Carmen Gaite - Retahílas
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Y sí que lo sabía, ya lo creo, en eso nos daba ciento y raya a todos los Orfila y los Sotero y los Allariz juntos, cuando ya decía eso era punto final, una barrera, aunque tampoco lo decía con aspavientos, no, nunca hizo el menor aspaviento, ni siquiera para morirse, los odiaba. Me acuerdo una tarde, estudiando el arte barroco para un examen que teníamos, apartó de improviso el libro con un gesto brusco de fastidio y dijo que se largaba a dar un paseo, que adiós. Estábamos en casa y la vi levantarse con bastante estupor porque no era un comportamiento habitual en ella, había sido como un ataque de ira contra la estampa de una portada churrigueresca que teníamos delante; la seguí con ojos perplejos, se estaba refrescando la cara en una jofaina antigua que tenía yo entonces en el ángulo de mi cuarto, me la había llevado precisamente de aquí porque me gustaba mucho. "Pero, mujer, ¿qué te pasa?", me atreví a preguntarle; y dice: "Nada, no lo aguanto más, me indigna, me da asco, si me sale el barroco me suspenden y en paz". Era el último curso que estudiamos juntas y había aprendido a respetar sus humores como ella aguantaba los míos; le pedí que se quedara, que, si quería, no seguíamos estudiando, pero que me dijera por favor lo que le había pasado para ponerse así. Se volvió a sentar, era mayo, nunca lo olvidaré, estaba la puerta de la terraza abierta y ya se había metido el sol, pasaban los vencejos persiguiéndose a chillidos y quiebros veloces por el cielo; estuvimos un rato calladas y al cabo, sin dejar de seguir los giros de los pájaros, primero poco a poco y luego a borbotones, se puso a hablar de tantas cosas y tan suyas, que si te las pudiera repetir ahora sería como regalarte un retrato de tu madre mucho más fidedigno que ese que te llevabas a la cama de niño, pero es inabarcable, no se puede. Sólo me acuerdo del arranque: dijo que las iglesias románicas no necesitan hacer gestos para atraer a los fieles y embaucarlos, que sus portadas son recónditas y sólo las traspone el que quiere descanso y olvido, nunca uno que va en busca de fantasmagoría como pasa en la época del barroco, que el arte barroco ya es puro aspaviento porque se ve obligado a sustentar una fe sin contenido, llamar la atención del transeúnte apresurado, hacer contorsiones, dar gritos, envolverle en volutas ampulosas; pero luego dijo muchas más cosas que ya no tenían que ver con el arte religioso, aunque todo tiene algo que ver en este mundo, claro, estaba muy excitada, nunca la había oído ni la volví a oír perorar con tanta pasión, me dejó muda, que cuidado que era difícil dejarme muda a mí, de eso que dices: me quito el sombrero, me estoy topando con un fenómeno genuino, lo menos que puedo hacer es callarme, guardarme para mejor ocasión mis citas de manual; y me estuve oyéndola y oyéndola sin interrumpirla hasta que nos llamaron a cenar, que ella se quedaba a cenar en casa muchas noches, casi dos horas, un tiempo que a las dos se nos quedó por siempre grabado en la memoria. Lo sé porque, años más tarde, la noche antes de morirse sacó ella a relucir ese recuerdo allí en vuestra casa de la calle de Alcalá: tenía los ojos cerrados y estaba yo sentada al lado de su cama; Germán se había dormido en un sillón y creí que ella también dormía, pero no. Abrió los ojos y se me quedó mirando, no se oía más que el tictac del reloj, qué difícil, resultaba aguantarle la mirada con naturalidad, y sin embargo pensaba que cuánto iba a echar de menos después aquellos momentos en que todavía, si quería, podía hablarle, que luego se me ocurrirían miles de cosas que ya nunca tendría a quien decir; pero sólo podía estar atenta a que no se me descompusiera la mirada, a mantenerla desconectada de aquella opresión que sentía en el pecho. Y de pronto me dice ella despacio, le habían prohibido hablar mucho: "¿Te acuerdas de aquella tarde en tu casa qué charlatana estuve con lo del barroco? ", le digo: "Claro, cómo no me voy a acordar, me he acordado muchas veces, ¿por qué?", y dice con los ojos cerrados otra vez, como si no se atreviera a seguirme mirando: "Pues nada, porque lo veo cada vez más claro, a las cosas serias les pintan mal los adornos retóricos, tantas veces, fíjate, como habremos hecho frases sobre la muerte y, ya ves, llega y no somos capaces ni siquiera de despedirnos", eso dijo, Germán, era divina.
Pero perdóname, te estoy poniendo triste, habíamos empezado hablando de tu padre, de si estaba perdido o no lo estaba, me he desviado mucho.
G. Cuatro
– No te importe, por Dios, en serio, bendita desviación, siglos te puedes tirar hablándome de mamá, es un tema que lo tocas y como si me tocaras la médula espinal, todo lo contrario de desviarte, sólo que a buenas horas. Quiero decir, entiéndeme, no es que ahora no me guste oírte, me encanta, de sobra lo ves, si no es eso, es que me da rabia, me haces perder el hilo de tu cuento a fuerza de pensar cuánto me habría gustado oírlo de pequeño, lo oigo y no me lo creo; tanto echarlo de menos se reconoce, claro, cuando al fin te lo vienes a encontrar lo que necesitabas sin saber bien qué era, y eran estas historias contadas así de noche por tu voz lo que me hubiera hecho falta como el comer cuando se murió mamá y luego te marchaste tú al poco tiempo, lo que pasa es que me fui aguantando el hambre, a ver qué remedio, pasaba un día y otro y un mes y otro y un año y otro y nadie volvía a hablar de ella, claro, ya acabas dejándolo de esperar, ¿tú te crees que hay derecho?, pues nada, ni nombrarla nadie, como si no hubiera vivido. No sé de dónde sacan que a los niños es mejor no hablarles de lo triste, si una cosa te está preocupando y zumbando en la cabeza todo el día, cuanto menos pie te den para sacarla a relucir más obsesión, se le ocurre a cualquiera, no hace falta haber leído a Freud, yo entonces que leía a Salgari lo veía igual que ahora sólo que más confuso porque no me atrevía a comentarlo con nadie, y cuando una necesidad la tienes que esconder para ti solo acabas viéndola como necesidad fantasma, de eso que piensas: "Bueno, nada, qué le vamos a hacer, seré un bicho raro". Eso es lo que adelantan, que no pidas nada pero que te sientas bicho raro; ahora, que a mí aquel silencio me hacía daño, vamos, eso lo sabía igual de seguro que cuando te sienta mal una comida, ahí al propio cuerpo no le vas a dar gato por liebre, y era cosa del cuerpo la necesidad aquélla: mi cuerpo no podía olvidar a mamá ni quería tampoco, si es que era absurdo, la única medicina habría sido estar todo el santo día oyendo hablar de ella; pues no señor, la ley del silencio, así que no me quedaba más salida que echar mano de mis propios recursos. De noche, a la hora en que solía venir a la cama a contarnos historias era horrible, esos ratos antes de dormirse, porque lo peor es que ella cuando vivía a veces tardaba en venir porque se entretenía algo con papá, pero acababa viniendo siempre, sin el cuento no nos dejaba como nos lo hubiera prometido, y claro sin querer te metías en una situación de esperanza parecida a aquélla: "Igual viene", y caer en la cuenta de que no iba a venir ni esa noche ni nunca te puedes imaginar lo que era. Mamá contaba los cuentos como nadie, incluso aunque fueran cuentos conocidos, era la voz, no sé, que los vivía, vaya; y faltando ella, acordarse de un lobo que iba por un camino o de tres viejecitas hilanderas era pura ñoñez, hasta mentira parecía haberse divertido con aquello, lo que hacía falta era acordarse de ella diciendo "lobo" y "viejecita", y me exprimía los sesos, te lo aseguro, para acordarme de cómo hablaba, de cómo se reía, pero eso de volver a ver una imagen no depende de uno, es cosa de suerte y de paciencia, de quedarse quieto como un pescador, que ya sabe que lo más fácil es que no vaya a pescar nada, son tontos los esfuerzos; y sin embargo yo los hacía, cerraba mucho los puños y los ojos a ver si pensando por qué sitios del pasillo solía venir, en qué lugares se sentaba, qué ropas vestía, me iba a salir mamá dibujada con olor y color en aquella especie de arenal que me caía encima con la noche cuando dejaban de oírse ruidos por la casa, como en un desierto, no me quedaba más que la imaginación, por eso la ejercitaba tanto. Una cosa que hacía, por ejemplo, era mandarme a mí mismo estar relajado y tranquilo, decir: "Es una pausa que ha hecho ella en el cuento, tú quieto, Germán, paciencia, ahora vuelve a hablar, verás", que ahí aprendí yo, ya ves, a hablar conmigo mismo, la cosa de la triquiñuela verbal, "Germán, esto", "Germán, aquello", como si me lo dijera otro, ese desdoblamiento que ahora andan explotando tanto en literatura, y me ha servido en muchas ocasiones, no creas, lo que pasa es que cuando se abusa viene a ser como competir uno al ajedrez consigo mismo, a la larga dañino para el temple; y ya te digo, por muchos trucos que usara y por muy fuerte que cerrase los ojos, nunca volvía la voz aquélla a echarme un cable desde fuera y dentro de los párpados todo seguía estando a oscuras. Durante muchos años el hueco de mamá no me ha dejado dormir, daba miles de vueltas con aquella sensación perenne de frío detrás de la nuca, ya ves el tiempo que ha pasado pues todavía me acuerdo de cómo era y algunas noches de insomnio lo siento igual y me dan ganas de llamar a mamá, y es que todas las cosas que haya podido echar de menos luego nacen allí, si tiras del hilo, en aquella ausencia tan mala de llevar y en haberla tenido que llevar a solas. Lo que pasa es que con el tiempo te resignas a que cada cual aguante lo suyo y a no esperar milagros, ahí está la diferencia, en que entonces los esperaba y los esperé mucho tiempo: pensaba que alguien tenía que venir a consolarme, a arrodillarse al lado de mi cama para que le contara lo mal que lo estaba pasando. Me figuraba a una mujer que se ponía a acariciarme y me dejaba llorar lo que quería, me decía: "No me voy, no me voy", era lo primero que me decía, que teníamos toda la noche por delante, unas veces eras tú -quiero decir, llamaba Eulalia a aquella mujer inventada-, otras la propia mamá, lo cual resultaba absurdo, contarle que le estás echando de menos a alguien que te acaricia y te habla, pero bueno, ya tenía tal confusión a fuerza de pensar siempre en lo mismo que hasta amalgamas así me salían; casi siempre ya muerto de sueño, porque cuando dejaba de luchar por dormirme el sueño iba bajando como siempre pasa, una lluvia de estrellitas rojas; pero por muy amodorrado que estuviera todavía me daba tiempo a pedir una cosa: soñar con mamá, porque yo sabía bien que sólo en los sueños se me aparecía clara y con sus movimientos de verdad, y ahí sí que no influía nada la voluntad, era un prodigio y los prodigios hay que implorarlos. "Que sueñe con mamá", se lo pedía al cielo, no al abstracto de las estampas de primera comunión sino al cielo concreto de aquella noche, y cuando no me daba demasiada pereza, me asomaba a mirarlo, entonces brillaban más las estrellas, no había tanta polución, para mí, oye, es que lo de las estrellas es vicio, como tú con la luna, desde muy pequeño. Lo malo es que a la mañana siguiente, si había soñado con ella, lo sabía, pero de los detalles me acordaba sólo a medias, se me evaporaban las imágenes del sueño; y era por lo mismo, por no tener a quien contárselo, en cuanto abría los ojos volvía a la pesadumbre esencial: ahí estaba el problema, el de querer hablar y no tener con quién.
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