Carmen Gaite - Retahílas
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G. Cinco
– Y los tuyos, Eulalia, de verdad, qué guapa estás ahora, si te pudieras ver. Ojalá te durara eternamente esa expresión que tienes, la que te atribuía yo en la infancia cuando te imaginaba por las noches arrodillada al borde de mi cama; pero es una bobada decir "eternamente", la luz que dura siempre no puede ser así como esa de tus ojos, eterno será el brillo de las piedras preciosas, antes lo has dicho tú, inerte, siempre igual, un brillo que no sabe de amenazas de muerte ni de oscilar, qué sosería, quieto por más cierzo que le sople; no, guapa, no creo que a ti se haya atrevido nadie a llamarte "turquesita mía", eso es un piropo como para Colette, lo tuyo no va por ahí, te lo digo yo que también tengo mi retórica, lo tuyo va por el ramo de la hoguera, y las hogueras se pueden apagar si dejas de echarles alimento, ahí está, que dan luz a costa de lo que queman, pero qué maravilla.
A mí me encantan las hogueras; el verano pasado le dije a Ester: "¿Quieres que la noche de San Juan busquemos algún barrio donde todavía hagan hogueras, que tiene que quedar alguno, y quememos allí tus cartas y las mías en plan de conjuro, para que nos dé suerte?", era una temporada que nos llevábamos muy bien y dijo que cómo se me había podido ocurrir una celebración tan bonita, porque es que además ella cumple años esa noche, nació a medianoche, yo muchas veces le digo que se le nota que está presidida por las hogueras de San Juan, porque es muy excesiva y apasionada en todo, en algunas cosas Ester se puede parecer un poco a ti, fíjate, aunque ella desde luego es mucho más neurótica; total que habíamos hecho un paquete cada uno con nuestras cartas y nos habíamos estado enseñando algunas, que por cierto es una sensación muy rara volver a leer cosas tuyas que escribiste en un trance determinado, revives ruidos, colores, si te dolía o no la cabeza, y precisamente por el morbo que tiene la cosa le había dicho: "nada, nada, fuera, no sigo leyendo, ahora nos queremos, pues qué más da", y ya después de cenar con la madre de Ester teníamos muy buen humor y mucho cuerpo de fiesta, no sé la de vueltas que dio el taxi por descampados y barrios oscuros hasta dar por fin con el sitio de las hogueras, nos habían dicho que pasado el barrio de la Concepción solían hacerlas todavía, pero mucho más allá, y el taxista que nos llevaba tenía una vaga idea pero no estaba nada seguro, venga a preguntar, era simpatiquísimo, decía: "Éstas son las carreras que a mí me divierten y no lo de siempre, la Gran Vía y el Eurobuilding", ya se tomó la pesquisa como cosa propia, decía, cada vez que se volvía a despistar: "Yo soy muy cabezota, ustedes tranquilos que sin hogueras no se quedan; como me llamo Rogelio", así que cuando vimos los primeros fuegos en lo alto de un desmonte nos entró mucho entusiasmo y le dijimos que se bajara a tomar un vino con nosotros; tuvimos que subir un repecho a pie y en seguida se notaba el ambiente de fiesta que crían los fuegos diseminados y el runrún de la gente que los merodea, nos metimos en un bar, es una barriada barata de gente obrera, un poco transición entre lo rural y la sociedad de consumo, calles sin hacer del todo con abertura al descampado y luego más lejos otras casas, hablaban casi todos con acento andaluz, había chicos de pelo largo y música de tocadiscos saliendo de las casas, y dijo Rogelio que ya la sociedad industrial va arrinconando estas fiestas que desaparecen hasta en los pueblos, que le daba mucha alegría encontrarse todavía a una pareja con dos dedos de frente que en vez de meterse en una boite de infierno prefiriera correrse medio Madrid para cazar los coletazos de estas tradiciones mandadas retirar y más siendo jóvenes, con lo bonito que es buscar una cosa y empeñarse hasta que la encuentras y vencer los obstáculos, y no eso de que todo venga prefabricado, hasta las diversiones, que hoy en día los jóvenes ya han nacido cansados y sin ilusión; y ahí ya se empezó a enrollar y Ester para cortarle le dijo: "Es que mi novio es muy romántico", y es la única vez en su vida que me ha llamado novio, comprendería que era el nombre apropiado para esa situación, una denominación excepcional, también el coletazo de unas relaciones que, ya ves, cuando mamá y tú bailabais boleros tendrían sentido, ahora son de otra manera, pero me gustó, me hizo gracia oírlo, pensé que era una palabra para tirar también a las hogueras. Y estuvimos hablando del simbolismo de tirar cosas a las hogueras, de las fallas de Valencia; claro que yo a las fallas les veo también un sentido de despilfarro ostentatorio, pueden tener que ver con el potlach de los antiguos árabes, y Rogelio estaba interesadísimo, le conté que consistía en que dos grandes jeques árabes se desafiaban para ver cuál era más grande que el otro y uno mataba su caballo, otro sus camellos, otro quemaba sus cosechas, otro destruía sus tiendas, y así seguía el pique, demostrando el poder a base de la destrucción, y Rogelio decía: "¡Qué barbaridad!", y que de cuantas cosas bonitas se llegaba uno a enterar estudiando; le daba pena despedirse pero tenía que seguir su trabajo porque el taxi no era suyo en propiedad y se estuvo metiendo bastante con su patrón que estaría en pijama al balcón el muy cerdo bebiendo agua de un botijo, hasta que por fin se marchó ya algo chispa. Ester y yo echamos a andar abrazados; cuando languidecen las hogueras la gente las aviva a base de trastos viejos que van sacando de sus propias casas y también con maderas y desperdicios que traen los niños de los vertederos, kilómetros andaríamos Ester y yo esa noche siempre guiados por el resplandor de las hogueras dispersas, parándonos en todas, hablando con la gente que estaba alrededor; en algunas había mucho barullo de baile y palmas y los niños saltaban por encima de las llamas, en una Ester estuvo bailando con un gitano que me pidió permiso a mí para sacarla, en otras nos ofrecían de beber, una noche emocionante; y ya, por los antepechos de la Ciudad Lineal debía ser, vimos una casita aislada, una maravilla, oye, como de nacimiento, con su parra y su arbolito, y junto al fuego medio apagado que tenía delante nos sentamos en un banco de piedra que había, eran las cuatro, estábamos cansadísimos y era la primera hoguera solitaria que nos habíamos encontrado. Y en esto salió de la casa una mujer de unos cincuenta y tantos años con un perrucho detrás; traía agarrada por el respaldo una silla completamente nueva, nos dijo: "Buenas noches" y la echó a la hoguera, mejor dicho la plantó clavándole bien las patas en la brasa que en seguida se empezó a animar, y ella se quedó allí quieta mirando. De repente se levanta Ester y me dice: "Aquí, ¿no te pare? yo me levanté también: "Claro, mujer -le digo-, ¿dónde mejor?", y nos mirábamos con un entendimiento total, sacó ella su paquete de cartas y yo el mío y los tiramos al fuego. Abultaban bastante porque nos habíamos escrito mucho, sobre todo en la primera época de conocernos cuando ella se fue a Tánger con su madre que estaba allí en un sanatorio psiquiátrico, qué época tan infernal, no tenía más que conflictos consigo misma, con la madre, con el amante de la madre, me cogía manías furibundas a mí, me traicionaba, me pedía perdón, me castigaba con silencios incomprensibles, hasta se intentó suicidar, y en las cartas me lo contaba todo revuelto, eso sí, lo malo nada más, dice que la alegría es más difícil de expresar y que ella cuando está alegre lo que quiere es salir a la calle y ver gente y no montarse la cabeza con explicoteos, pero yo, claro, si la última carta venía de humor negro me quedaba en ascuas hasta que volvía a ver su letra; qué cantidad de impaciencia y de petición de socorro, cuántos sellos de urgencia, cuánta ira y amor y deseo se quemaban en aquellos papeles; no ardieron en seguida, habían caído encima del asiento de la silla y se quedaron un rato allí a buen recaudo, como en una islita porque las llamas todavía no subían muy altas. "Estábamos a tiempo de salvar alguna, como hacen con las fallas de Valencia -dijo Ester-; se salva la mejor, yo cogería la de los tequieros atrasados, ¿la cojo?, está encima de todas"; era una en que yo le había dicho que los tequieros de las cartas atrasadas se mustian como las flores, que si los lees dos días después de recibidos ya no te valen, necesitas los que llegan recientes, aunque estén escritos con la misma letra y hasta en una frase igual. "No, no la cojas -le dije- porque es verdad que dejan de servir, se han mustiado, sólo el fuego los salvará, deja que se quemen todos los tequieros viejos y también los teodios", y la besé. La mujer, al otro lado de la hoguera, miraba absorta los dos montoncitos, como esperando un acontecimiento solemne; cuando por fin las llamas los alcanzaron, nos miró a nosotros y dijo: "Hacen bien, lo que dura para siempre no necesita de papeles"; yo la sonreí por encima del fuego, pero ella estaba muy seria, una cara impresionante: "Además -sentenció- nada dura para siempre", volvió a dar las buenas noches y se metió para adentro con el perrucho. Este verano he ido yo solo de paseo por aquellos alejados barrios pero no he encontrado la casa; en un año esa parte ha cambiado muchísimo.
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