Álvaro Cunqueiro - Merlin Y Familia

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El viejo Merlín de las historias de Bretaña hace posada en Galicia. Allí llegan las gentes en procura de sus saberes mágicos. Un conjunto de historias y presencias que surgen de las crónicas del medievo, de las leyendas gallegas y bretonas, creando un retablo de gentes hermanadas en el gozo vital con la carga de humor que conviene el hecho de vivir.

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– Éstas -dijo el señor Elimas- son las tres primeras historias, y acostumbro contarlas la primera noche en la posada. Claro que las decoro un poco, saco las señas de la gente, pongo que estaba presente un tal que era cojo, o que casara de segundas con una mujer sorda que tenía capital, o que tenía un pleito por unas aguas, o cualquier otra nota. Y cuento de las villas, si son grandes, y cuántas piaras y calles, y si hay buenas ferias, y cuáles las modas. Las historias, como las mujeres y los guisados, precisan de adobo. De este Romualdo Nistal, pongo por caso, cuento la vida desde que fue a servir al Rey, y de cómo lo enamoraba la mujer de un sargento de tambores, y cómo encontró en la calle dos onzas de oro, que fue con lo que puso en Manzanal la tienda…

A mi amo le gustaron mucho las historias de Elimas, compróle siete libros, lo propinó, mandó darle un queso para el camino, y a mí me dejó seguirlo con el can Nores hasta Belvís, donde iba a venderles a las condesitas una historia nueva, que leerla era la moda de París, y se intitulaba "Pablo y Virginia".

El Reloj De Arena

Estaba yo jugando a los bolos con el hijo del Arnegueiro, y el padre, el señor Antón de la Arnega, venía todos los años por Santos a solar y zoquear a Miranda, y hacía en una semana cuantas zuecas y zuecos se precisaban en un año en nuestra casa, y al pequeño, que era algo jorobeta y se llamaba Florentino, lo traía para hacer la tinta y teñir las zuecas, y la mayor parte del tiempo andaba tras de mí, y quería que le enseñase los jilgueros que tenía, jugase con él a los bolos, y le contase historias; estaba, digo, jugando a los bolos con Florentino cuando se nos entró por puertas don Felices, cantor que fuera en la iglesia de Santiago, hombre de muchos misterios, y en lo tocante a sus virtudes, caballero muy cortés y afecto al aguardiente de Fortomarin. Venía en su mula meiresa, con aquel su abierto y reposado montar, reclamando de mi amo la compostura de un reloj de arena que en una bolsa de terciopelo negro, atada con rojo cordón, en su mano traía. Me acuerdo como si lo estuviese viendo, de sus ojos chispos, vivos y habladores, de la acaballada nariz colorada, de la boca de finos labios muy franca de corte, cuantimás que era risueña, y de los largos brazos y las grandes manos, que chocaban en hombre de tan pocas medras como aquél, que por ahí se andaría por la talla de quintas.

– Este que aquí ves -me dijo el señor Merlín mientras don Felices metía la mula en la cuadra, que no me dejaba a mí esa labor, que la bestia era dada a morder y espantadiza-; este que aquí ves es hombre muy sabio, y en echar las cartas la Salamanca de Galicia. Somos amigos hace muchos años, y pasmo haciendo memoria de las cosas que le vi adivinar, tanto por las cartas como por la harina, que se llama esta adivinación alfitomancia y es muy secreta, y sobre todo en lo que toca a tesoros amonedados, gentes que van en América, amores de viudas y muertes violentas. Éstas puedo decirte que mismo las ve retratadas.

Llegó, pues, don Felices con su reloj de arena, que era una pieza muy requintada de arte toledano, con dos culebras por asas, el cristal del vaso rosado, los pies cuatro cabecitas de angelitos, las columnas semejando viñas muy abundantes en racimos, y el todo lo coronaba un espejo como la uña del meñique, montado en una onza de oro del Rey don Carlos III. El arreglo que pedía don Felices era que al espejuelo se le volara el azogue cuando le estaba adivinando en la feria de Viana del Bollo la querencia de una moza al señorito de Humoso.

La compostura no era agua de mayo, qué hacía falta azogue italiano serenado, y ya metidos en obras y gastos, convenía cambiarle también la arena al reloj. No era cosa de dos ni de tres días, y en los que pasó don Felices con nosotros, almorzando siempre papas de avena y chanfaina asada, me hice su amigo. Todo su fasto era de hebillas de plata: traía una en la cinta verde del sombrero, cuatro por botones en la camisa, otras cuatro en el tabardo, dos en cada liga, ¡y qué pantorrillas gordas tenía!, y en cada zapato la suya, y yo se las limpiaba cada mañana con sal prestigiado, y por eso me estaba muy agradecido. Lo más del día lo daba por gastado don Felices en hablar con mi amo de "De mántica variationibus", del demonio que en alemán se titula "Hornspiegel", que se traduce por "espejo del cuerno", y andaba en Sevilla haciendo piñata entre las casadas; del gallo que en Soria puso un huevo delante de notario, de cuáles eran las señales del "Dies irae", de quién mató a Prim y de cómo era la máquina del tren, y también de una consulta que traía y que tenía revueltas las capillas de las catedrales, de si los que tocan flauta, clarinete, oboe o fiscorno, no pueden, por el Derecho canónico, y ésta era sentencia del Cabildo de Tuy, comer guisantes y habas, comidas que engordan el aliento y espesan el sonido de los instrumentos. Por la tarde subía don Felices a echar las cartas delante de doña Ginebra, por saber qué fuera de toda la caballería de Bretaña, de si casara en su casa doña Galiana, si apareciera el camino de Cavamún, cuántos hijos tendría el nieto de don Amadís, si estaría o no lloviendo en La Habana, y si quedara o no preñada del zar de Rusia la Bella Otero. Don Felices gozaba sonsacándole nuevas a las cartas, y cuando cazaba una que sorprendía a doña Ginebra o a mi amo, sonreía humildoso, diciendo como para sí:

– En un año, esta noticia no viene en los papeles.

También me echó a mí las cartas una noche, tras la cena, primero de como dicen "a capa suelta", después "al torneo", y más aún, como llaman "con el paño delante", que es el tal paño una estola de cura, y he de decir que todo me adivinó, hasta que yo andaba con las faldas de Manueliña de Carlos, y que si seguía trabajando allí, para la Candelaria de tres años a contar de ésta, tendríamos bautizo. Dijo que como pintaba la cuerda de bastos comenzando por arriba, surgía sola la sota de oros, y venía de cabeza por entre caminos de espadas el cuatro de copas,

"cuatro copas al heredero, y

la espada al cintulero,

primero y delantero",

que era seguro que sería niño. Pasmé contemplando las cuatro copas coloradas, y aquel letrero que les pone don Heraclio en Vitoria y que dice "Clase opaca". A su tiempo, y porque quien terbeja terbeja, y yo le seguía enseñando a Manueliña a escupir huesos de cerezas, dispensando, y en anocheciendo salíamos por mayo a tornar de los nidos la comadreja, nació Ramoncito. Muchas veces lo contemplé cuando lo andaba acunando, y nunca pude dar en mí qué hilos iban y venían de aquel cuatro de copas, clase opaca, a aquella bulliciosa bollita de manteca. ¡Mucho sabía don Felices!

Le arregló mi amo el reloj, y allá se fue don Felices con su mula meiresa, y llevaba prisa por llegar a ferias a Cacabelos, que quería cambiar la mula por otra más mansa y mejor comedora. Ramoncito va en el cielo, que a los cinco años cumplidos por Candelaria, un martes de antruejo se lo llevó una calentura que le quedó del sarampión. Ya estaba entonces casado con Manueliña, y vivíamos en Pacios, y yo era el barquero que llevaba la gente en barca desde la ribera de Trigas a la de Mourenza.

– ¡Mucho sabe don Felices! -le decía yo a mi amo, viniendo de despedir aquella Salamanca.

– ¡Todo lo que no se ve! -me respondía don Merlín, mientras llevaba a la nariz, muy fino, con las puntas de los dedos, una chispa de rapé.

La Soldadura De La Princesita De Plata

La verdad sea dicha, creí que traían a alguien a enterrar a Miranda. Y de entrada venía un flautista todo vestido de negro, y en pos de él un monaguillo con incensario, y uno de a caballo que traía cruz alzada, y venía todo él cubierto con una capa morada con capirote. Y cuando llegaron al portalón se arrimaron a la pared del henar grande, y el flautista comenzó un torneo muy triste con su flauta y el monaguillo a incensar el aire, tras echar incienso en él vaso del incensario, y el montado bajó el capirote de la capa, y era tonsurado de menores, según supe después acólito mayor del señor duque de Lancaster. Me dijo mi amo de abrir ambas puertas, y también él vistiera de morado, con la media mitra que tenía por ser profesado de las dos medicinas en Montpellier, y al cuello el babero amarillo de la Facultad, y doña Ginebra estaba en el balcón principal, cubriéndose con la sombrilla, que el sol pega mucho allí en las tardes de septiembre. Me dolió el no estar avisado, y que me cogiera la procesión con las zuecas viejas, con la blusa remendada y con el calzón de paño remontado. La señora Marcelina y Manueliña vinieron y alfombraron de rosas, romero y espadaña el patio, y ellas sí que estaban de ropa nueva. Abiertas las puertas, entraron por ellas dos de espada al cinto muy jinetes en bayos gemelos, y después otro que no montaba en silla, que lo hacía en albarda zamorana, y eso que era caballero de mucho atavío, y sin duda el más titulado de toda aquella romería, y este mi señor delante de sí llevaba sujeta a la albarda una caja de madera fina y lucida, con oros aplicados e ilustre herradura. Y todos vestían de morado. Se apearon los de espada y tuvieron mano de la caja, y también se apeó el señor, que era un viejo patricio de hermosa barba y corpulento, y se dio en abrazar con mi amo, quitándose el sombrero de doble ala, y volviéndose para el balcón y haciéndole a doña Ginebra una grande y alabada cortesía. Y don Merlín sacó de su manga izquierda un pergamino y se lo pasó al caballero, y éste mandó poner la caja a los pies de mi señor y maestro. Subieron de nuevo todos a sus palafrenes, y el tonsurado izó a la grupa al monaguillo, y saludando a doña Ginebra que seguía en el balcón, y a mi don Merlín, se fueron por el camino de Quintas al galope. El flautista le vino a besar la mano a mi amo, y yo comprendí que quedaba con nosotros, y era un rapacete regordo y cachazudo, de rojo pelo, bigote espeso y rojo muy engomado, y lo que más llamaba de su retrato y apariencia, era la gran espada que llevaba colgada del cinto por dos estribos, a la altura de las nalgas, tal que visto de cara le salía por un lado media vara de hierro con la cazuela labrada de la empuñadura, y por el otro dos varas de vaina colorada.

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