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Maruja Torres: Mientras Vivimos

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Maruja Torres Mientras Vivimos

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Premio Planeta 2000 Es una novela sobre mujeres de varias generaciones, sobre sus pasiones y sus dudas, sobre su forma de vivir y su lugar en el mundo. Premio Planeta 2000. Es una gran historia de admiración y celos, de mentira y verdad, de odio y amor, de pérdidas y encuentros. Judit tiene veinte años y quiere ser como Regina Dalmau, novelista consagrada y próxima a la cincuentena, por la que siente una obsesión casi enfermiza. El día de Todos los Santos se dirige a su encuentro, convencida de que la escritora sabrá ver su talento para la literatura y la ayudará a abandonar el barrio proletario en el que ha crecido y del que reniega. Judit ignora que Regina, sumida en una grave crisis creativa, y víctima de un profundo desasosiego moral, no puede ni siquiera ayudarse a sí misma. La irrupción de la joven en la casa de la famosa novelista hará que ésta se enfrente a las verdaderas raíces de su doble crisis, y a su relación con Teresa, la mujer nunca olvidada que iluminó su pasado. La última lección de Teresa se prolongará más allá de su muerte, porque esta gran novela trata de la herencia que se transmiten las mujeres cuando se eligen unas a otras para tejer entre sí un vínculo más fuerte que la sangre.

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Hacía mucho que Judit había decidido que lo máximo que su familia llegaría a saber de su vida era si se depilaba o no las axilas. Su cuerpo vivía con ellos, y nada más.

Meses después de tener que marcharse de la agencia inmobiliaria, su madre y su hermano seguían creyendo que aún trabajaba allí. Salía por la mañana y regresaba por la noche, simulando cumplir con su horario laboral. En realidad, dedicaba la jornada a escaparse en el 73 a la Barcelona opulenta que le ofrecía sus tentaciones. El dinero que aportaba a su casa cada fin de mes, como si todavía cobrara el magro sueldo de la empresa, procedía de la indemnización que Luís Viader, el delegado de zona, le había entregado para que se largara sin rechistar.

– Llevas poco tiempo trabajando en la agencia y ni siquiera tienes contrato. Podría echarte sin contemplaciones, pero soy mejor persona de lo que piensas. Este dinero lo pongo de mi bolsillo. Es más de lo que ganarías aquí en seis meses, y espero que me lo agradezcas.

Judit sabía muchas cosas de su jefe, pero no contaba con que en una ocasión así se mostrara tan cínico. Aunque Viader no le importaba lo más mínimo, había creído que estaba loco por ella y que podía manejarlo a su antojo. Las heroínas de Regina Almau tenían razón: «Un hombre se convierte en un extraño cuando deja de pensar en una con el pene», había escrito.

Viader se había levantado, la había acompañado hasta la puerta de su despacho y le había tendido formalmente la mano, mientras Judit buscaba en su mente una réplica digna de su autora predilecta. Por fin se le ocurrió. Abrió el sobre que el hombre acababa de darle, leyó la cantidad y, dirigiéndole una de sus gélidas miradas, abroncó la voz y dijo:

– No sabía que la indemnización por eyaculaciones precoces estuviera tan devaluada.

Y se largó, dejándolo con la boca abierta.

La aventura con Viader había empezado a los pocos días de que Judit entrara en la empresa, una tarde en que el hombre le propuso que lo acompañara a examinar un piso recién incorporado a los listados de posibles ventas.

– Quiero tu opinión de chica de hoy -le había dicho Viader, abriendo la puerta del ascensor lo justo para que Judit tuviera que pasar rozándolo.

Judit se la dio sobre el falso parquet de aquella pretenciosa vivienda situada en la parte nueva del barrio. El hombre se desconcertó un poco porque le resultó evidente que lo que buscaba en la chica estaba tan por estrenar como el piso, y después de manosearle rápidamente los pechos se derramó con tal celeridad en el condón que ella no notó nada más que un dolor corto y agudo, y una irritación que le duró varios días.

En las ocasiones que siguieron, Judit comprendió que no sólo era culpa del hombre que ella no llegara a sentir gran cosa. Viader, excitado, la manejaba con torpeza, agarrándola por la cintura y deslizándola por encima y por debajo de su cuerpo robusto y peludo; a un lado y a otro, piernas por aquí, piernas por allá, mientras repetía compulsivamente:

– ¡Qué joven eres! ¡Qué delgadita estás!

Entretanto, Judit no podía dejar de pensar, como había hecho toda su vida, no podía dejar de maquinar, e imaginaba lo fondona que debía de ser la mujer de él, su manera de vestir, su peinado, y luego pasaba revista al piso en el que estaban haciendo el amor ese día. Viader enloqueció durante las semanas en que follaron al menos dos veces al día, convirtiendo en fugaces picaderos casi la totalidad de los pisos que figuraban en el listado de la agencia. Al principio sólo la llevaba a los que estaban recién construidos, y entonces Judit, mientras la jodía, pensaba en la gente que algún día los habitaría, en los muebles que pondrían y en los que ella habría puesto en el caso impensable de que pudiera interesarle seguir viviendo en el barrio y en un edificio tan poco noble como el de su familia pero mucho más pretencioso. Poco a poco Viader perdió la cautela, y empezó a llevarla a viviendas todavía ocupadas por sus propietarios. Pasaba parte del día hablando por teléfono con los dueños, concertando horas de visita:

– Es mejor que ustedes no se encuentren en el piso. Se trata de un cliente muy especial, que no quiere ser visto -argumentaba.

Follar en pisos amueblados era, aparte de más cómodo, mucho más entretenido. Viader la tumbaba en un sofá o sobre la cama, o se lo hacía sobre la formica de la cocina, o en el cuarto de los niños y, mientras, Judit contemplaba con curiosidad los bibelots, los cuadros, las cortinas, los muebles, como si al hacerlo se apoderara del espíritu de la casa y de sus ocupantes. Era increíble que la gente tuviera estómago para encerrarse con semejante cantidad de objetos de mal gusto. Una vez jodieron sentados sobre una alfombrilla que tenía tejida la imagen del papa, con la paloma del espíritu santo encima del bonete y la cúpula vaticana al fondo. Quizá fue ese polvo el que trastornó del todo a Viader, quien al día siguiente, nada más entrar en un piso que apestaba a ambientador de rosas, la abrazó, gimiendo:

– ¡A la ducha, a la ducha! ¡Vamos a la ducha! ¡No pienso más que en metértela en la ducha!

Debía de ser cierto que no había pensado más que en eso, porque aquel día no cuadró bien los horarios, y en plena efusión acuática fueron sorprendidos por la dueña del piso, que se llevó un susto de muerte. Judit se vistió como pudo (menos mal que su ropa, aunque comprada de segunda mano, era de buena calidad y no desteñía) y salió de estampida. Viader se quedó, dando explicaciones.

Esa misma noche estalló todo porque, como las desgracias nunca vienen solas, la dueña del piso resultó ser compañera de gimnasio de la mujer de Viader, y reconoció a éste de un par de veces que había ido a buscarla; le faltó tiempo para poner al corriente a la esposa ultrajada de los desmanes de su marido. Al día siguiente, Judit fue despedida de forma fulminante por el mismo hombre que horas antes sólo pensaba en metérsela en la ducha.

Había abandonado la inmobiliaria más contenta que unas pascuas, tanto por su frase final que, aunque suya, era digna de su ídolo, como porque la cantidad anotada en el cheque le permitiría, si se administraba bien, dar muchos paseos, comprarse algo en cualquier tienda de ropa usada, y fantasear acerca de su futuro sin tener que aguantar un trabajo de mierda.

Poco a poco, se había ido convenciendo de que lo vivido con Viader podía convertirse en el germen de un relato, o quizá una novela. Era algo que tendría que consultar con Regina Dalmau, como tantas otras cosas.

Conozco tu casa. Dirás que suele salir fotografiada en revistas de decoración y que mucha otra gente la ha visto. Ver no es conocer. Sé cómo vives porque sé cómo eres. Cuando escudriño las fotos que los otros se limitan a ojear, todo lo que he averiguado sobre ti dirige mi pensamiento hasta situarte en el lugar y la actitud apropiados. Lo que he leído en revistas y periódicos, lo que te he escuchado decir en radio y televisión. Y, sobre todo, ciertos comportamientos de tus protagonistas femeninas que se repiten una novela tras otra. Demasiadas coincidencias para que no seas tú misma el modelo en el que te inspiras.

Te hago actuar en esos escenarios en donde estoy a punto de poner los pies por primera vez. Por tediosa que resulte mi vida, puedo mirar el reloj y decirme: Regina está haciendo esto y lo otro. Y así me olvido de mí, de cómo doy vueltas y más vueltas sin salir nunca del círculo. «No he dejado de moverme -dice Leonora, tu personaje en mi opinión más logrado-, porque sé que a las chicas que se quedan quietas no les caen regalos del cielo.» En el mundo real, qué complicado resulta acertar con el gesto adecuado para romper el cerco. La historia de la bella durmiente es un cuento de terror. ¿Puedes imaginar cuál sería su sufrimiento si, durante esos veinte años que pasa esperando que la despierten, no estuviera realmente dormida, sino paralizada, condenada a escuchar a quienes se mueven a su alrededor creyéndola muerta, sentenciada a sentir sobre su frente la sombra del tiempo que huye?

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