Carmen Gaite - Retahílas

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En Retahílas, el viaje que realiza una anciana al pazo familiar para morir, acompañada de su nieta Eulalia, y la llegada sorpresa de Germán, el sobrino de Eulalia, producirá durante esa noche un intenso diálogo entre los dos que dará lugar a seis monólogos, en los que cada uno reconstruirá y contará qué ha sido su vida hasta entonces.

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Y ya lo creo que me he acordado, miles de veces me he acordado -"te tiene que bastar"-, pero no me bastaba; casi en seguida me di cuenta de que conocer su alma repliegue por repliegue era prácticamente imposible. Yo me he pasado la vida hablándole de mí, explicándole mi conducta sin que me lo pidiera, no ha tenido nada que investigar, tan misteriosa y desconcertante como les he parecido a otros hombres, él en cambio me debe conocer como a la palma de su mano; y es un vicio que se queda para siempre ese de pretender aclararse para otro, porque sigue pareciéndome insoportable que le falten datos acerca de mí, se los hago llegar como puedo, por los caminos más estrafalarios, confiando en los amigos comunes, en la fuerza expansiva de los chismes y él como si nada, ya has visto su actitud la tarde de la capa, y eso que tenía que saber de mí montones de cosas, pues no suelta prenda, pero tampoco creo que sea por táctica, no sé por qué es, no sé nada, hemos vivido juntos diez años y de su alma no tengo ni idea, quiero decir de esas últimas motivaciones que llevan a la gente a escoger una cosa en vez de otra o a cambiar de humor, nada, ni siquiera conozco bien sus gustos, bueno sé que le gusta estudiar y hablar bien y que la guerra no le gusta, ni las mujeres gordas… pero poco más, no te creas. Por ejemplo, viajar; ¿tú crees que te puedo yo decir si le gusta a Andrés viajar o no le gusta, a pesar de la cantidad de trenes, aviones y barcos que hemos cogido juntos?, pues no te lo puedo decir. Y la cuestión es que nunca se oponía, trato de acordarme de cómo se decidían nuestros viajes de placer y no logro reconstruir su actitud, pero no creo que se opusiera abiertamente a nada, bien es verdad que en esos primeros años era yo también muy egocéntrica, no me acuerdo más que de la fuerza de mi capricho, cuando Andrés decía que bueno no me paraba a investigar más, daba por hecho que su mayor placer era el de darme gusto, ahora es cuando me despierta una curiosidad de pesquisa policíaca que me muero, ¿qué cara ponía?, ¿qué palabras dijo exactamente? y se me borra, pero propiamente indiferencia nunca le noté tampoco en esas decisiones, creo más bien, a la luz de interpretaciones posteriores, que aceptaba en la seguridad, que la he tenido siempre, de que cualquier lugar él puede hacerlo suyo al poco tiempo. De hecho nos íbamos de los sitios cuando él empezaba a encontrarse a gusto, de eso sí me acuerdo bien, de la mirada extrañada con que solía preguntar: "¿Pero cómo, que nos vamos ya?", como si no lo comprendiera, "¿y por qué nos vamos?". "Porque no nos vamos a quedar siempre, porque ya lo hemos visto", yo quemaba los lugares mucho antes que él, y es curioso, parecía además que me había enterado mejor porque contaba más cosas. La situación de aquel día en el comedor de tu casa era muy frecuente: a él le gustaba oírme hablar de nuestros viajes como si no los hubiera hecho conmigo, ¿cómo no me extrañaría?, se fundía con los demás oyentes, y si yo intercalaba un "¿te acuerdas?" a mí misma me sonaba raro, me acostumbré a viajar para contárselo, a él sobre todo, era uno de los mayores alicientes, entonces me bastaba, pero ahora echo de menos las versiones suyas que eran mucho más sobrias y yo apenas las atendía; es como haber conservado solamente las propias cartas de una correspondencia larga con otro.

Y ya te digo, si te hubiéramos llevado con nosotros en algunos de esos viajes, no sé qué tipo de relación habrías tenido con él, conmigo desde luego buena, pero superficial. Por miedo a comprometerme con nada ni con nadie, que era ya una obsesión la que tenía por esos años de no quererme parecer a mi madre, pobre mujer, como si en ella la tendencia a la dulzura y a la sumisión no hubiera sido también una reacción contra la tiranía con que su propia madre trató al abuelo Ramón toda la vida, todas las exageraciones son malas y por no querernos parecer a los padres damos el salto atrás y monstruos por la otra punta, qué más da, todo queda en la familia, luego dirán que la familia está superada, ya ya, eso se dice en los libros. Y yo a ti te quería, siempre te he querido, no sabes cuántas veces he pensado en ti, pero me parecía una debilidad enternecerme por tu suerte, y ese día de mi regreso de sobra capté el fluido que había entre tus miradas y las mías allí en el comedor, ya lo creo, me di cuenta casi tanto como esta noche de lo mal que tenías que haberlo pasado sin tu madre y tuve mala conciencia, por eso evitaba mirarte. Porque reconocía mi incapacidad, sabía que de madre no te habría podido servir, me daba miedo penetrar tu tristeza por eso que te digo, porque echaba el cierre a todo lo incómodo; me habría podido ocupar de ti en el plano material, tratarte a cuerpo de rey, hacerte regalos, pero eso tampoco es lo que te faltaba sustancialmente con Colette, te faltaba la palabra, las historias que habrías querido oír, ese tiempo reposado para hablar, para echar raíces en otro, y eso yo no te lo hubiera dado entonces tampoco, historias de las que aturden y divierten son las que te habría contado, de las que te hacen perder el hilo de la propia identidad y nunca recobrarlo, no quería recobrar nada. Y tú, bien lo noté, me pedías cuentas. Sí, Germán, la ausencia hay que dejarla doler lo que ella pida y transformarla en bien, ahora lo sé, no se trata de sustituirla atolondradamente por otras presencias sino de vivirla y dejar que destile conocimiento y bien, a palo seco, lo que tú hiciste, rechazar los sucedáneos. No es que yo a tu madre, por ejemplo, la hubiera sustituido por nadie, eso que has dicho tú de que sustituí a una cuñada por otra no es cierto, me costaba trabajo olvidarla, aceptar a Colette sentada en su sitio, y si evitaba tu mirada era también por lo mucho que me ha recordado siempre la de ella, el pelo y los ojos los tienes idénticos, pero pensaba que los muertos y los ausentes no existen, que no tienen sentido. Olvidarlos y prescindir de cualquier afecto perturbador, no dejarme encadenar por conflictos ajenos, largarme, no cogerle cariño a nada, partir de cero a cada instante, no rechazar ningún placer, tal era mi retórica de entonces.

La palabra retórica, por cierto, me recuerda siempre una discusión que tuve con Andrés precisamente la víspera de salir para la India, se me quedó grabada, casi no se le puede llamar ni discusión, pero aquella noche algo se quebró, una luz diferente vi en sus ojos cuando pronunció la palabra "retórica"; luego, si me pongo a revisar toda la cadena de tambaleos que vinieron a desembocar en la separación del año pasado, tengo que reconocer que allí está la primera fisura, en aquella luz fría y rara de sus ojos al tiempo de aplicarme ese adjetivo: "has estado muy retórica" que fue lo que me dijo, lo detecté inmediatamente: "ojo, esto es nuevo", y fue como si se me helara el corazón ante aquel extraño aviso; nunca me había gustado la palabra retórica tampoco como sustantivo, la asociaba desde que la leí por primera vez, que seguramente sería también, cómo no, en uno de esos libros, con ministros del siglo diecinueve soltando discursos en el Congreso de levita negra, pero ahora le tengo un particular rencor vinculado con una sensación de peligro y desconfianza, de perder pie frente a un juicio que te planta cara con acritud. Estábamos en nuestra buhardilla parisina que dejábamos definitivamente, desvelados, con pereza de acostarnos, los dos somos desordenados y había mucho barullo, parte del equipaje recogido y copas sucias por el suelo porque acababan de irse unos amigos que habían estado despidiéndose de nosotros, gente a la que sentíamos dejar, hoy pienso que sobre todo Andrés, aunque mientras yo había estado hablando sin parar y mostrándome muy expansiva con todos, él, sentado en un rincón, había mantenido una actitud ajena y taciturna; se lo dije, le pregunté que por qué no había despegado apenas los labios, esperé su respuesta con toda tranquilidad, mirándole, él me miraba también, estábamos sentados en el suelo, se encogió de hombros: "Tú en cambio has estado muy retórica", dijo. Al disparo de su frase repasé atolondradamente mi conversación que desde luego sí había tenido algo de discurso; había sido como un canto al desarraigo, Andrés perdía un puesto de profesor en la Sorbona por hacer aquel viaje, no queríamos compromisos ni proyectos ni porvenir estable, no queríamos hijos, por supuesto, ensalcé la significación de rechazo a las estructuras que tenía la India para nosotros, ahora se ha puesto de moda ir a la India, ya ves, pero entonces resultaba original, siempre nos había atraído emprender un viaje así, y era quemar todos los cartuchos, partir a la aventura; pero de pronto noté que mi plural había sido forzado, Andrés no se montaba conmigo en aquella rueda de palabras, se quedaba fuera. "¿Es que ahora te has desanimado del viaje?", le pregunté con desconcierto y aprensión, pisando un terreno incómodo. Y como no me contestó en seguida, sufrí un ataque de amor propio y pasé a un tono de reto que a la abuela le habría encantado: "¿Para qué vienes, di?, nadie te obliga, somos libres, eres Ubre de quedarte, ¿qué es un billete de avión?, se rompe, podemos hacer cada cual lo que quiera, ése ha sido nuestro pacto, ¿no?, lo hemos dicho mil veces". "Lo has dicho tú sobre todo -corrigió él-; forma parte de tu retórica. Pero además, no saques las cosas de quicio, yo no he dicho que me quiera quedar, todo lo dices tú." La segunda alusión a mi retórica fue una carga que me pilló desprevenida; bajé los ojos incapaz de reaccionar, ya sólo podía desear que siguiera hablando. "En el fondo, vamos a la India porque nos apetece, como es natural -dijo él-, porque yo ahora he heredado dinero de mi padre, nos da la gana de fundírnoslo en ese viaje y en paz, a quién no le gustaría, pero es que oyéndote a ti, en vez de un privilegio, parece un mérito nuestro, una misión ejemplar, y tampoco es eso, Eulalia; despreciamos el dinero porque no nos falta." Ya no me acuerdo de cómo me defendí, creo que mal y sin convicción, me había puesto triste. Andrés habla sin pasión ni censura, en un tono que impide la réplica desordenada, hay que tener mucha moral para ponerse a su nivel lógico y yo de repente la había perdido, me vino a decir que necesitaba demasiado justificarme y vestir mis actos de excepcionalidad, hacerme admirar; seguimos bebiendo, totalmente espabilados ya, recuerdo que vimos amanecer y que al final la discusión se había disipado completamente y nos queríamos mucho poseídos de esa exaltación que se prueba al punto de abandonar para siempre una habitación querida en la cual se han pasado momentos felices, y al compás de esa exaltación Andrés me parecía guapo, comprensivo y alma gemela, largarse con él de los sitios a la busca de otros siempre sería una cosa alegre; pero luego, por la mañana, mientras cerraba las maletas, me sentí repentinamente muy cansada, sin ilusión por ir a la India ni a ningún sitio, y el malestar inyectado por la palabra "retórica" borró las recientes sensaciones placenteras de aquella reconciliación y me hizo desconfiar de ella como cosa del cuerpo que había sido, en eso no estoy de acuerdo con la abuela, yo el cuerpo y el alma nunca los he podido separar. Y más tarde, en el avión, mirando el perfil de Andrés que dormía a mi lado, me era muy difícil vencer un deseo irracional de despertarle para que reanudásemos la discusión pendiente, pero me di cuenta de que no tenía argumentos ni quería, en realidad, decirle nada, que lo único que necesitaba era que en cuanto abriese los ojos y me viera a su lado me mirase con incondicional admiración, no me bastaba con sentir que juzgaba con cariño alguna parcial manifestación de mi ser en ese momento, no, se trataba de un requerimiento global: lo que necesitaba vorazmente era notar en sus ojos que me iba a admirar siempre, dijera lo que dijera y me comportara como me comportara y que jamás podría comparar a nadie conmigo, me extrañé yo misma de puro claro que lo vi, era horrible, eso significaba renegar de mi capacidad de evolución y de pensamiento, pasar a la calidad de las piedras preciosas, el brillo de una joya no se discute, ni se altera, claro, pero es inerte, por ese camino si un día Andrés me llamaba "turquesita mía" me tendría que callar, además yo a los hombres que me miraban con incondicional admiración acababa tomándoles una manía espantosa; las nubes se estrellaban deshilachándose contra los flancos del avión al tiempo que yo pensaba obstinadamente estas cosas en medio del malestar que se derivaba de no haber dormido, de no poder dormir y de comprobar que Andrés, sujeto principal de mi discurso solitario, dormía como un bendito a pesar de los baches bruscos y un poco alarmantes que el avión tenía a trechos; a mí cuando me coge una idea fija soy de temer, no sé las horas que debí pasar allí sola dándole vueltas a eso de la admiración amorosa, me agarraba a un recuerdo al que suelo acudir en trances parecidos para desprestigiar un sentimiento con el que no estoy conforme, echar mano de fragmentos literarios inaceptables de puro empalagosos, qué horrible, por ejemplo, escuchar a un enamorado que te dijera:

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