Maruja Torres - Mientras Vivimos

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Premio Planeta 2000
Es una novela sobre mujeres de varias generaciones, sobre sus pasiones y sus dudas, sobre su forma de vivir y su lugar en el mundo. Premio Planeta 2000.
Es una gran historia de admiración y celos, de mentira y verdad, de odio y amor, de pérdidas y encuentros. Judit tiene veinte años y quiere ser como Regina Dalmau, novelista consagrada y próxima a la cincuentena, por la que siente una obsesión casi enfermiza. El día de Todos los Santos se dirige a su encuentro, convencida de que la escritora sabrá ver su talento para la literatura y la ayudará a abandonar el barrio proletario en el que ha crecido y del que reniega. Judit ignora que Regina, sumida en una grave crisis creativa, y víctima de un profundo desasosiego moral, no puede ni siquiera ayudarse a sí misma. La irrupción de la joven en la casa de la famosa novelista hará que ésta se enfrente a las verdaderas raíces de su doble crisis, y a su relación con Teresa, la mujer nunca olvidada que iluminó su pasado. La última lección de Teresa se prolongará más allá de su muerte, porque esta gran novela trata de la herencia que se transmiten las mujeres cuando se eligen unas a otras para tejer entre sí un vínculo más fuerte que la sangre.

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Nunca volveré a ser joven, nunca podré volver a empezar, se dijo.

Pensó en Judit, a la que pronto tendría bajo observación, envuelta en sus veinte años como en un traje de astronauta, ajena al experimento a que Regina la iba a someter. No sentía piedad por ella, por nadie que estuviera en el umbral de su vida. Regina pronto cumpliría los cincuenta, En el mejor de los casos, ¿cuántos años de inspiración le quedaban, cuántos libros, cuántos éxitos? Se irguió, sobreponiéndose a sus temores. Era valiente, siempre lo había sido. Tenía recursos. Estaba allí, estaba viva, Regina Dalmau, profunda conocedora del alma femenina, fustigadora implacable de las peores lacras del universo machista. Firme, asentada, mientras otras iban y venían de las listas de éxitos y desaparecían.

Tienes veinticinco o más años por delante, se animó. Pero ¿de qué estás hablando? ¿De ser una novelista longeva o una novelista inmortal, como Martín Gaite o Matute? No, no quería engañarse. No podía. Regina nunca había pertenecido a su estirpe. El deseo de perennidad sólo había entrado en sus cálculos mientras estuvo bajo la tutela de Teresa, que la desvió temporalmente de su natural inclinación a lo fácil e inmediato.

Abandonada la maestra, olvidadas sus lecciones, Regina eligió la comodidad. Lo hizo con el alivio de quien comete la deslealtad definitiva que lo libra del esfuerzo de mantener la dignidad que se le reclama. Con el desahogo de quien cree que, por haber dejado de tener fe en Dios, puede excusarse de cumplir con los deberes que su religión le impone y negarse a aceptar los pesares que su fe acarrea; sin saber que, a la larga, tendrá que soportar un nuevo lastre, más gravoso que aquel del que abjuró porque no es sino el lamento de la propia ética desatendida, esa maldita voz de la memoria.

Para obtener referencias de la chica acudió a Hilda, la secretaria alemana de Blanca, que fue con quien habían hablado las mujeres que organizaron la conferencia en el ateneo donde conoció a Judit. Hilda llevaba veinte años viviendo en Madrid y estaba casada con un español, pero su particular modo de adaptar las frases hechas del castellano le había reportado el apodo de Hildaridad.

– Si quieres chica para que te eche unos brazos -servicial, Hilda se apresuró a revalidar su sobrenombre-, podemos hacer volar a alguien del despacho.

– Te lo agradezco, pero me interesa ésta. Parece muy despierta, y tengo montañas de papeles por clasificar.

Las empleadas de Blanca se encargaban de solucionar los temas importantes de Regina, sus impuestos, su agenda. También le cribaban la abundante correspondencia que recibía de sus lectores y le filtraban las llamadas telefónicas. No obstante, había un sinfín de asuntos pequeños, domésticos, que la escritora atendía con más pereza que habilidad cuando las cajas de cartón en donde los iba depositando amenazaban con estallar. Durante años, detenerse en plena labor creativa para dedicar un par de jornadas al mes a ponerse al corriente le había servido para orearse pero, desde que se inició su sequía, no había tenido fuerzas ni para eso. Las atiborradas cajas se le antojaban un pretexto excelente para disponer de Judit el tiempo que considerara preciso.

Hildaridad tardó menos de veinticuatro horas en telefonearle con la respuesta:

– Puedes quedarte sin los nervios -anunció-. Me han dicho que su madre es la viga maestra en la que se cae el ateneo. La chica ha pasado por muchos empleos porque su culo está mal sentado, pero es honrada y lista como la patena.

Regina respiró, reconfortada. Había temido que su entero plan se viniera abajo por culpa de un informe desfavorable.

– ¿Cuándo necesitas que empiece? -Judit había respondido al teléfono con tanta presteza que Regina adivinó que esperaba su llamada.

Quizá no había hecho otra cosa que esperarla desde el día de Todos los Santos.

– Hoy, mejor que mañana -dijo Regina.

– Dame dos horas.

Dámelas tú a mí, pensó. No podía ofrecerle a la muchacha otra visión desautorizada del mito. Tenía que borrar cualquier imagen de igualdad que Judit pudiera albergar como consecuencia de la imprudente llaneza con que la había recibido el primer día, alzarse en su santuario con cada uno de los atributos que la distinguían. Ser, en fin, Regina en su reino, no en su escondite, Regina Dalmau elevada a la máxima potencia. Y para conseguirlo, nada mejor que ungirse, armarse, protegerse con parte de los bienes de que la chica carecía y que la había observado mirar ávidamente durante su visita.

Esta vez, al abrirle la puerta, vestida con una falda acampanada de espiga y un suéter color rata, botas de ante y la corta melena flotando a ras de los pequeños pero inconfundibles pendientes de brillantes, sintió hasta en el último hilo de su lencería íntima que era ella quien mandaba. Judit le correspondió con una mirada que sobrepasó sus expectativas. En el rostro afilado de la muchacha se alternaban sentimientos más profundos y valiosos que la admiración: afecto y orgullo por haberla conocido, satisfacción, respeto. Y todo ello expresado por el decoro con que demuestran su aprecio hacia los demás las personas que poseen su propia estima. No era la sumisión de un ser anodino lo que Regina tenía delante, y ella misma, si hubiera podido inventarla, no habría elegido una expresión más oportuna para ayudarla a salir de] pozo de conmiseración en el que se había estado hundiendo.

Sin dejar de ver en, Judit el objeto de su próximo experimento literario, algo sacudió las alborotadas emociones de Regina, dejando un poso de ternura. Para disimular su turbación la condujo de prisa a su estudio, como había hecho el primer día, cuando aún ignoraba que pronto podría contemplarse en Judit como en un espejo que sólo le mostraría su lado bueno.

– Trabajarás aquí, conmigo -le dijo, mostrándole el espacio situado entre la pared recubierta por la librería y el pequeño sofá que dividía la amplia habitación en dos-. Tendremos que buscarte una mesa.

Entre las dos, arrastraron la que había en el jardín.

– Qué rara. Es antigua, ¿verdad? -preguntó Judit.

– Es una mesa de joyero. Perteneció a mi padre. Quizá no te resulte muy cómoda, está diseñada para apoyar los codos, por eso la encimera tiene forma de medialuna.

Notó que Judit se quedaba mirándola como si esperara algo más, la referencia a un pasado concreto que le habría gustado compartir. Regina no estaba para recuerdos.

No, no estaba para recuerdos, y menos si se relacionaban con el católico, honesto y pudoroso Albert Dalmau, diseñador de delicadas piezas, engarzador de piedras preciosas, abrillantador de alhajas únicas en su género y, sobre todo, artífice de enseñanzas morales cuyas excelencias comparaba con la belleza y el valor de los materiales que utilizaba en su oficio.

No alcanzaba Regina la altura de ese mueble de trabajo, debía de tener seis o siete años, y ya le oía asociar la entereza de un espíritu inquebrantable a la consistencia de los diamantes que manejaba; y atribuir al cumplimiento de las promesas, que proclamaba como indispensable engarce de una vida, la nobleza de los metales que aceptaban doblegarse para sostener y resaltar aquellos brillos. Y Dios siempre al final, repartiendo castigos y premios.

Esta mesa fue el único bien que quiso conservar de la herencia de un hombre que había sido arrumbado en su profesión por su aversión a la chabacanería creciente del mercado y el auge imparable de los fabricantes de joyas en serie, y puesto a prueba, también y a diario, por la grosería de una esposa dominante e impedida de la que, coherente hasta el final con sus convicciones, jamás se quiso separar. Tanta rectitud y honestidad, tanta contrición, pensó acerbamente Regina, habían culminado en la peor de las infidelidades: aquella que los hombres íntegros perpetran por omisión, por falta de acción, por cobardía, y que desemboca en frustración y desdicha para unos y otros.

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