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Claudia Amengual: Desde las cenizas

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Claudia Amengual Desde las cenizas

Desde las cenizas: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día Diana ingresa, accidentalmente, en el correo electrónico de un hombre al que no conoce pero con el que inicia un juego mediático, anónimo y audaz, que les concede a ambos la cuota de seducción que les estaba faltando. Y así, lo que empieza como una travesura deviene una necesidad: los mensajes son un remedio para Diana, una ilusión que le cubre los días vacíos, y la llena de expectativas. Desde las cenizas se desarrolla en un universo pequeño, engañosamente simple, de personajes identificables y comunes. Sin embargo, Claudia Amengual los vuelve únicos.

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Alguna vez le había preguntado por Diana. Al principio, Nando se había rehusado a hablar de su familia, pero apenas sintió que el peligro se desvanecía, le pareció absurdo preservarlos de Victoria. Ahora, tenía una necesidad casi apremiante de hablar de ellos y pasaban las mejores horas después del amor emocionándose juntos con el recuerdo de los hijos.

– Es una buena mujer -le decía sin miedo a ofender la memoria de la esposa. Al volver a su casa, o cuando hacía el amor con Diana, sentía que en esos momentos y sólo entonces estaba siendo infiel.

Victoria le acariciaba la nuca con la punta de los dedos y masticaba la ansiedad; sabía de sobra que la mejor estrategia era la espera, una activa y paciente espera, mientras en la otra casa la rutina se convertía en su mejor aliada.

De: Granuja

Para: Diana

Enviado: viernes, 11 de julio de 2003, 03:47

Asunto: del buen vino

Princesa, mira a que hora te escribo. Hoy tambien tuve un dia maratonico y recien vuelvo a casa. Me invitaron unos amigos a tomar algo. No tenia ganas porque estaba molido, pero insisten en que no puedo vivir para trabajar y casi me secuestran. Fuimos a un boliche lindísimo, con una vista espectacular. Ya te llevare. Si me dejas, claro. No entiendo por que todavia no nos hemos conocido. Tenes miedo de enamorarte? No me hagas caso, tome demasiado. También el buen vino tiene su medida. Chau, linda. Estoy empezando a extrañarte.

G.

De: Diana

Para: Granuja

Enviado: viernes, 11 de julio de 2003, 7:59

Asunto: (sin asunto)

Me alegra que hayas salido con tus amigos. Qué bueno que te diviertas tanto. Y no tengo miedo de enamorarme. Uno se enamora de quien puede, no de quien quiere. Chau.

Diana

V

Lucio decidió que aquella mañana prepararía el desayuno. Le tomó varios minutos salir de la cama deslizando cada parte del cuerpo con cuidado para no despertar a Mercedes. Encontró una única pantufla y prefirió bajar descalzo.

La cocina estaba impecable, como siempre. Mercedes jamás se acostaba sin guardar hasta el último cubierto y limpiar las huellas en el mármol de la mesada. Lucio recorrió cada detalle con el asombro de quien descubre un planeta desconocido. Todo allí recordaba a su mujer. Pensó que la guarda celeste no iba con la cerámica del piso. Mercedes había elegido la decoración sin consultarlo, como hacía con todo en aquella casa de la que era dueña y reina. Y ahora, estaba allí, descalzo, a las seis de la mañana, en medio de una cocina que no le gustaba y que, sin embargo, era la suya.

– ¿Dónde carajo está el azúcar? -dijo en voz alta y acentuó el mal humor del despertar.

Demasiados armarios. Demasiados. Pensó que tampoco sabía dónde guardaba Mercedes las bandejas, ni qué perilla encendía cada hornalla. Abrió una pequeña alacena y destapó una lata con galletitas. “O mejor, tostadas”, se dijo. “Pero, hay que hacerlas. Llevo galletitas y un jugo. Aunque ella prefiere el té. No me acuerdo si lo toma con leche.” Lo abatió el desconcierto y una pereza tremenda que volvió la preparación del desayuno una tarea de titanes. Ni siquiera estaba seguro de que Mercedes quisiera desayunar. Se sirvió un vaso con agua mineral y volvió a la cama molesto por haber desperdiciado las mejores horas de sueño.

Mercedes estiró un pie y le tocó la pierna. Fue como el roce de un fósforo. Sintió la urgencia en la piel. Comenzó a acariciarla donde sabía que le avivaba el deseo, incluso dormida. Tantas veces la había visto despertar sorprendida por aquel cuerpo suyo que funcionaba con independencia de la voluntad… Ella respondió a los primeros besos con su forma lánguida de besar, pero apenas sintió que empezaba a perder control, apartó a Lucio con un movimiento brusco.

– ¡Así no!

– ¿Qué pasa?

– Que sabes que así no me gusta.

– ¿Así cómo?

– Ya vengo -obtuvo por respuesta y la vio entrar en el baño acomodándose el camisón.

Lucio había perdido cualquier posibilidad de dormir. Nada parecía funcionar esa mañana. El mal humor venía creciendo y le dibujaba un rictus de dureza en los labios. Se dijo que era un imbécil, que no terminaba de aprender, que ya estaba harto de aquella loca que necesitaba orden hasta para hacer el amor. Miró la habitación y le repugnó tanta perfección. Se preguntó para qué tenían un despojador si nunca le colgaban ropa; para qué la funda de la funda del colchón; para qué una bañera con hidromasaje, si ella decía que los baños de inmersión eran antihigiénicos. Mercedes apareció justo cuando la hiel llegaba al límite. Estaba desnuda, llevaba sus pantuflas chinas y olía a jabón.

– Ahora sí -le dijo.

– Ahora no -contestó él con todo el orgullo que pudo juntar. Y entró en el baño para aliviarse con el calor de la ducha.

Mercedes pensó que, de todos modos, no tenía ganas. Hacía tiempo que esto era así. Un ritual cumplido con meticulosidad. Él empezaba el juego y ella seguía, aunque parecía claro que no era su ser completo el que acompañaba los movimientos ajenos, sino una mujer a medias, un cuerpo sano respondiendo mecánicamente al estímulo de otro cuerpo. Nada que la química o la física no pudieran explicar. Regresó hasta los comienzos, cuando sólo necesitaban mirarse para saber lo que querían los dos. Tenía claro que el desgaste comenzó con lo del hijo. La ilusión frustrada, al principio. Luego vino la agonía de una búsqueda dolorosa que los unió en la esperanza y los separó en el fracaso. Lucio se dio por vencido antes, y ella tomó esa entrega como un indicio claro de que el proyecto común había terminado. Desde entonces, su marido se había transformado en un instrumento para llegar al hijo, un instrumento inútil, por cierto.

Mercedes se puso una bata. Separó las cortinas. La luz blanca de la mañana le hirió los ojos. “Otro día”, pensó y ordenó en su mente las actividades que le permitirían soportar las horas antes de volver a la cama, donde el sueño parecía ser el único refugio.

– ¿Qué tal? -la sorprendió Lucio secándose una oreja y sonriendo como si aquel saludo fuera la primera interacción del día.

– ¿Mucho trabajo hoy?

– Aja. Creo que no voy a venir a cenar. Llega mercadería nueva, el inventario, lo de siempre -dijo mientras se ajustaba las medias y pensaba que aquella mentira valía la pena. Con frecuencia faltaba a cenar y ponía cualquier pretexto que ella jamás cuestionaba. Terminaba por ahí, solo, comiendo alguna fritanga que le sabía a gloria.

Mercedes agradeció en silencio por no tener que estropear la cocina para una cena que estaba volviéndose la obligación de cada noche.

– Yo también tengo un día pesado en la oficina. Después, me voy a tomar algo con Diana. Volvió Gabriela, ¿sabías?

Lucio negó con algo de indiferencia. Gabriela siempre lo había perturbado con sus curvas y esa insolencia provocadora con que lo trataba cuando se veían en alguna reunión de amigos. Había llegado a pensar que detrás de esas insinuaciones de adolescente calenturienta podía esconderse algún interés hacia él, pero no tuvo más que prestar una mínima atención para ver que Gabriela les meneaba el culo a todos, incluyendo a su cuñado en las narices de su propia hermana. Y esa comprobación reforzó la idea de que era imposible que semejante hembra alimentara el menor deseo hacia un infeliz como él.

– No encontré mi camisa verde.

– ¿Cuál?

– La única verde que tengo. La clarita.

– ¿Te fijaste si está para planchar?

– ¿Dónde?

– Donde se guarda la ropa para planchar -remató ella con fingida inocencia.

Lucio la miró fastidiado y salió de la habitación sin saludar, mientras Mercedes disfrutaba de su pequeña maldad. Se desplomó boca arriba, las piernas y los brazos abiertos, como crucificada al colchón. La cama devolvió un quejido metálico. Pensó que ya era hora de ajustar los tornillos que unían el respaldo al somier. Pero lo haría más tarde, mañana, o la semana entrante.

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