sobre mi padre una prerrogativa similar, o peor, la de arrojarle a una revisión obsesiva de todo lo poco que había podido hacer para salvarme de tantos adversarios que eran más fuertes o estaban más avisados que él, comenzando y terminando por mí mismo. Habría querido ser capaz de persuadirlos de que lo peor había pasado, de que si me iba era porque había comprendido que tenía que procurarme una manera de levantar la cara y volver a mirar adelante y esa manera no podía, o aunque pudiera había elegido dudarlo, estar en Madrid. Pero no iba a persuadirlos de nada, porque me sobrepasaba la magnitud de lo que estaba haciendo, una magnitud que sólo entonces llegaba a vislumbrar.

Cuando llegó la hora los abracé durante un buen rato. No se me ocurrió nada para consolarlos, aparte de garantizarles, y eso lo sabían, que les iba a querer siempre. Los dejé al otro lado del control de pasaportes, convertidos de golpe en un par de ancianos frágiles, y su mirada fue, en adelante, el símbolo íntimo de la patria abandonada.

3.

Manhattan

Una vez que el avión hubo atracado y hubieron adosado a su costado la manga de embarque y desembarque, el ruidoso pasaje de la clase turista se precipitó hacia la salida. Observé con cierto asombro que los menos apresurados eran los americanos, aunque se trataba en buena parte de adolescentes que volvían de viaje de estudios. Me llamó la atención una de esas chicas de cabellos casi blancos y piel transparente, que pueden ser o no retrasadas, como propugnan el tópico local y los cien mil chistes en él inspirados, pero que tienen algo en la forma en que se quedan quietas mirando el vacío. La chica vestía una camiseta dos tallas inferior a la suya, que marcaba todo lo necesario las convexidades de su cuerpo, y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto la longitud lechosa de sus piernas. Aunque llevaba los párpados muy pintados, todavía no había aprendido (tal vez no aprendiera nunca, o lo hiciera durante un tiempo brevísimo) a sacar partido de su belleza insultante y clásica. Mascaba chicle y llevaba pulseras de cuero. Mientras los pasajeros no americanos, en su mayoría españoles, se apelotonaban en la puerta, ella se quedó en la zona de popa, sentada en la moqueta, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Su mandíbula inferior subía y bajaba y en el gris acerado de sus ojos brillaba una ausencia que hubiera podido ser desprecio.

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