Puesto que, hasta ahora, me he visto forzada a aceptar esta parálisis, mi forma de aliviar la desesperación ha consistido en crear representaciones de ti. Te he hecho compañía todo este tiempo.
Te levantas muy temprano, te preparas un zumo en la cocina y lo bebes de pie, mientras miras por la ventana que da al Tibidabo. En invierno no hay más que oscuridad delante de ti y el amanecer te sorprende cuando ya te encuentras en tu estudio, sentada ante el ordenador, planificando el trabajo de la jornada; pero cuando amanece pronto te gusta demorarte un rato en la cocina, contemplando cómo la claridad que viene de levante rescata de la noche las siluetas del templo del Tibidabo y de la torre de comunicaciones, esa esbelta aguja que aparece en dos de tus novelas. La cúpula del observatorio (en donde pusiste a trabajar a Guillermina, otro de tus fascinantes personajes) destella bajo los rayos del primer sol. En cualquier caso, en cuanto te pones a escribir te evades del mundo que te rodea. «Si no escribiera no sabría qué hacer», dijiste en cierta ocasión, por lo que siempre estás metida en la redacción de una novela o en los preparativos para empezar otra. Tienes un archivo con casos que pueden servirte de inspiración y que recortas de los periódicos. A mí también me gustaría hacerlo, si no estuviera tan ocupada controlando tu vida. Porque es increíble de lo que una se entera por pequeños sueltos periodísticos. La gente que parece normal es capaz de hacer cosas muy chocantes.
Me pregunto en qué parte de tu estudio guardarás el archivo. En la librería inglesa, supongo. En la mitad superior de ese mueble, al lado del espejo en el que se refleja tu jardín, tienes tus libros de consulta y unos cuantos volúmenes sobre historia de la literatura y biografías de escritores, lo sé porque los he examinado con una lupa y, aunque sólo he podido captar palabras sueltas, ésa es la impresión que me ha dado. El cuerpo inferior de la librería dispone de puertas correderas, imagino que ahí guardas tus archivos, tus escritos, tus borradores, las cartas de tus fans.
Nunca me he atrevido a escribirte, me pongo enferma de sólo pensar que podrías suponer que soy una más entre tus seguidoras. Tampoco he querido acercarme cuando firmas ejemplares en un centro comercial. No me habría atrevido a aproximarme a ti, en el ateneo, si no me hubiera dado cuenta de cómo me has estado mirando todo el rato. Como si adivinaras lo especial que soy, lo importante que voy a ser en tu vida. Como si me descubrieras. Lo has hecho, me has invitado a visitarte, y sé que ya no habrá nadie que pueda interponerse entre nosotras.
Yo también escribiría como tú si tuviera una casa como la tuya. Y el jardín de tu terraza, que es como un invernadero, aunque nunca he visto ninguno al natural; sólo en alguna película. Como es lógico, tu escritorio está dispuesto de forma que, cuando levantas la vista de la pantalla, puedes descansarla en el exuberante frontón de plantas y flores que tienes delante. Un jardín en tu estudio: nunca imaginé que existieran lujos semejantes. Mi madre tiene macetas de geranios colgadas en la pared de la minúscula terraza donde están la lavadora y el tendedero. Me repugnan los geranios: huelen a carne muerta. No son verdaderas flores, tienen algo de necesario, de integrado, de permanente. A veces pienso que cierta gente nace con los geranios puestos. Las flores de verdad, las que a mí me gustan, son como las que adornan los rincones de tu salón: narcisos, lilas, lirios, rosas, gladiolos, calas, varas de nardos cuyo aroma percibo como si impregnara el brillante papel de la fotografía. Flores especiales para una mujer especial.
Invernadero. Me gusta escribir esta palabra. Más bonita más densa, me parece umbráculo. Pero no son palabras que me conciernan. Para mí, quedan las otras: maceta, geranios, tendedero. Trabajas hasta bien entrado el mediodía, y entonces la mujer que te sirve, eso lo contaste el programa de medianoche de la emisora cultural catalana, te lleva al estudio una bandeja con una comida ligera. Me gustan las frutas exóticas. El zumo de la mañana seguramente es de guayaba, o de mango: en la mesa de la cocina, una mesa que es más grande que el comedor de mi casa, hay siempre una bandeja de madera con frutas tropicales de colores muy vivos. Sale en las fotos, y me he fijado en que los volúmenes y colores de los frutos cambian: no son de cera, ni están ahí para mera decoración. Te las comes. Leí también que prefieres el pescado y el queso a la carne. Bebes, pero sólo vino con las comidas. Saber cuáles son tus alimentos y tu bebida hace que me sienta extrañamente dentro de ti. Una vez, durante mis paseos por la Bonanova, me gasté un buen dinero en una frutería de lujo. Compré una bandeja de poliuretano con rodajas de piña preparadas, cubiertas con celofán. Luego, cerca de la plaza, en la charcutería de la calle Muntaner que allí llaman delicatessen, adquirí una pequeña botella de vino tinto y pedí que me la descorcharan. Me miraron como si fuera una extraterrestre, pero no me importó. No visto para pasar desapercibida. La tienda estaba llena de gente elegante, y tuve que esperar mucho a que me sirvieran.
Busqué un banco en la plaza y me senté a darme un festín. Era la hora del almuerzo, el reloj de la iglesia dio dos campanadas en aquel momento, y yo fui feliz porque sabía que tú también las habrías oído, y que también estarías comiendo y bebiendo algo muy similar. Mi boca se convirtió en la tuya, sentí los sabores mezclándose sutilmente con la saliva, desparramándose por mi interior. Si uno es lo que come, según sostienen los chinos, por fuerza algo parecido a ti tuvo que gestarse ese día en mi estómago.
Hace tiempo que sé dónde vives. Lo adiviné gracias al reportaje que apareció en la revista Casa Vogue. El texto era muy explícito, demasiado: alguien que te quisiera mal podría sorprenderte un día, hacerte daño. El texto, te decía, daba una descripción completa M edificio, de su entrada privada, de la rosaleda que bordea el camino de pedriza que conduce a la puerta, de las robustas quentias situadas a ambos lados del portal, y de la estatua de Clara, esa mujer desnuda y acuclillada que mira al cielo con la cabeza recostada en sus brazos cruzados. Y hablaba de la iglesia cercana, del panorama que se ve desde tus ventanales de la parte exterior: la calle que desciende y se pierde en el horizonte, la franja de mar que se ve un poco más allá, dividida por la torre de San Sebastián. «Un ático de 200 metros cuadrados, luminoso, en tino de los edificios exclusivos del área más elegante de la ciudad.» He caminado mucho por esa zona, en los últimos tiempos, desde que dejé mi empleo en la inmobiliaria. Conozco cada palmo de la plaza y de las callecitas silenciosas y cuidadas que hay detrás. La iglesia siempre me ha impresionado, con su mezcla de estilos: la columnata neoclásica que parece sacada de Lo que el viento se llevó, el frontis con vidrieras de colores, las ojivas de las fachadas laterales.
Con frecuencia he mirado los amplios ventanales, cuando no sabía que tú vivías ahí, y me he preguntado qué se sentirá al ver la ciudad desde arriba. Sin duda, satisfacción y seguridad. La seguridad del dueño.
El redactor del reportaje fue muy imprudente. Demasiados datos. No hay otra casa en los alrededores de la iglesia, que también describía con detalle, cuyo patio de entrada disponga de rosaleda, quentias y estatua de mármol. Lo he comprobado. Alguien que no te quisiera como yo podría merodear alrededor de tu casa como yo lo he hecho, podría esperarte como yo te he esperado, podría abordarte como yo no me he atrevido a hacerlo, a pesar de que te he visto salir del garaje contiguo en un par de ocasiones, conduciendo tu Renault blanco, y de que podía haberte abordado mientras esperabas a que se levantara la barrera. Estoy segura de que te hubiera asustado.
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