Álvaro Cunqueiro - Un Hombre Que Se Parecía A Orestes

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Premio Eugenio Nadal 1968
UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES (Premia Nadal 1968) recrea de una forma totalmente libre el mito clásico. La acción se paraliza después del asesinato de Agamenón, sin que la esperada venganza llegue a cumplirse. Orestes sabe que debe perpetrarla; pero el tiempo pasa y no ocurre nada. Y así resulta que los personajes del mito ya no funcionan en claves de fatalidad y trascendencia sino en los regocijos y amarguras de la vida cotidiana. Orestes ya no es el joven atleta admirado por Electra, sino un hombre muy hecho que viaja de incógnito. Y en todas las aldeas una muchacha le sonríe y le hace pensar más en la vida que en la muerte… La acción transcurre en una época indefinible en la que lo más antiguo coexiste con lo más reciente en una proximidad que sólo el sueño hace verosímil. Un hombre con dos cabezas, un caballo de madera que fecunda la yegua del abad, un patético Egisto que, obsesionado por la llegada del vengador, se finge caballero andante en busca de aventuras sin lograr por ello superar sus temores…Todo esto lo presenta Cunqueiro sin prisa, con un cierto regodeo en la frase, con frecuentes toques de humor y abundantes disgresiones, dejando siempre suelta su inagotable y gozosa fantasía.

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– ¡Estás en tu casa, príncipe! -dijo solemne, abriendo los brazos.

El mirlo, dándole entrada Tadeo, silbó una marcha.

Cuando el forastero y Tadeo abandonaron la casa del augur, Celedonio se dirigió al desván a ver qué había sido de los cuervos. Los cuatro estaban muertos, degollados. Celedonio comprobó que el corte iba de derecha a izquierda y de abajo arriba, como estaba anunciado para Egisto. La sangre de los cuervos goteaba en el platillo del gato negro, que lamía gustoso y tranquilo.

V

Teodora, en los cuarenta cumplidos, con su frutería en la rúa de los Alcaldes, viuda del sacristán mayor de carros de autos sacramentales, había tomado la costumbre de acudir los martes a la tarde, que era día de lavado y planchado, a la casa de la Malena, donde viviera sus floridos años de pupila de mérito, especialmente solicitada por viudos y militares retirados. Fuera uno de éstos, un estratega mitilénico emigrado, el que la sacara sostenida, y cuando el general se quedó sin dineros, pasó ella a la Casa de Arrepentidas, donde conoció al sacristán con el que había de casar, que iba a elegir voces para un paso de mucho arte, en el que salía Dama Voluptuosidad seduciendo a un mozalbete, que por ella abandonaba diligente a doña Gramática. La Malena había muerto, pero había dejado su nombre al burdel, que ahora lo regía un tiple vaticano, muy bien castrado, que yendo por mar a recoger una herencia en Levante naufragó, y por la voz, los pescadores que lo salvaron de las aguas lo tomaron por doncella, y se lo vendieron barato a la Malena una vez descubierta la verdad del caso. La Malena le tomó afición al latino, quien dormía con la cabeza apoyada en sus nalgas, sabía de cuentas y cantaba con mucho sentimiento los cuplés de moda. El tiple se llamaba Lino, y era capuchino por parte de padre. Teodora se llevaba con Lino, que le compraba la fruta para el personal y la convidaba con refresco de malva. Las pupilas, mientras almidonaban las almohadas -que era uno de los méritos de la casa-, escuchaban las historias que corrían por la ciudad, y con especial apetito aquellas en las que salían altezas y todo el señorío. Y fue el propio Lino, que era algo novelero, quien le preguntó a Teodora si sabía de un forastero que andaba de ocultis por la ciudad, mostraba una pieza de oro y tomara por criado a Tadeo, el mendigo del mirlo, al que había comprado ropa nueva. También se decía que Celedonio andaba espantado con los augurios que le sacó.

– Algo escuché -dijo la Teodora-, y vi a ese desconocido que dices, que lo llevó Tadeo a mi tienda a comprar higos y limones.

– ¿Es elegante? -preguntó Florinda lusitana, que era la romántica de la compañía, vestida de celeste, ufana de sus largas pestañas, que parecía que mariposas de luto volaban en sus ojos.

– Es un hombre alto y moreno, el pelo rizo, la cintura estrecha y las manos más finas que vi, con largos dedos y uñas barnizadas. Tiene un aire tristón, y no pasará de los treinta. Viste jubón azul y calza tabaco y plata, y Tadeo le lleva la esclavina y el bastón. Probó de los higos, escogió de los mejores, y les entendí que iban a salir al camino del vado a esperar a un criado, que le traía caballo y equipaje, que andaba incómodo el señor sin mudar camisa.

Lino se interesó por la barba, motivado a que siempre andaba preguntando si encontraban la suya en su cara, y una tal Amelia por la dentadura, que era huérfana de un belga que fabricaba pasta dentífrica mentolada.

La Teodora explicó que la barba la llevaba redonda, y que la dentadura se la viera cuando mordió el higo, y era blanca y sin tacha.

– Tadeo le llamaba don León -añadió Teodora.

– Se corre entre los grandes que se parece al hermano ausente de doña Ifigenia -dijo Lino pidiendo secreto a todas, que sabía la cosa, añadió, por un senador que en los ratos libres le gustaba venir a actuar de masajista de tobillos en la casa.

– ¡Siempre lo están esperando! -comentó Teodora-. Yo tuve que ver con el proceso de uno que llegó a esta casa, y andaban los inquisidores siguiéndole los pasos,

Pidió la frutera otro refresco de malva, bebió a sorbitos y, viendo al patrón y a las mozas con tanta curiosidad, contó el suceso.

– Llegó anocheciendo, que estaba ama Malena encendiendo el farol de reglamento en la puerta, y era un muchacho rubio, que se puso colorado cuando pasamos al salón. Y no bien entré yo, ya me echó mano, y bien sabéis que estas elecciones súbitas son cosa de tímidos. Le tiró una moneda a Justiniano el acordeonista, que en paz descanse, que dijo que le apetecía un baile. Tenía un acento que no era del país, y me miraba a los ojos mientras dábamos vueltas. ¡A lo mejor era tan inocente que pensaba enamorarme, y yo tan usada! En la cama me fijé en su hombro izquierdo, en el que tenía una mancha rojiza en forma de león. Me dijo que era de nacimiento, y de un susto que pasara su madre en un parque zoológico. Volvió otras veces a verme, y yo le tomé cariño. Me traía melindres de yema y vino dulce, y siempre echábamos un baile antes de ocuparnos. Dormía yo una mañana, que había estado hasta altas horas con un cabo que me contó sus batallas, que es cosa muy pesada de oír, con tanta bayoneta calada, y cómo se llama la mujer del comandante, y todo eso que todas vosotras sabéis como yo, y siempre terminan éstos sacando el retrato de los hijos, que lo mandaron hacer antes de salir para la guerra, y el primogénito aparece con el casco emplumado del padre. ¡Y aún son más entristecedores los que sólo tienen niñas! ¡Ganas de llorar ausencias!

– ¡Las tiene más de la mitad del género humano! -aseveró Lino.

– Cuento que dormía y me despertó ama Malena, que estaba el señor Eusebio de los forasteros en el salón esperándome, pero que no era para cama, sino que me traía un papel interrogante. El señor Eusebio, muy educado, me preguntó por el muchacho, y yo le respondí que me prefería a las otras, y añadí lo del baile y lo de los convites, y que no me propinaba en mano, sino dejando los reales debajo de la almohada. Quiso saber cómo decía llamarse el muchacho, y yo le dije que no le sabía nombre alguno, lo que era la verdad, y que toda la casa lo conocía por el rubio. En los transportes, yo le llamaba así. Después me dijo su señoría que se esperaba a un peligroso criminal, y que las señas de él coincidían con las de mi rubio, y si yo podía añadir alguna. Por ejemplo, lunares, cicatrices, dientes de oro… Recordé lo de la mancha en el hombro izquierdo y lo dije, y el señor Eusebio, con un carboncillo, me dibujó una en papel de barba que era igual a la del rubio, y yo se lo aseguré, y él, entonces, me tomó juramento de secreto delante de Malena, y por las cenizas de mi padre, aunque no lo conocí y por lo tanto no sabía si estaba vivo o muerto, me aseguró don Eusebio que en los papeles sellados haría muy decente. Y para que no me tuviesen por cómplice, que firmase que denunciaba yo misma al desconocido de la mancha, que si no era bandido saldría libre y podría volver a la querencia, que lo era servidora, y que si era criminal, por la ayuda a la justicia me daban gratis cartilla de por vida, y sería muy apreciada en las visitas de tabla. Dije que sí a todo, y prendieron al rubio, y pasaron semanas y yo lo esperaba, que ya dije que le había tomado cariño, y además tenía un juego alegre y no era de los que contaban penas sino viajes, y el rubio no venía. Y una noche apareció un soldado, un mercenario mulato con pendiente en la oreja, y preguntó por mí, no para llevarme a la cama, que no tenía suelto, sino para un convite, y confidente me dijo que el rubio había palmado de una zancadilla que lo echó por las escaleras resbaladizas de la segunda batería, y fue de cabeza a un cañón grande. Le pregunté si se había averiguado que era el valiente bandolero, y entonces al oído me dijo que no era tal bandido, sino un príncipe, y que un compañero suyo había escuchado un interrogatorio en el tormento, y todo era preguntarle los jueces dónde tenía su espada, dónde sus leales, y el rubio negaba, diciendo que era celta y tenía voto de vagabundear por siete años, y que nunca había oído hablar de ése cuyo nombre callo, del vengador que va a venir un día. Pero no le valió de nada la terquedad. Llevé el mulato a mi cama, que bien me merecía este regalo por la noticia que me traía, y no le importó nada que yo llorase al rubio mientras él trabajaba, y al irse me dijo en secreto:

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