– Si eres extranjero, tienes que ir al juez de forasteros, al que dirás tu nombre. Te pondrán un sello rojo en la palma de la mano derecha. Tendrás que declarar tus posibles. ¿ Qué moneda traes?
El extranjero, o lo que fuese, metió la mano derecha, mojada como la tenía, en un bolsillo interior del jubón, y sacó una moneda de oro. Se la mostró al mendigo, quien seguía ofreciendo la jaula, sostenida con las dos manos. Y fue entonces la sorpresa de que el mirlo, al ver el oro, se puso a silbar una marcha solemne, aprendida acaso de los pífanos de la ciudad, como de entrada de rey o de galera, una marcha que marcaba los graves pasos o el golpe unísono de los remos, y entre boga y boga, el trino subía como quien iza una bandera amarilla.
– ¡Esto es de profano! -exclamó el mendigo-. ¡Es la parte que llaman de «El león entra por puertas»! ¡Piripán, pan, pan, tiró, tiró, piripán¡ Estuvo prohibido muchos años, y se puso de moda cuando suprimieron la censura, y por eso la sabe mi mirlo. Los niños gritábamos en la plaza, escondiéndonos detrás de las columnas: «¡Que entra el león!», y decían que al oírnos, los reyes se escondían en una cámara secreta que tenían. Nunca se supo quién había inventado ese juego.
– ¿Qué es de los reyes? -preguntó el extranjero, si es que lo era, guardando la moneda de oro. Lo preguntó con voz amable pero distante, por simple curiosidad, como si nada le importase de los reyes de aquella ciudad, y solamente lo hiciese por cortesía hacia aquel mendigo peludo, sucio y harapiento.
– Nada, no hay novedad. Una noche, un mosquetero licenciado, borracho perdido, que trabajaba de león en la pantomima de San Androcles en el teatro, salió vestido con la piel de la fiera, y gritó desde la torre, donde le dejaban abrigarse en las noches de lluvia: «¡Que viene el león!». Los reyes, según los senadores que nos gobiernan, corrieron a esconderse en su cámara secreta y tardaron en salir un mes, que con el susto se les había olvidado la palabra que abría la puerta. Un criado del magistrado de linternas me aseguró que se les había olvidado la palabra porque el susto los encontró fornicando.
El extranjero, o lo que fuese, y el mendigo entraron en la taberna. El oscuro vino del país, cuando hubo llenado los vasos, se coronó a sí mismo con cincuenta perlas iguales. El mendigo no podía apartar su mirada de los ojos del hombre del jubón azul. Vació el vaso de un chope, y comentó:
– Sí hace unos veinte años hubiese llegado a la ciudad un hombre como tú, tan rico y tan lacónico, y yo hago correr la voz, la boca metida en el oído del interlocutor, claro, o simplemente apretando una mano en las tinieblas, de que había llegado el león, habría que cortar el miedo con un cuchillo para poder entrar en cualquiera de nuestras posadas.
El hombre del jubón azul bebió a su vez, a sorbos, paladeando más que el vino de aquella hora el recuerdo de un vino de otros días. Se limpió los labios con un pañuelo que llevaba en el bolsillo de la manga derecha del jubón, y sonriendo le dijo al mendigo:
– No, no te pregunto si el león tenía el nombre de un hombre.
El oficial de forasteros se puso el sombrero de copa, adornado con las dos hebillas de plata, y requirió el paraguas, pero al llegar ante la puerta de su despacho vaciló, y finalmente volvió el paraguas al paragüero y colgó el sombrero en la percha, una amplia cuerna de ciervo sobre el cofre de los legajos. Se sentó ante su mesa, en el sillón giratorio, y de un bolsillo del chaleco sacó el reloj. Abrió la tapa posterior, y extrajo un papelillo doblado, que posó encima del vade verde.
– ¡Hace diez años que no recibo un parte sobre este asunto! -comentó mientras guardaba el reloj. Y se sorprendió a sí mismo de haber hablado en voz alta.
Pero el asunto era el asunto. Se repantigó en el sillón, cruzó las manos tras la cabeza, y con la mirada fija en el papelillo doblado recordó todas sus intervenciones en aquel caso.
El oficial de forasteros tenía un tío en las postas reales, llamado señor Eustaquio, al cual correspondía el revisado de mojones de legua, que estaba ordenado que siempre tuviesen la numeración clara: «A Tebas, doce leguas». Y por amor de su oficio, y porque tenía fina letra de lápida a la manera antigua, él mismo pintaba los mojones, y añadía debajo del numeral una seña, poniendo aquí una liebre y allá una paloma, un lobo o un san Jorge, y así las leguas eran llamadas por los viajeros por estas señas, la legua de la liebre, la legua de la paloma, etc. Lo supo el rey Egisto y le gustó la cosa, y quiso conocer al tal señor Eustaquio, el cual era un hombre pequeñito y obsequioso, el pelo muy blanco, miope declarado, algo picado de viruelas y chato, siempre calzado con bota enteriza y excusándose por estar afónico, lo que le obligaba a chupar hojas de menta. Eustaquio hizo delante de Egisto una muestra de letras y señas en una pizarra, y el rey mandó que desde aquel punto y hora solamente el señor Eustaquio pondría el título en los papeles reales. Con lo cual Eustaquio pasó a ser el hombre de los secretos regios, y tuvo derecho a dormitorio con retrete en el palacio. Eusebio, el oficial de forasteros, recordaba las visitas del tío Eustaquio a su casa, que salían todos a la puerta a recibirlo, y su madre, la hermana de Eustaquio, quemaba papeles de olor y hervía vino con miel.
Eusebio tomó la costumbre de acompañar al señor Eustaquio, después de la visita, hasta la puerta de palacio, y el tío posaba la mano derecha sobre el hombro del sobrino durante todo el tiempo que duraba la caminata, y le agradecía con medio real la compañía. Un día el padre de Eusebio le dijo a éste que había llegado la hora de pedirle un empleo al tío Eustaquio.
– La prisa es, hijo mío, porque vas creciendo y tienes ya la talla del tío Eustaquio, y aunque todavía le gusta subir hasta palacio con la mano derecha apoyada en tu hombro, ya con tus medras no va cómodo. Como sigas creciendo así y no pueda llegar fácil a tu hombro con su mano, aborrecerá este paseo que ahora le parece de gracioso respeto, y te aborrecerá a ti también. ¡Estos pequeños cuidan muy mucho la presentación!
Se le pidió al señor Eustaquio el empleo para el sobrino Eusebio, y el hombre de palacio estudió en qué podría servirle el sobrino, y cayó en la cuenta de que en los lazos de cintas para atar los legajos, lo que sería novedad para el rey, llevarle cada mañana un legajo con lazo de pompón, otro con lazo de flor, y los de pena de muerte con el nudo catalino de la horca, que es de cuatro cabos, según la moda inglesa. Y así entró Eusebio en los consejos y archivos, después de pasar un mes en la casa de una modista de niñas difuntas aprendiendo lazadas, iniciando de este modo la carrera administrativa que había de llevarle a aquel sillón giratorio de Oficial del Registro Obligado de Forasteros.
De los lazos, que se los pasó en ocasión oportuna a su hermano Sirio, ascendió a lector de partes en la cámara regia, y por lo bien que pronunciaba los nombres extranjeros lo puso Egisto el primero en la sucesión para la Oficina de Forasteros. Y fue estando de lector cuando, por vez primera, tuvo noticia del asunto. Del asunto Orestes. Había leído el parte detallado de la navegación y arribo de una nave con pasas de Corinto y lana continental, y anunció el siguiente, según costumbre:
– Pliego lacrado, en los sellos una serpiente que se anilla en un ciervo. Salto los sellos, despliego y leo.
– ¡Todavía no! -exclamó el rey levantándose del diván en el que, recostado, atendía a la lectura-. ¡Espera!
El rey era de mediana estatura, y pasaba el tiempo alisando el espeso bigote rubio con los dedos pulgar y anular de la mano derecha. Era muy inquieto de mirada, tanto que los que estaban largo rato con él llegaban a creer que sus ojos, de un celeste frío, salían de su rostro y se movían por la cámara regia escrutadores. Tenía la boca grande, las orejas en abanico, el cuello ancho y las manos gruesas y cortas. El conjunto era de la solidez del roble.
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