– Te sigo -contestó él pensando qué diablos le importaba la vida de las amigas de su mujer y buscando los auriculares a los que se enchufaba cada noche.
– Entonces, se nos ocurrió, con Diana se nos ocurrió, que podríamos juntarnos una de estas noches para charlar un poco. Hace tiempo que no nos reunimos.
– No hay problema.
– Pensé que podía ser aquí, si te parece.
– Te dije que no hay problema, Mercedes, es tu casa -había sido una agresión gratuita y se disculpó-. Y la mía, y la mía, ya sé. Me refiero a que la que se complica sos tú.
– A mí me encanta recibir gente. Mientras no traigan niños.
Lucio resopló y dio por terminada la conversación. Varias veces había intentado organizar una reunión para sus ahijados, pero siempre chocaba con la mala cara de su mujer ante la sola idea de aquellos niños que se le antojaban como un ejército de termitas. Ya se calzaba los auriculares cuando Mercedes le tocó el hombro.
– Una cosita más. ¿Qué te parece si le decimos a Bruno?
Lucio recorría el dial con los auriculares puestos. Levantó los hombros en un gesto de no entender. Mercedes dulcificó la voz todo lo que pudo.
– Para presentarlos. Bruno y Gabriela…
– ¡Estás loca! Ahora sí lo confirmo. ¡Estás loca! -gritó y se dio vuelta como una mula empacada. Quedó refunfuñando sobre la menopausia o algo parecido.
Mercedes pateó el libro y se arrodilló en la cama. Le hubiera arrancado los cables, pero se limitó a darlo vuelta y lo dejó mirando el techo con la paciencia al límite de la explosión.
– ¿Loca porque quiero hacer el bien? ¿Por eso soy loca?
– Porque esas cosas no se hacen y punto. La gente no se pega como figuritas. Mira si se van a gustar solamente porque a vos se te metió en la cabeza.
– Si no se gustan es cosa de ellos. A nosotros también nos presentaron. Yo los presento y chau.
– Sí, y chau, y chau -contestó él, molesto-. Como si después no supiera lo que sigue. ¡Por favor!
– Por favor, ¿qué?
– Nada, quiero dormir. Ya está.
– ¡No! Terminá lo que ibas a decir. Por favor, ¡¿qué?!
– Te dije que nada.
– Algo ibas a decir, te conozco, Lucio. Dale, dale de una vez -le acercó la cara en un desafío que más que asustarlo lo hizo temer una noche en vela.
– Que después viene el acoso. ¿Ya está? ¿Contenta? ¿Puedo dormirme?
Ahora ella caminaba por la habitación, abría las puertas del armario, acomodaba cualquier cosa y las volvía a cerrar. Trataba de dominar el impulso de salir corriendo. O mejor, decirle a él que se fuera de una buena vez.
– ¡Acoso! ¡Acoso! ¡Ja! Como si las mujeres no estuviéramos hartas de sufrir acoso y vos me venís con semejante estupidez. No se lo va a comer, ¿no?
Lucio ya se había dado vuelta y tenía las piernas arrolladas casi tocándole el pecho, que era su forma de dormir. Ella lo miró con la duda que la asaltaba cada noche cuando pensaba qué sola habría estado para casarse con aquella mitad de hombre.
– Te falta el osito y estás completo -le dijo con un desprecio que él no oyó porque había puesto la música a todo volumen.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: lunes 21 de julio de 2003, 01:56
Asunto: L.q.m.
Estuve releyendo el poema de Idea y creo que es lo más hermoso que he leído. ¡Hermoso! ¿ Qué le parece este adjetivo? Mi papá me decía “hermosa”, pero creo que ahora no se usa más. Igual que “te amo”. Está fuera de moda, ¿verdad? Sin embargo, a mí me gusta. No es lo mismo que “te quiero”. “Te quiero” se le puede decir a cualquiera, pero “te amo”… Sólo a una persona se le dice eso. Y tampoco es lo mismo decir “te quiero” que “te quiero mucho”. El “mucho” diluye el sentimiento, ¿no le parece? Es menos comprometedor. Dígalo en voz alta y va a ver. “Te quiero “ es más contundente, queda repicando.
Hoy me levanté temprano y había niebla en mi jardín, pero ahora puedo ver los árboles, mis pobres árboles sin hojas. Odio el invierno. Lo quiero mucho.
Diana
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: lunes 21 de julio de 2003, 09:15
Asunto: t.q.
Me parece que esa cabecita trabaja demasiado. Nunca me habia puesto a pensar que quiere decir cada cosa, pero en una de esas, tenes razon. Aunque, despues de todo, importa tanto como se diga? Yo tambien odio el invierno. Cuando voy a conocer tu jardín?
T.Q.
G.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: lunes 21 de julio de 2003, 09:22
Asunto: ¡Y mucho!
¡Claro que importa lo que se diga y cómo se diga! Las palabras siempre importan.
Diana
Los padres de Nando estuvieron felices de recibir a sus nietos durante las vacaciones de invierno. Dedicaban gran parte del año a preparar la casa para esa ocasión, como hormigas en espera del frío. Lo hacían con la felicidad de quien se ha pasado la vida en función de otros, alentados por la fuerte convicción de que todo se reduce a salud y trabajo y que no hay más placeres apetecibles detrás de los umbrales de esa pequeña realidad. En ese micromundo cebaban su dicha, y podría decirse que no estaban interesados en ampliar los horizontes, como si un temor bíblico los desalentara de cualquier pretensión más allá de la rutina que defendían desde hacía medio siglo.
Florencio y Mariana se casaron antes de cumplir los veinte y, a los diez meses, ya estaban celebrando el nacimiento de su único hijo. Si de ella hubiera dependido, habría parido una vez al año, pero un mal cardíaco lo impidió. El médico jamás le habló de esto, quizá porque le dio pena, quizá porque la vio tan niña que dudó que tuviera la inteligencia para comprender la seriedad que el caso exigía. Florencio lo recibió como prueba de amor y desde ese día Mariana fue más hija que esposa. Se entregó a este rol con la sumisión de quien recibe un mandato nacido de un afecto incuestionable.
Se amaron. A su manera, se amaron, aunque alguien podría preguntar si el triunfo consiste en la persistencia de los años, ganarle la partida al tiempo, solamente transcurrir. Ella se volvió devota del esposo y del hijo y les regaló las horas más preciosas con un amor absoluto que buscaba consagrarse en el cumplimiento riguroso de las costumbres. Estaba orgullosa de servir las comidas a horas fijas, del punto exacto de la pasta o de la forma en que salaba la carne con una precisión casi matemática; de que Nando hubiera tenido su primera caída a los cinco años y de que creciera sin un solo moretón en las piernas; de los cuellos almidonados y de los puños de nieve, de la línea perfecta de los pantalones y del resplandor de la platería. Jamás salía sin su marido y él nunca había faltado a dormir. A veces, se veía envejecer en el espejo y tenía una extraña sensación de incomodidad, pero la espantaba buscando alguna tarea pendiente antes de que los hombres volvieran.
Florencio tenía una pequeña imprenta en el sótano umbrío de una casona que amenazaba con desmoronarse en cualquier momento. Su único alivio durante las largas jornadas era la promesa de una cena caliente, la cama blanda y la certeza de que allá, en su reino, todo estaría pronto para cuando él llegara. Así se les fueron los años sin otra preocupación que el fantasma de la frágil salud de Mariana. En el refugio de la rutina encontraron el mejor remedio, y se dedicaron a construir con paciencia un ritual de seguridades que los hacía sentir a salvo. El menor cambio alentaba en algún rincón de las almas un pánico supremo a la muerte que acababa siendo el triste fundamento sobre el que transitaban sus días.
Marcos era el preferido de la abuela, Nana, como la había bautizado a media lengua. El nombre se le había pegado con tanta firmeza que los conocidos de los últimos tiempos no sabían que Mariana y Nana eran la misma persona. Habían desarrollado una complicidad cargada de la ternura nunca volcada en los nueve hijos que ella se empecinaba en nombrar como si alguna vez hubieran nacido. Los llamaba en un estricto orden, sin equivocarse, y llegaba en su extremo a atribuirles personalidades definidas. Estaba convencida de que Dios los tenía en un limbo, preservados de todo mal y que eran, los nueve, ni uno más ni uno menos, angelitos encargados de velar desde arriba, demasiado buenos para este mundo.
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