Álvaro Cunqueiro - Un Hombre Que Se Parecía A Orestes

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Premio Eugenio Nadal 1968
UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES (Premia Nadal 1968) recrea de una forma totalmente libre el mito clásico. La acción se paraliza después del asesinato de Agamenón, sin que la esperada venganza llegue a cumplirse. Orestes sabe que debe perpetrarla; pero el tiempo pasa y no ocurre nada. Y así resulta que los personajes del mito ya no funcionan en claves de fatalidad y trascendencia sino en los regocijos y amarguras de la vida cotidiana. Orestes ya no es el joven atleta admirado por Electra, sino un hombre muy hecho que viaja de incógnito. Y en todas las aldeas una muchacha le sonríe y le hace pensar más en la vida que en la muerte… La acción transcurre en una época indefinible en la que lo más antiguo coexiste con lo más reciente en una proximidad que sólo el sueño hace verosímil. Un hombre con dos cabezas, un caballo de madera que fecunda la yegua del abad, un patético Egisto que, obsesionado por la llegada del vengador, se finge caballero andante en busca de aventuras sin lograr por ello superar sus temores…Todo esto lo presenta Cunqueiro sin prisa, con un cierto regodeo en la frase, con frecuentes toques de humor y abundantes disgresiones, dejando siempre suelta su inagotable y gozosa fantasía.

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– ¡Espera!

En la frente del rey habían aparecido unas gotas de sudor. Egisto recobró la espada de ancha hoja que había dejado en un cojín, se acercó a la puerta, apoyó la espalda en ella, y con voz ronca que quería aparentar tranquila, ordenó:

– ¡Lee!

Y Eusebio leyó:

– «El hombre que hace un año compró una espuela en la feria de Nápoles, se parecía a Orestes.»

El rey levantó la espada, la hizo girar en el aire, y volvió a sentarse en el diván. Tenía la espada en las rodillas y repasaba el doble filo con el meñique.

– Tienes que aprender todo lo que se sepa acerca de espuelas, y especialmente de las espuelas de Nápoles. Yo tuve una, de las que llaman de cresta de gallo.

Eusebio aprendió todo lo que se sabía de espuelas, leyó tratados, recibió estampas con toda la variedad de ruedas. Lo sabía todo de espuelas. Cuando un forastero entraba a registrarse, Eusebio miraba si gastaba espuela.

– ¡Andaluza! -afirmaba, sonriendo.

Y no fallaba. Y ahora, al cabo de tantos años, cuando ya todos habían olvidado el nombre nefasto, este aviso. Sería un falso Orestes, como los otros. Hubo varios. Aquel que le murió el caballo a la puerta del mesón de la Luna. Era muy mozo. En el tormento dijo llamarse Andrés y estar huido de su madrastra, que lo requería de amores en los plenilunios. En una vuelta en el tormento, de las que llaman de pespunte, que es la segunda de la cuestión del torcedor, se le llenaron los ojos de sangre, dio un grito y expiró. Una semana después apareció la madrastra preguntando por él. Era rubia, muy hermosa, con un gran escote. La encontraron unas lecheras que venían de alba a la ciudad, ahorcada en el olivar del Obispo. Salió un romance con el caso. Dos años después, aquel otro, el de la mancha en el hombro izquierdo en forma de león. Lo denunció una de las pupilas de la Malena, una tal Teodora, muy bonita morena, que después se salió sostenida y paró en las Arrepentidas y más tarde puso una frutería. Éste aguantó en el potro y en el chorro. Decía que era celta, y que andaba por voto vagabundo. Nunca había oído hablar de Orestes. Pero, ¿cómo dejarlo libre? ¿No sabía ahora quién era Orestes? Sí, lo sabía todo de Orestes, y a lo mejor, suelto y por vengarse, se hacía Orestes, el pensamiento y la espada de Orestes, la sed de Orestes, consideró Egisto. Por seis monedas un soldado le puso la zancadilla y lo hizo caer por las escaleras de la torre.

– ¡Qué casualidad! -dijo el capellán, que le había tomado afición.

Se abrió la cabeza contra una cureña, y quedó parte de su sesada mismo encima del escudo real que decoraba el cañón. Hubo otro, vendedor de alfombras, que quedó por loco en perpetua con grillos, y otro que quiso escapar y acabaron con él los alanos del rey cuando ya estaba en el postigo del patio. Y al cabo de los años, este aviso. «Serpiente anillando un ciervo en la ciudad.» ¿Todavía Orestes? Pero, ¿lo habría habido alguna vez aquel Orestes?

Eusebio abrió el cajón de su mesa, para lo cual necesitó tres llaves diferentes, y sacó de él una libreta con tapas de hule amarillo. Allí estaba, resumido, el asunto Orestes. Sí. Un hombre en la flor de la edad llegaba, por escondidos caminos, a la ciudad. Traía la muerte en la imaginación, que es esta cosechar antes de sembrar, y tantas veces en el soñar había visto los cadáveres en el suelo, en el charco de su propia sangre, que ya nada podría detenerlo. En el pensamiento de Orestes, la espada tendría la naturaleza del rayo. La inmunda pareja real yacía ante él. Durante años y años, Orestes avanzó paso a paso, al abrigo de las paredes de los huertos, o a través de los bosques. El oído del rey era el amo del rey. Egisto escuchaba el viento en el olivar, los ratones en el desván, los pasos de hierro de los centinelas, la lechuza en el campanario, las voces y las risas en la plaza, a medianoche. ¿Orestes? A su lado, arrodillada en el frío mármol, su mujer se echaba el largo y negro cabello sobre el rostro. Y sollozaba.

Eusebio se rascaba el mentón, hojeaba la libreta.

– Supongamos que llega Orestes. Lo prendemos y a la horca. Supongamos que no lo podemos prender y que entra, sigiloso, en palacio. ¿A quién va a matar? ¿A aquellos dos viejos locos, escondidos en su cámara secreta, vestidos de harapos, que nadie conoce ya, cuyos nombres olvidaron las gentes, huesos cubiertos de marchita piel, corazones que laten porque el miedo no les deja detenerse? Los niños de la ciudad creían que Orestes era un lobo.

La verdad es que ya nadie nombra a Orestes salvo el mendigo Tadeo, el del mirlo. ¿No sería hora de acabar con aquel asunto? Ni se sabía si Orestes era rubio o moreno. Alguien inventó que un tal Orestes venía a vengar a su padre, asesinado por Egisto, que se había metido en la cama de su madre, y entonces comenzó la vigilancia, se alquilaron espías, se mandaron escuchas, se pusieron trampas en las encrucijadas, se consultaron oráculos. ¿Cuántos años no duraba aquello? ¿Quién seguía dirigiendo aquella búsqueda secreta? Lo más probable es que Orestes, de tanto andar en barco, hubiera naufragado, o se hubiese casado en una isla y ahora fuese dueño de una parada, pues salía en los textos como domador de caballos. Y si sabía disfrazarse tan bien como suponía Egisto, sería comediante en Venecia o en París. Pero Eusebio había jurado su cargo. Tenía que registrar a todos los forasteros que llegaban a la ciudad y descubrir si alguno de ellos era el secreto Orestes. Recordaba Eusebio que hacía años que había hablado del asunto Orestes con un capitán de la caballería, un tal Dimas, muerto de una pedrada en la revuelta del año sin trigo.

– Eusebio -le dijo el capitán-, me temo que mientras vivas siempre tendrás entre manos el asunto Orestes. Y ellos, los reyes, no podrán morir si no viene Orestes. El pueblo estará ese día como en el teatro. Quizá solamente falte el miedo. Habría que hacer algo de propaganda secreta, para que viniese a batir las puertas, como un viento loco. ¡Yo apuesto por Orestes!

Y tras asegurarse de que estaban solos en el campo, levantando la voz y llevando la diestra mano a la visera del casco emplumado, añadió solemne:

– ¡Siempre hay que estar en el partido de los héroes mozos que surgen de las tinieblas con el relámpago de la venganza en la mirada!

– ¡Coño, eso parece de la tragedia! -había comentado Eusebio. Pero él cobraba por descubrir a Orestes, y debía registrar al forastero que le señalaban en el aviso.

II

Yo nací -dijo el mendigo Tadeo- de un padre loco, al que le daba por salir a la calle a enseñar gimnasia helénica a los perros, y se hacía entender de ellos por voces extrañas y ladridos imitados, tal que los perros le seguían y los más terminaban dando las vueltas que él mandaba, y poniéndose en dos patas. Finalmente dijo que iba a lograr un perro volador, y eligió el foxterrier de la viuda de un solador de zuecos, a la cual prometía -estando los tres, padre, perro y viuda envueltos en una misma manta, que la viuda era muy friolera en sus septiembres- sacos de dinero si el perro volaba desde las más altas torres a su regazo, haciendo ochos en el aire. El foxterrier, que se llamaba Pepe, no pasó de la primera prueba, que era volar desde el campanario menor de la basílica a la plaza. Saltó y cayó como bola de plomo, destripándose. La viuda lloraba, pero los entendidos alabaron la voz de mando de mi padre, que obligó al foxterrier al salto. Mi padre era de la ciudad, pero mi madre vino de afuera, en un velero del lino. Te digo que era muy hermosa, con su pelo rubio y sus ojos azules, siempre sentada en el patio, los pies descalzos al sol, posados en flor de genciana. Nunca se supo el porqué de haberse quedado en tierra cuando zarpó el velero, pero la tomaba las más de las noches una pesadilla que la despertaba, y entonces corría hacia la ventana, gritando que se tiraba al mar y que no quería volver. Mi padre la acariciaba, le ponía paños calientes en la nuca, y le hacía beber una copa de anisete. Se llamaba Laura, y aseguraba no recordar nada de su familia, salvo de una tía que calcetaba medias dobles de invierno para el rey de su ciudad, uno de los que fueron a Troya, y allí lo favoreció la lepra, tal que tuvo que salirse de la batalla y perderse por los bosques tocando la campanilla. En su isla lo tienen por santo y andan buscando sus restos por todas las selvas, que corrió la novedad de que volaban hacia él cuando dormía las palomas torcaces y le lamían el rostro, de modo que cuando murió, su cuerpo era una podredumbre, pero la cara la tenía de mozo, y la barba dorada. Lo que es doble milagro, si te fijas bien, ya que sabes que los palumbus no pueden echar la lengua fuera de la caja del pico.

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