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Claudia Amengual: Desde las cenizas

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Claudia Amengual Desde las cenizas

Desde las cenizas: краткое содержание, описание и аннотация

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Un día Diana ingresa, accidentalmente, en el correo electrónico de un hombre al que no conoce pero con el que inicia un juego mediático, anónimo y audaz, que les concede a ambos la cuota de seducción que les estaba faltando. Y así, lo que empieza como una travesura deviene una necesidad: los mensajes son un remedio para Diana, una ilusión que le cubre los días vacíos, y la llena de expectativas. Desde las cenizas se desarrolla en un universo pequeño, engañosamente simple, de personajes identificables y comunes. Sin embargo, Claudia Amengual los vuelve únicos.

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El asador era un hombrón de espaldas cuadradas que se rehusó con vehemencia a llevar gorro de cocinero y prefirió un casquito blanco que apenas le tapaba la pelada tan perfecta como una tonsura clerical. Vestía un delantal salpicado con sangre, que exhibía orgullosamente como prueba de su condición de parrillero de ley, y se enfurecía cuando alguien lo llamaba chef, oficio para maricones, según decía, porque aquello era cosa de machos y mejor que se cuidara quien se atreviera a meter mano en su parrilla.

Gabriela no reparó en el gigante la noche en que fue por primera vez a La Pampa. Se sintió perdida cuando le preguntaron si prefería el área para no fumadores.

– Dulce de leche -dijo.

La moza puso cara de fastidio y explicó lo obvio con obligada cortesía.

– Eso es un postre, señorita.

Gabriela, que necesitaba poco para activar su arrogancia, se sentó a la primera mesa que encontró libre y exageró su acento rioplatense para que aquella limeñita boba entendiera quién sabía más allí.

– ¿No digas? Vos sabés que yo pensé que era un aperitivo.

– La señorita tiene que cenar, primero.

Horacio seguía la conversación desde atrás del mostrador. Observó a Gabriela y pensó que aquellas caderas serían maravillosas en acción. Se acercó con sigilo. Antes de verlo, Gabriela olió su presencia por encima de los vahos de la parrilla.

– ¿Puedo ayudarte?

A la primera mirada, le pareció atractivo. Trató de disimularlo, pero ella también despedía un olor diferente, esa luz verde que habilita el segundo paso. Tiempo después, recordando aquella noche, Gabriela pensó que cada vez que un hombre y una mujer se encuentran, el instinto hace una rápida evaluación que presagia un posible “sí” o el “no” más inquebrantable.

La arrogancia se transformó en nerviosismo. Quería controlarse, pero el esfuerzo parecía empeorar las cosas. Con un ademán coqueto, acomodó el mechón rojizo que le caía sobre los hombros. La segunda señal. Horacio sabía que una mujer turbada por la presencia de un hombre casi siempre se toca el pelo. Decidió que era momento para el golpe de gracia y, sin esperar invitación, se sentó junto a ella.

– ¿Entonces? -preguntó casi divertido.

– Entonces, que no sé cuál es el problema. ¿Hay o no hay dulce de leche?

Horacio asintió a la moza que apareció con un bol pequeño rebosante de dulce. Gabriela quedó perpleja. Todo aquello resultaba ridículo.

– Me expresé mal. Lo que quiero es comprar dulce de leche. Llevármelo.

– Se extraña, ¿verdad?

– Mucho -respondió Gabriela y sintió que algo se aflojaba en su voz.

Él le alcanzó la cuchara sin dejar de mirarla. Noches más tarde, una madrugada boca al cielo, Gabriela le confesó que aquel mínimo gesto le había quebrado la guardia. Una pequeñez apenas, una mirada o la palabra justa que desarma cualquier defensa; de todo se sirve el amor para ir expandiendo sus redes mucho antes de que uno se dé cuenta.

* * *

– Quedaste callada -dijo Diana.

– Extrañaba esto. El aire huele distinto.

– No me dijiste hasta cuándo pensás quedarte.

Gabriela la miró como si aquella pregunta fuera un absurdo. Diana desvió el auto hacia una loma que trepaba varios metros y ofrecía un descanso con una vista imponente sobre la costa. Bajaron. Gabriela estiró los brazos y respiró profundamente, con los ojos cerrados. Diana abrió la puerta y se quedó sentada de costado, con las piernas hacia afuera.

– No sé.

– ¿Cómo que no sabes?

– Y sí, no sé. ¿Molesto?

– Podés quedarte el tiempo que quieras, no es eso…

– Hablás como si fuera extranjera. Por supuesto que puedo quedarme el tiempo que quiera. Esta es mi casa.

– No seas boba, Gaby. Nadie te está echando. Pero llegas así, de golpe. Hasta hace poco contabas maravillas…

– Vamos a la playa.

– ¡¿Ahora?! ¡¿Con este frío?!

– Sí, ahora, ¿qué gracia tiene bajar en verano?

Diana rezongó y cerró el auto. Apenas había guardado las llaves en la cartera cuando sintió un tirón de la mano y se vio arrastrada cuesta abajo en una carrera de tacos altos que tuvieron que frenar para no ser arrolladas por los autos que transitaban por la senda costanera. Estaban agitadas, las mejillas rojas, como en los mejores tiempos de la niñez, cuando jugaban a deslizarse por los taludes de la casa de verano. Gabriela respiraba con dificultad.

– ¿Estás bien?

– Hace tiempo que no me sentía así. Crucemos.

Se descalzaron al pisar la arena. Gabriela fue hasta la orilla y pateó el agua, que se deshizo en una miríada de gotitas plateadas. Diana observaba. Aquello empezaba a gustarle, pero por algún motivo sentía que alguien debía mantener la cordura y trataba en vano de decir algo solemne. El viento hubiera sido una excusa coherente, también las medias de seda empapadas, el auto mal estacionado, la arena cubierta de ramas y plásticos que la resaca había dejado la noche anterior; o el frío que subía por los pies y calaba cada centímetro de piel. El frío bastaba para volver. Pero no pudo articular una sola razón más poderosa que las ganas de estar allí.

Gabriela practicaba un paso de ballet. Los brazos estirados a los lados para buscar el equilibrio; un pie en punta describía un semicírculo al frente. Descanso. Luego, el otro pie por delante del primero, en otro semicírculo, hasta ir dejando tras de sí un rastro de arcos inacabados que el agua venía a lamer tan pronto ella daba unos pocos pasos. Giró. Se había apagado la euforia y estaba agotada. La arena recién surcada aparecía lisa, como si nadie la hubiera pisado.

– ¿Ves? Se me hace difícil dejar una huella.

Diana la imitó sobre la arena seca. Un pie adelante. Descanso. El otro pie. Las marcas quedaban a salvo del río, pero eran tenues, casi imperceptibles. Los granitos sueltos iban llenando los espacios que los pies dejaban. Diana quedó suspendida en el escenario de aquella playa vacía, como si acabara de recibir una revelación divina. Miró a su hermana con infinita ternura.

– A mí también -fue todo lo que pudo decir.

De: Diana

Para: Granuja

Enviado: jueves, 10 de julio de 2003, 13:21

Asunto: Un poco a las apuradas…

…le escribo. Recién llegué del aeropuerto con mi hermana. Está bien, aunque algo rara. Todavía no hemos tenido tiempo de hablar como Dios manda. Hoy pensé mucho en usted. Si viera qué linda ropa me compré para esperar a Gaby. En realidad, me la compré pensando en usted. Todo muy loco, ¿verdad? Ni siquiera sé cuáles son sus gustos. Cuénteme más, por favor. Cuénteme qué le gusta comer y su color preferido. ¿Va al cine? Que viaja, ya sé porque me lo ha dicho, pero ¿sólo por trabajo? ¿Y por placer? ¿Qué hace por placer?

Diana

De: Granuja

Para: Diana

Enviado: jueves, 10 de julio de 2003, 15:00

Asunto: MMM…

Y que tipo de ropa? Diga que estoy trabajando, porque si no…

G.

IV

Lo primero que hizo Gabriela al entrar a la casa fue buscar el retrato familiar en la pared, detrás del sillón azul. Había sido una experiencia divertida. Diana, Nando y los chicos, disfrazados con ropas típicas de la Revolución Francesa, posando sobre un fondo sepia. El detalle era el marco muy cargado, dorado a la hoja, que transformaba el cuadro en una pieza descomunal. La sesión fotográfica había tomado horas, incluyendo la elección de vestuario y el maquillaje, para el que casi tuvieron que atar a Marcos. Diana estaba preciosa, con un vestido de brocado que le resaltaba la estudiada palidez del rostro. Y Nando, que al principio se resistió y que terminó accediendo para darle el gusto a ella, fue el que más disfrutó eligiendo traje y estropeando una y otra toma con la lengua afuera como un recién guillotinado. Cuando lo trajeron, cinco años atrás, organizaron una cena familiar para celebrarlo y terminaron la noche en una parranda memorable con los chicos en el cine y los padres en la cama. Ahora, casi nadie en la casa reparaba en el cuadro y, cuando lo hacían, pensaban en silencio, con extraordinaria unanimidad, que ya era hora de cambiar la decoración.

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