Maruja Torres - Mientras Vivimos

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Premio Planeta 2000
Es una novela sobre mujeres de varias generaciones, sobre sus pasiones y sus dudas, sobre su forma de vivir y su lugar en el mundo. Premio Planeta 2000.
Es una gran historia de admiración y celos, de mentira y verdad, de odio y amor, de pérdidas y encuentros. Judit tiene veinte años y quiere ser como Regina Dalmau, novelista consagrada y próxima a la cincuentena, por la que siente una obsesión casi enfermiza. El día de Todos los Santos se dirige a su encuentro, convencida de que la escritora sabrá ver su talento para la literatura y la ayudará a abandonar el barrio proletario en el que ha crecido y del que reniega. Judit ignora que Regina, sumida en una grave crisis creativa, y víctima de un profundo desasosiego moral, no puede ni siquiera ayudarse a sí misma. La irrupción de la joven en la casa de la famosa novelista hará que ésta se enfrente a las verdaderas raíces de su doble crisis, y a su relación con Teresa, la mujer nunca olvidada que iluminó su pasado. La última lección de Teresa se prolongará más allá de su muerte, porque esta gran novela trata de la herencia que se transmiten las mujeres cuando se eligen unas a otras para tejer entre sí un vínculo más fuerte que la sangre.

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Aparte de la indiscreción del texto, era un trabajo fotográfico magnífico. Una doble página para cada habitación, con una imagen general, complementada con una secuencia de detalles. Esos dos angelotes de colores llamativos que cuelgan del techo en una esquina de tu salón, entre los dos ventanales, son mexicanos, ¿verdad?, y la lámpara de bronce que hay sobre la mesa ovalada, de patas curvas, es muy antigua, la compraste en París. Cuando lees bajo su haz, ¿lo haces sentada o te gusta tumbarte en el sofá, con la cabeza apoyada en uno de los cojines? Puedo imaginar tu cabello castaño desparramado sobre la seda adamascada amarilla. A veces levantas la vista y contemplas el cuadro que está sobre la chimenea: un barco antiguo, con las velas infladas, que parece saltar sobre un mar encrespado. Tiene que gustarte mucho, porque le has dado el mejor emplazamiento en tu salón. Hay tantas cosas que me tienes que contar.

«Desde la ventana de la cocina se divisa la colina del Tibidabo», se decía en el reportaje. Por eso pienso en lo que ves cuando desayunas, mientras tomo café en la cocina de mi casa, cuya ventana da a un patio de luces que desde muy temprano huele a aceite frito.

Ninguno de los pisos que tuve que enseñar mientras trabajé en la agencia inmobiliaria guarda el más remoto parecido con el tuyo. Es como si el mundo estuviera dividido en dos áreas: una, atiborrada de cubículos pequeños y apelmazados para la gente que no debe crecer; la otra, llena de aire, de espacios abiertos, de techos altos, que permite a sus habitantes desarrollarse. Una vez visité el cementerio de Montjuic, y vi que allí también la muerte está partida en dos. Nichos tan apretujados como los pisos de mi bloque. Panteones con arretes y estatuas para quienes proceden de barrios como el tuyo.

De pisos, como sabrás a su debido tiempo, entiendo un rato. Algún día te contaré lo que me ocurrió en la agencia, pero será a mi manera, porque si lo viví fue para atrapar el embrión de alguna historia que te pueda cautivar. Comprendo que lo que soy y lo que tengo no constituyen un bagaje capaz de despertar tu interés. No puedo igualar cuanto posees. Sólo me aceptarás si puedo compensar alguna de tus insuficiencias. ¿Te queda algo por conseguir en esa vida tan completa de que disfrutas? ¿Qué hueco puede llenar en ti una criatura venida de las madrigueras en donde nos escondemos los enanos? Temo que mi ansia por servirte no baste para mantener tu atención.

Me pregunto si tendrás cuarto de invitados. No salía en el reportaje, pero por fuerza tienes que tenerlo.

Irritada consigo misma por haber aceptado hacerse cargo de Alex cuando bastante tenía con ocuparse de sus propios asuntos, Regina decidió volver al estudio a hacer solitarios, y al retirar bruscamente los pies de la mesa tiró el monolito de cristal, que se hizo trizas contra el parquet. Dichosa Flora, que había olvidado colocarlo en la vitrina, junto a los otros trofeos.

Flora era la mujer que trabajaba para ella desde hacía más de una década, y a quien pagaba, y muy bien, para que la cuidara todos los días del año excepto domingos, Viernes Santo y Navidad. El resto de los festivos, Flora trabajaba como si fuera laborable. Este trato convenía a las dos. A Regina, porque precisaba de atención permanente, y a Flora, porque aborrecía pasar más tiempo que el indispensable sirviendo de esclava al curda de su marido, un peón de albañil propenso a los accidentes laborales.

En su juventud, Flora, que era de un pueblo de Almería, trabajó en Suiza, y a menudo le hablaba a Regina de la dureza de aquellos años pasados bajo el yugo de las amas de casa helvéticas. «Mala gente -decía-. No tienen corazón.» Flora, por lo visto, había tenido demasiado, y se había enamorado de otro emigrante, un italiano que se la llevó de vacaciones a Nápoles pero que la había plantado por otra. «Menos mal que no le hizo una barriga», le solía decir Regina, para consolarla. «Ojalá -contestaba Flora--. Yo siempre quise ser madre. Cuando conocí a Fidel pensé que nuestra vida nunca sería como con Paolo, pero que, por lo menos, era un buen hombre y que tendríamos hijos. Ni lo uno ni lo otro y, encima, trabajando por partida doble.»

Era una buena mujer y una empleada modelo, forjada en la implacable escuela de la emigración. ¿Cuántos años podía tener? No era mucho mayor que Regina, pero parecía su madre. La vida le había pasado por encima, y la escritora le tenía afecto. Flora se alegraría de la vuelta de Alex. Había disfrutado cuidando de él como si se tratara del hijo que echaba en falta.

Flora medía más de un metro setenta, era cuadrada y fornida, una bestia de carga, útil para los trabajos más duros, y desde hacía un tiempo había renunciado a llevar el pelo en moño. La primera vez que compareció con su melenón peinado en rizos y suelto hasta los hombros y, colgándole del brazo, un bolso de rafia recién adquirido en las rebajas y adornado por fuera con tintineantes campanillas, Regina, que en aquel momento salía del cuarto de baño, pegó un respingo y, sin darle ni los buenos días, exclamó:

– ¡La madre que la parió, Flora! Parece usted el Golem cuando iba a hacer la compra por el gueto de Praga.

Durante varias semanas, la mujer no hizo más que preguntarle quién era aquel señor, y al final Regina escurrió el bulto diciéndole que se trataba de un personaje mitológico, como las hadas y las sirenas. Flora se puso muy contenta, y al día siguiente la obsequió con uno de aquellos adornos que solía comprar en un Todo a Cien, un unicornio hecho con cristal de culo de botella que se alzaba sobre las patas traseras pegadas a un espejo que hacía de peana.

– La dependienta me ha dicho que también es mitológico.

Como solía hacer con los regalos decorativos de Flora, al poco tiempo se las apañó para romperlo.

– Qué lástima, con lo bonico que quedaba en el aparador.

La muy bruta parecía tener alergia a las superficies despejadas. Pocos días antes, tras desembalar el jodido premio que ahora yacía hecho añicos a los pies de Regina, Flora lo había contemplado, extasiada, dictaminando lo bien que quedaría sobre el televisor. Seguramente lo había dejado en la mesa para que ella misma acabara seducida por la idea y lo pusiera allí. Parecía mentira que, después de haber trabajado diez años en su casa, siguiera sin conocer sus gustos. Pero Flora era una buena mujer, tenía una mano mágica para las plantas y le era de gran utilidad cuando quería incluir en sus novelas vocablos y giros populares.

– A ver, Flora, ¿cómo llamaría usted a esto? -y Regina señalaba la pared de la cocina.

– Rachola.

– No, eso es una perversión del catalán, es rajola y se escribe con jota. Quiero decir, en Andalucía. Sería azulejo, ¿no? ¿o baldosa? Tengo que ponerlo tal y como ustedes lo dicen.

– Pues yo siempre digo rachola. No conozco a nadie que lo llame de otra manera.

En estos momentos, con el trofeo pulverizado a su alrededor, Regina no podía sentir por ella su habitual ternura. Flora formaba parte de los problemas que la mortificaban. La mujer, que llevaba diez años a su servicio, en los últimos meses había empezado a desarrollar un comportamiento extravagante. No sólo olvidaba los encargos, sino que la casa cada vez tenía más rincones sucios. Y, además, se había vuelto testaruda, quería a toda costa que le abriera el cuarto cerrado, que Flora, que era muy peliculera, siempre llamaba «la habitación de Rebeca».

– Bien lo tendré que limpiar un día u otro. Debe de estar hecho una pocilga -decía-. Yo nunca he entrado ahí…

– Ni entrará -cortaba Regina-. Más le vale limpiar bien lo de siempre.

Además, le fallaba el oído, y Regina se veía obligada a desgañitarse cada vez que necesitaba pedirle algo desde una relativa distancia. Cuando, por fin, Flora comparecía, lo hacía colorada como un pimiento y aullando a su vez:

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