Álvaro Cunqueiro - Un Hombre Que Se Parecía A Orestes

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Premio Eugenio Nadal 1968
UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES (Premia Nadal 1968) recrea de una forma totalmente libre el mito clásico. La acción se paraliza después del asesinato de Agamenón, sin que la esperada venganza llegue a cumplirse. Orestes sabe que debe perpetrarla; pero el tiempo pasa y no ocurre nada. Y así resulta que los personajes del mito ya no funcionan en claves de fatalidad y trascendencia sino en los regocijos y amarguras de la vida cotidiana. Orestes ya no es el joven atleta admirado por Electra, sino un hombre muy hecho que viaja de incógnito. Y en todas las aldeas una muchacha le sonríe y le hace pensar más en la vida que en la muerte… La acción transcurre en una época indefinible en la que lo más antiguo coexiste con lo más reciente en una proximidad que sólo el sueño hace verosímil. Un hombre con dos cabezas, un caballo de madera que fecunda la yegua del abad, un patético Egisto que, obsesionado por la llegada del vengador, se finge caballero andante en busca de aventuras sin lograr por ello superar sus temores…Todo esto lo presenta Cunqueiro sin prisa, con un cierto regodeo en la frase, con frecuentes toques de humor y abundantes disgresiones, dejando siempre suelta su inagotable y gozosa fantasía.

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– ¿Dices «la muchacha»? ¿Cuántos años hace que decimos «la muchacha»?

– Decirle muchacha a la infanta es, ante todo, respetar la Constitución. Y sacas a colación uno de mis grandes temas, que es el de la eterna juventud. Si algún día me hacen senador, mi discurso de toma de posesión versará sobre ello. ¿ Nunca has oído hablar de las islas de la primavera perpetua? Te embarcas para ellas, llegas a mediodía, y allá moras feliz, el cuerpo sano, luengos años, siglos más bien. El agua de una fuente prodigiosa te mantiene en la perfecta edad, que son los treinta y tres años, según toda la escuela de Alejandría y los neoplatónicos florentinos. Solamente te es permitido el amor continente, y los banquetes vegetarianos. Lees, paseas, escuchas música, juegas a los bolos, duermes con la cabeza apoyada en un haz de lirios, conversas con las ninfas, ves las puestas de sol, no necesitas gabán, y no hay tuyo ni mío. En Irlanda se discutió si habría, al menos, propiedad de la ropa interior y de los pañuelos de nariz, pero el asunto quedó para tema de concurso, y no he recibido noticia de lo resuelto. Los eruditos en islas de la eterna juventud, o Floridas, coinciden en que tanto como la virtud del agua de la fuente de Juvencia, es necesario para la perpetua primavera corporal que el humano abandone todo apetito sensual y se dedique a perfeccionar un único sueño, que lo habitará todo. Así como los cartujos de Parma andan diciendo por su huerta eso de «morir habemos», los floridos andan diciendo en voz alta su sueño, hasta que llegan a verlo de bulto, como en retablo, o en paso de figuras vestidas, como en el teatro. ¿Me sigues? Que notarás que abrevio esta metafísica para que mejor penetres mi argumento. Entonces, me digo yo, sin estar en ninguna Florida, pero sí en su patria, libre de toda preocupación mundanal, nuestra doña Ifigenia, no teniendo más que un solo sueño, y viviendo y durmiendo con él, viéndolo en los espejos y reconociendo señales suyas en todas las cosas que pasan, desde la lluvia hasta la risa de un niño, o la carrera de un gato por un pasillo, se conservará en su sueño como una muchacha, porque ella sabe que ésta su condición juvenil es necesaria para el cumplimiento de su sueño. Ifigenia moza es necesaria para la venganza. Tanto como la espada del infante vengador.

– Según tú, señor Eusebio, Ifigenia sueña con la venganza…

– En caso contrario, ¿ cómo se conservaría moza? La hermana joven, yendo por los soportales en la noche oscura a buscar el hermano y decirle la entrada secreta o la centinela comprada, es conditio sine quae non. Todo está estudiado, Filipo amigo. Los augurios no pueden ser puestos en duda: la hermana, en dulce juventud, bella si una hubo, irá a reconocer al vengador que llega en las tinieblas. Y el que no envejezca Ifigenia es una probabilidad mayor de que la venganza pueda llegar repentina, el día menos pensado. Probablemente, aunque Ifigenia quisiese no podría envejecer. El orden universal descansa sobre las adivinanzas.

– ¿Se lleva con sus padres? -preguntó Filipo, curioso de nuevas de las estancias reales.

– Ama a su madre. Eso sí, antes de sentarse a desayunar con ella, la reina Clitemnestra tiene que bañarse, que el aroma del sudor de Egisto que trae de la cama matrimonial corta la leche que bebe Ifigenia. ¡Físicos anduvieron en consulta!

Filipo estaba asombrado de tanta novedad y agradecido a la confianza de Eusebio, el cual había viajado hasta la barca solamente por saber si había pasado por allí uno de jubón azul, y si se sospechaba de dónde procedía. Los que habían pasado con esa ropa de moda eran conocidos, Filipo

los había saludado, y uno de ellos le había dejado de regalo, precisamente, aquellas tagarninas de Macedonia que estaba fumando.

IV

Tadeo se arrodilló en una arpillera, ante el augur Celedonio, como solía cuando le cortaba a éste una uña muy enconada en el pulgar derecho, y el corte se lo hacía cada tres sábados, y aseguraba Celedonio que habiendo tantos y excelentes podólogos en la ciudad, ninguno llegaba al arte por libre de Tadeo, el cual levantaba la uña lentamente, la cortaba en redondo y la limaba por el borde interior, que era donde le apetecía clavar, sin que Celedonio tuviese que dejar de leer varia de arúspices para dar un ¡ay! Tadeo le había pedido permiso a micer Celedonio para que lo acompañase un forastero que había conocido en la plaza, y cuyo nombre y nación no había osado preguntar, pero que era un caballero cortés y muy convidador, entendido en hípica y en piedras preciosas, y dado a grandes taciturnias mirando arder el fuego o correr el agua.

– ¡Esos son silencios aristocráticos! -dijo Celedonio.

– Es un hombre -había añadido Tadeo- que sabe escuchar. No te interrumpe, y llega un momento en que la historia que le cuentas la sigue a un tiempo con los oídos y con la vista, que de su magín saca estampas para ella, y entonces vas tú y te animas y floreas la historia con adjetivos de sorpresa. Y cuando yo le dije que eras augur titulado y hombre de la corte, me aseguró que te saludaría con mucho gusto, y que si no tenías inconveniente, para amenizar la tertulia, mandaría traer pan, cecina y almendrado, y media cántara de vino.

– Que sea tinto! -pidió Celedonio.

Y allí estaban los tres en la sala de consultas, el forastero sentado en un sillón de cuero, Celedonio en una banqueta poniendo la uña a remojar en agua de citrón, y Tadeo arrodillado a sus pies, amolando la navaja en la piedra. La jaula con el mirlo colgaba en la ventana, a la caricia del sol poniente. Cada vez que Tadeo iba a casa de Celedonio, el augur se veía obligado a encerrar sus cuervos en las jaulas del desván, que desde el primer momento los auxiliares de negra pluma se habían mostrado celosos del ave cantora, y como andaban sueltos por la casa, asaltaban la jaula, por si entre mimbre y mimbre podían darle un picotazo al mirlo. Uno de los cuervos, sobre todo, lo tomó tan a pecho, que pasó una semana larga sin querer adivinar por alfitomancia preñeces o si se encontraría dinero perdido, y Celedonio tuvo que suplirlo por arte magna etrusca degollando pichones, lo que no le dejaba ganancia, cuanto más que Celedonio, por respetos sacralis, no se atrevía a comer las avecillas, regalándoselas a su asistenta., que se las llevaba, decía, para un arroz.

– En este país -explicó Celedonio al forastero-, los augures estamos en las leyes como parte del gobierno, pero hace años que el rey no nos convoca, debido a la penuria del tesoro en lo que toca a la consulta áulica, y en lo que se refiere al demos por temor a que los augurios dados en forma, coincidiendo tripas y estrellas en la misma opinión, se cumplan, trátese de sequía, batalla imperial, paso de cometa, naufragio, peste bubónica o terremoto. Pero hubo tiempos en que se nos escuchaba, y no se movía una paja sin pedirnos consulta.

Celedonio era pequeño y rechoncho, calvo, la nariz gruesa y abombillada en la punta, y la boca grande, el labio inferior caído. Unos brazos pequeños, como de oficial de juzgado municipal, terminaban en unas manos grandes, gruesas y velludas, debido esta gran pilosidad, según explicaba Celedonio cuando alguien aludía al caso, a la sangre de los patos tadorna tadorna, en cuyas entrañas inquiría si era consultado sobre navíos en la mar. Al augur le afectaban mucho las calores, y aun en invierno solía tener sudorosas la frente y la doble papada. Vestía casulla amarilla, y siempre al alcance de la mano tenía un abanico veronés.

Terminada la obra de Tadeo comenzó la merienda, y a preguntas de Celedonio respondió el forastero, entre vaso y vaso, con aquel hablar sosegado que tenía, que venía de muy lejos y que al caballo en que viajaba le habían asaltado unas fiebres, y que a unas cinco leguas de la ciudad lo había dejado en un mesón, y con el caballo y el equipaje quedaba un criado suyo de confianza.

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