Maruja Torres - Mientras Vivimos

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Premio Planeta 2000
Es una novela sobre mujeres de varias generaciones, sobre sus pasiones y sus dudas, sobre su forma de vivir y su lugar en el mundo. Premio Planeta 2000.
Es una gran historia de admiración y celos, de mentira y verdad, de odio y amor, de pérdidas y encuentros. Judit tiene veinte años y quiere ser como Regina Dalmau, novelista consagrada y próxima a la cincuentena, por la que siente una obsesión casi enfermiza. El día de Todos los Santos se dirige a su encuentro, convencida de que la escritora sabrá ver su talento para la literatura y la ayudará a abandonar el barrio proletario en el que ha crecido y del que reniega. Judit ignora que Regina, sumida en una grave crisis creativa, y víctima de un profundo desasosiego moral, no puede ni siquiera ayudarse a sí misma. La irrupción de la joven en la casa de la famosa novelista hará que ésta se enfrente a las verdaderas raíces de su doble crisis, y a su relación con Teresa, la mujer nunca olvidada que iluminó su pasado. La última lección de Teresa se prolongará más allá de su muerte, porque esta gran novela trata de la herencia que se transmiten las mujeres cuando se eligen unas a otras para tejer entre sí un vínculo más fuerte que la sangre.

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– ¡No me grite, que no estoy sorda!

La mujer había adquirido la costumbre de telefonearle los domingos, a última hora de la tarde.

– ¿Está usted ahí? ¡No está usted ahí! -gritaba al contestador automático.

Y a continuación le dejaba grabadas interminables y confusas peroratas acerca de su Fidel y las cervezas que la obligaba a comprarle. Acababa llorando y diciéndole, entre sollozos, que para lo que la esperaba más le valdría estar muerta, y que estas cosas sólo se las podía contar a ella porque, al fin y al cabo, decía, es usted mi única amiga, aunque nunca la encuentre cuando le telefoneo. Regina se preguntaba si Flora no estaría acompañando a su marido en lo de empinar el codo.

La última llamada intempestiva de la mujer se había producido hacía menos de veinticuatro horas, y había sido para comunicarle que no podría ir a trabajar en toda la semana:

– ¡Mi marido, que se ha caído del andamio, el pobretico! ¡Tiene la cadera como un tomate reventado! -le gritó al contestador.

Regina no había tenido más remedio que ponerse al teléfono y concederle tinos días de permiso, confiando en que Vicente, el conserje de la finca, sabría solucionarle provisionalmente los asuntos domésticos. Pero Vicente no me ayudará a recoger los restos del monolito, se dijo mientras agarraba con precaución los trozos de cristal más grandes y los colocaba sobre la mesa. Regina se dirigió al trastero. Estaba más familiarizada de lo que Flora creía con los artículos de limpieza que había en la casa. Ella misma se ocupaba, siempre de noche, cuando se encontraba a solas, de mantener la habitación cerrada relativamente limpia.

Esa misma aspiradora serviría para eliminar del parquet todo rastro de cristales. Había pertenecido a Jordi, que solía usarla para la tapicería del coche, y al final no se la había llevado consigo. En estas cosas, al menos, no había sido mezquino, aunque Regina hubiera preferido que lo fuera, porque durante los primeros meses de su ausencia no hizo más que toparse con objetos suyos. Además de la aspiradora, dejó una taladradora, varios libros sobre mercadotecnia aplicada a los nuevos sistemas de comunicación y una colección completa de fascículos sobre el funcionamiento de Internet. También había olvidado algunas de las prendas que Regina le había regalado: un cinturón de Loewe que le había costado un riñón, dos corbatas de seda italiana y una bufanda a cuadros escoceses. Y su olor.

Durante los días que siguieron a la ruptura se había sentido demasiado lacerada para advertirlo, fulminada por la incredulidad de estar viviendo de nuevo la experiencia del abandono. Más adelante, cuando el dolor y el deseo de revancha dieron paso a una meliflua desorientación, el olor corporal de Jordi, mezclado con su colonia, se materializó como una ofensa. Era un rastro tan intenso que a menudo Regina se figuraba que, en su etapa actual, por fuerza él tenía que segregar un aroma distinto, obligado a prescindir de esa parte de su presencia sensorial que había preferido permanecer con ella.

Había ordenado a Flora ventilar la casa, mandar cortinas y alfombras al tinte, limpiar la tapicería de los muebles, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Redecoró el dormitorio de arriba abajo, pero el olor seguía allí. “Son imaginaciones suyas”, se quejaba la mujer.

Regina sabía que la noción de ciertas cosas puede ser más real para los sentidos que las cosas mismas, como ocurre cuando uno piensa que necesita una ducha fría para despejarse, y el solo pensamiento produce el efecto deseado. La fragancia de Jordi era el epítome de los recuerdos de su vida en común, había concluido, resignándose a soportarla, y este sometimiento actuó como regulador: el olor no desapareció, sino que se integró en la casa como uno más de los muchos elementos que la remitían a los años vividos con Jordi.

No era la privación del amor lo que la atormentaba, sino el fracaso de su diseño de vida. «A diferencia de los hombres, las mujeres que nos entregamos a una profesión tenemos muchas veces que renunciar a los sentimientos», solía declarar a la prensa. Si era sincera consigo misma, y bien sabía Regina lo poco que deseaba serlo, debía aceptar que ella nunca había renunciado a nada, por la sencilla razón de que las emociones privadas le parecían menos importantes que su carrera como novelista. Su debilidad al enamorarse de ¡in hombre equivocado tras otro le resultaba, por tanto, más humillante. Lo único que pedía era una infraestructura sentimental y sexual lo bastante sólida y flexible como para permitirle dedicarse por entero a su oficio. ¿Qué tenía eso de malo? ¿No era a lo que aspiraba la mayoría de los machos de la especie? ¿Es que no había en el mundo nadie capaz de respaldarla, tolerarla y quererla?

No era culpa suya si se había convertido en una hermafrodita funcional. Y no le importaba serlo, si eso le permitía mantener su trabajo bajo control. Porque nada desazonaba más a Regina Dalmau que perder el rumbo en su escritura.

Había terminado de limpiar cuando sonó el zumbido del portero automático. Todavía iba en bata cuando abrió la puerta a Judit.

Lo primero que hizo Judit al entrar en su casa, después de la cita con Regina, fue tumbarse en la cama y pensar. Su hermano aún dormía; Rocío estaba en el ateneo, preparando la fiesta africana de la noche. Nadie le impedía ordenar sus ideas, disfrutar de sus emociones.

No le apetecía escribir en su cuaderno sobre lo ocurrido. De súbito, las libretas, los carpetones repletos de recortes y la habitación misma le parecían una representación arcaica de las ilusiones que hasta esa misma mañana había alimentado respecto a su porvenir.

Hasta entonces había creído saber qué era la esperanza: la vaga promesa de un tiempo mejor, a la que se aferraba con empecinamiento para huir de los estragos de su realidad cotidiana. Ahora sentía la esperanza. Físicamente. Tanto, que había sido capaz de volver al barrio en el 73. Una visita a la mujer a quien adoraba había obrado el milagro. Judit ya no temía ser engullida por el bloque.

Regina tiraba de ella, pero esta vez de verdad, con hechos, con una oferta para trabajar en su casa.

– Voy muy retrasada con mi nuevo libro -le había dicho-. En el despacho de mi agente me ayudan, pero hay un montón de asuntos que tú podrías solucionarme. Si es que te apetece.

Se lo había propuesto al final de la visita, por eso Judit pensó que no debía evocarlo todavía. Para gozar otra vez de lo recién vivido, se obligó a recordar empezando por el principio, por lo que había sentido al llamar al portero automático.

¿De verdad era ella quien había estado allí, temblando, a punto de cumplir su sueño de penetrar en la intimidad de Regina Dalmau? Había atravesado el vestíbulo, admirando las butacas forradas de cuero, la lámpara de pie con pantalla de pergamino y los cuadros que adornaban las paredes. Hasta la mesa del conserje resultaba elegante. Llevada por el nerviosismo, había estado a punto de utilizar el ascensor del servicio. Muerta de vergüenza, se metió en el que correspondía a los vecinos y, una vez dentro, se dio un repaso frente al espejo, estirándose el pelo hacia atrás con un poco de saliva.

No le había abierto la puerta una criada, como esperaba, sino la propia Regina. La mujer la recibió con una sonrisa, pero no la saludó con dos besos, ni le tendió la mano. Mejor. Hubiera sido una frivolidad. ‹,Pasa», dijo, y Judit cruzó el umbral como si atravesara la barrera del sonido.

Sólo más tarde, cuando volvía en el autobús, la muchacha se percató de que Regina Dalmau, vista de cerca, era más menuda de lo que creía. Llevaba zapatillas e iba en bata. Regina, ¡en bata! La había recibido sin ceremonia. Era el gesto de una diosa para no abrumar con su grandeza a una vulgar mortal como ella. Aunque, pensándolo bien, no tan vulgar, si había logrado llegar hasta allí.

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