Carmen Gaite - Retahílas

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En Retahílas, el viaje que realiza una anciana al pazo familiar para morir, acompañada de su nieta Eulalia, y la llegada sorpresa de Germán, el sobrino de Eulalia, producirá durante esa noche un intenso diálogo entre los dos que dará lugar a seis monólogos, en los que cada uno reconstruirá y contará qué ha sido su vida hasta entonces.

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Y lo hay, qué duda cabe, ser hombre o mujer tal como te coaccionan a serlo esos esquemas es una entelequia que te impide ya para siempre la espontaneidad; yo esto se lo digo a Ester cuando se pone en plan de emancipada y woman lib, que se pone muchas veces, es su faceta más siniestra porque por lo demás es inteligente, todos los líos salen de esas diferencias que nos meten de pequeños y que nos embarullan la capacidad de ser nosotros mismos como querríamos ser; una chica lo mismo si dice que está contenta con serlo que si envidia a los hombres, es lo mismo, está respetando patrones que no los mueve ni San Pedro, ¡qué más da chico que chica ni qué significa, si vas a mirar!, lo que importa es ser lo más persona posible, y mientras no te rías un poco de esos esquemas tan solemnes eres como un soldado luchando por una causa que han inventado otros, porque es eso, te ves en una guerra sin comerlo ni beberlo; yo qué culpa tengo de que a la madre de Ester le haya ido fatal con su marido y a la hija le haya inculcado la idea de que los hombres son seres agresivos, que abra los ojos y vea que yo no lo soy ni tampoco su enemigo, que no tienen por qué existir bandos ni esa distribución de papeles tan tajante, si no deja de pensar en si es una mujer o no, cada vez lo será más, pasa como con las moscas, cuanto más caso les haces más pican; y a lo que ya no me atrevo es a defender a su padre porque creería en seguida que lo defiendo por ser hombre, pero me dan ganas de decirle que a una persona tan histérica como su madre quién la va a aguantar, no se lo digo porque, pobre mujer, tampoco tiene ella la culpa, ya lo comprendo, es cosa de su historia y de como la educaron, da pena, está hecha un guiñapo, todo el día bebiendo y sustituyendo a unos amantes por otros, a base de operaciones estéticas y con una insatisfacción que no se aclara, y me parece muy bien que Ester la defienda y no la culpe de nada, pero en fin, tampoco él si un buen día se hartó y reaccionó en plan machista tiene la culpa, qué iba a hacer, pues eso, lo que le enseñaron de pequeño, y volvemos a lo mismo siempre a lo del hombrecito y la nenita, es como el cuento de la buena pipa. Pero lo cierto es que por culpa de todas esas pamplinas yo me tengo que entender mal con Ester, ya ves tú, no comprende que los dos lo hemos pasado mal de pequeños y hemos tenido que disimularlo y que eso nos debía unir porque ahí está la madre del cordero, en el despiste y la soledad que se chupa uno por esos años, en lo mal que te lo explican todo, y eso lo padece igual un niño que una niña, qué más dará, lo que pasa es que luego cada cual reacciona como puede.

Pero claro, si ni a Ester, siendo bastante lista y con lo que la quiero, la logro apear de sus esquemas, imagínate en aquellos años cómo iba a haberme entendido Colette, caso de que hubiera podido hablarle de estas cosas, que además entonces, como comprenderás, no las tenía ni medio claras, eran simples intuiciones, reacción contra las bobadas que decía ella, me callaba, qué iba a hacer, aunque dentro de mí estuviera seguro de que sus argumentos no me convencían, pero ella en cuanto no le contestas se cree que te ha convencido, no concibe el silencio como reprobación y en general no concibe el silencio, así que seguramente por eso, porque pensaba que me estaba convenciendo de algo, se envalentonaba y hacía tan prolijas aquellas diferencias de manual entre la psicología de los niños y de las niñas, qué pesada se ponía, y con sus hijos sigue lo mismo o peor porque encima ahora se le ha agriado el carácter, compasión me dan los pobres chavales, sobre todo Alvarito que es con el que la tiene más tomada, el segundo, el más majo.

Pero en fin, ya te digo, por lo menos hasta que se casó con papá, a veces parecía entender la raíz esencial de mi tristeza, aunque no su peculiaridad, es decir que comprendía el esquema: Yo había perdido a mi madre y estaba triste porque los niños necesitan una madre, hasta ahí le entraba en la cabeza, le parecía justo y permitido. Incluso en alguna ocasión, para justificar ante papá mis silencios, mi distracción o mi mal humor oí que le decía: "pobrecito, se acuerda de su madre", pero aquel posesivo en sus labios a mí me resultaba un pegote, una atribución convencional y casi irritante porque nadie que no hubiera conocido a aquella persona que yo echaba de menos tenía derecho a adjudicármela como madre, dirás que eso es una exageración, pero es que yo por esa época era exageradísimo en la defensa de mi propio dolor, me arropaba en él como en lo más mío que tenía y a la gente había llegado a dividirla en dos categorías, la que había conocido a mamá y la que no, y las personas de este segundo grupo, aparte de interesarme muy poco, con qué permiso se metían a opinar sobre lo que me estaba pasando si les faltaba la referencia esencial; me negaba a dejarme medir por el rasero de los demás y me gozaba en rechazar aquellos consuelos elaborados sobre una relación existente entre otras madres y otros hijos porque esa relación qué tenía que ver con la nuestra ni en qué se iban a parecer otras señoras a mamá. De todas maneras disculpaba a Colette pensando que bastante desgracia tenía con no haberla conocido ni saber cómo era, incluso con su ignorancia me daba motivos para estarle un poco agradecido porque cada vez que la nombraba -y eso me pasaba con ella más que con nadie- se me encendía el cuerpo en una especie de engreimiento solitario que no dejaba de ser un placer, la miraba como a una vil hormiga desde el olimpo: "Ella qué sabrá, la pobre"; antes lo has explicado tú muy bien cuando hablabas de la resistencia a dar por perdidos los amores que te han marcado mucho, es exactamente eso, no se quieren injerencias de los demás, qué remedio te va a dar nadie, claro, te refugias en la soberbia, cuando hablabas de eso pensaba que es verdad y me estaba acordando de lo que sentía yo al principio con Colette cada vez que le oía pronunciar la palabra "madre".

Pero lo verdaderamente horrible fue cuando se dio por ascendida ella misma a ese rango; entonces sí que era peor el remedio que la enfermedad, porque si sospechaba que estaba triste venía con arrumacos y zalamerías que pretendían ser de madre y no de institutriz, ¡qué grima!, ¿cómo iba yo a recibir consuelo de quien se había convertido en la causa principal de mi tristeza?, eso sí que no, prefería no volver a llorar en toda mi vida y desde luego delante de ella no volví a llorar jamás, allí aguantando serio como un hombre o seriecito como un hombrecito, si en eso consistía crecer desde luego crecí, se salió con la suya, pero a la fuerza, porque no había más remedio, sentía que me arrinconaban la infancia y me obligaban a darla por cancelada aunque la tuviera en carne viva. Y lo peor era tener que descartar para siempre la esperanza de que mamá pudiera volver a aparecer. Las esperanzas no se fundan propiamente en nada; la mía era como un murmullo interior, dispuesto a renacer de su sordina al darse fuera determinados ruidos, olores o colores, también ciertos objetos de la casa que repentinamente tomaban expresión de rostro humano, era un sobresalto, una tensión súbita de todo el organismo alzándose contra la realidad, rechazándola por nociva y engañosa. ¿Cómo iba a ser verdad algo que sentaba tan mal?, ¿y si fuera mentira?, ¿y si volviera ella?, ¿por qué no?, ¿por qué?, ¿no estaban esperándola todas las apariencias? Pero luego, a partir de aquella boda, que fue además como un escopetazo porque se marcharon fuera para casarse y lo supimos cuando ya no había remedio, se quebró esa última posibilidad de recurrir a la esperanza, fue como si me hubieran retirado un andamio; ya no era cosa de soñar prodigios, de mirar la puerta del dormitorio o de la cocina con el corazón en vilo, ahora había empezado un reinado distinto que se plantaba encima del anterior sin más contemplaciones; sólo un ciego o un sordo podrían empeñarse en seguir ignorando a aquella nueva reina sonriente y ruidosa que lo invadía todo, que cambiaba de sitio los objetos y muebles más queridos, ahora sí que empezaba a llover tiempo encima de mamá, ahora ya de verdad me la quitaban, había otra en su sitio, ¿qué esperanza cabía ante una cosa así?, había que aceptarlo, ser hombre, sí, los hombres no lloran, otros padres se casan de segundas, sufría como un perro. Transformaron el dormitorio, lo empapelaron de malva y Marga dijo con fascinación que parecía de cine; yo siempre asociaré el taconeo de Colette al salir de aquel cuarto por las mañanas con un peso que se me ponía en el pecho en cuanto abría los ojos y que tardaba mucho rato en desaparecer por bien que hubiera dormido, por mucho que luciera el sol, por proyectos que tuviera para aquel día; era algo así como un rezumar de oscuridad, un dique entre la luz y mis pulmones, un dolor sordo que hacía fuerza para que no entraran ni el aire ni el sol, algo que latía avisando: "nunca más, nunca más, ya eres mayor". Me fui volviendo retraído y silencioso, posiblemente a papá le preocupaba; después de casarse me pareció notar que había vuelto a pensar algo en mí, me preguntaba a veces que qué me pasaba, pero no sabía esperar la respuesta, papá ha hablado siempre marcando la distancia entre él y los demás, él está más arriba en una especie de tarima, a lo mejor tú por ser su hermana no lo notas tanto, pero para mí era horrible, yo necesitaba tiempo y pausa para hablar, en los exámenes orales me pasaba lo mismo, y papá era en eso como algunos profesores, se le notaba la prisa por tener una contestación rápida y clara, preguntaba ansiosamente, deseando resolver el problema, allanarlo cuanto antes para poderlo olvidar, me daba golpecitos en la espalda, me decía con voz animosa: "Vamos, Germán, hombre, que no se diga", y también: "Pero hombre, ¿qué cara es ésa?" o "No se muera vuesa merced, hombre". Eran ánimos de hombre a hombre, del mismo tipo que las fórmulas que regían el comportamiento de los chicos de mi edad, aquellas que mandaban ser valiente, no dejarse pegar, no llorar nunca y que yo sentía completamente extrañas a las exigencias de mi cuerpo; me las acomodaba encima a duras penas, como un saco de piedras que me hubieran echado, y lo que más me extrañaba y me desanimaba era no encontrar eco en los demás niños, notar que ellos parecían estar cómodos siendo atrevidos y violentos, obedeciendo, en definitiva, los mandatos de aquel código de la virilidad. Ponían gestos de insolencia, sangraban con orgullo por las narices, me llamaban cobarde si no entraba en peleas, despreciaban a las chicas, se contaban porquerías; y a mí, al acabarse el día, me parecía que no le había dicho a nadie una sola palabra ni nadie me la había dicho a mí, tampoco me acostaba pensando que hablar era otra cosa.

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