Abuela y nieto disfrutaban de las horas compartidas. Lo hacían sin la menor consideración hacia Andrés y Tomás, que habían asumido con algo de dolor aquel lugar de segunda. Apenas Florencio comenzaba su sobremesa de anécdotas inverosímiles, se levantaban con el pretexto de ordenar la cocina, pero se desviaban a la terracita. Despatarrados entre las macetas de malvones rojos, fumando a pitadas largas, construían un mundo en el que a veces sobraban las palabras. Los dos sentían la emancipación de sus respectivas cadenas y compartían, desde una distancia vital de varias décadas, la ansiedad de querer fumarse la vida a bocanadas: uno, con la perspectiva del futuro; la otra, con la certeza de lo que ya no sería.
– Si tu padre te ve, me mata -le decía ella entre risas.
– Y si nos ve el abuelo…
– ¡Que se vaya a cagar! -contestaba Mariana y la risa se volvía carcajada. Aquellas malas palabras eran una de las licencias que solo se permitía con su nieto. En su vida fuera de la terracita, jamás se había atrevido a decirlas, aunque sabía que tantas veces el poder liberador de una puteada bien puesta le habría ahorrado sufrimientos.
– Y, decime, ¿ya te decidiste?
– Ahí ando, Nana.
– Pero, seguís con aquella idea, ¿no?
Marcos largó el humo de a poco. Se acercó a la abuela y le apoyó la cabeza en la falda, sentado en el piso con las piernas estiradas.
– Estás tan largo, m'hijo, que dentro de poco no vamos a entrar aquí. Corré esa maceta así estás más cómodo. Entonces, ¿qué vas a hacer?
– Y, vos ya sabés, Nana, acá no hay futuro. Mis amigos se están yendo de a poco. Los que no se van con los padres están juntando plata para irse solos. Yo no voy a quedarme.
– No sé quién te metió en la cabeza eso de que acá no hay futuro. Con lo inteligente que sos, te iría bien en cualquier parte.
– Esto es deprimente, Nana. Estudiás y no te sirve para nada.
– ¿Y vos pensás que afuera es fácil? A mí me parece que querés irte porque se te ha pegado esa desesperanza horrible que anda por ahí, y tenés derecho, pero no creas que vas a caminar sobre flores, ¿eh? La vida lejos de la familia es brava. ¡Bravísima! Pero, bueh, si se te metió en la cabeza no hay nada que hacer. Andate, nomás y que Dios te acompañe.
– ¿Y cómo les digo a los viejos?
– No sé, pero si me decís que el plazo de inscripción vence ahora, vas a tener que apurarte.
– Mamá va a empezar con idioteces, que me va a extrañar, que…
– ¡Nene, qué querés! Un hijo que se va no es pavada. Le pasa a todas las madres, pero después se acostumbrará, como una se acostumbra a todo. Y si no, se aguanta y chau. No vas a dejar de hacer lo que querés por eso, ¿no?
– ¡No! Que se la banque, pero el viejo es duro.
Mariana se estiró por encima de la cabeza de su nieto para arrancar unas flores secas que afeaban la planta.
– Estos malvones necesitan agua -dijo como si hablara sola, y agregó:- ¡Si lo sabré! Es duro como el padre. Pero, ¿querés que te diga? Son los más fáciles de convencer. Es cuestión de conocer el punto flaco y atacar por ahí.
– Si casi no lo veo, ¿cuándo querés que le hable?
– ¿Y el fin de semana?
– ¿El fin de semana? Los viernes sale con amigos y vuelve tardísimo. A veces nos encontramos, yo llego de bailar y él…
– ¿Qué?
– Llega conmigo. Duerme un rato y sale otra vez.
– ¿Sale?
– A correr. Y ya no vuelve, se va al club, almuerza ahí. Aparece de noche, reventado.
– ¿Y tu madre?
– ¿Qué?
– ¿Cómo qué? ¿No le dice nada?
– Está en otra. Se la pasa enchufada a Internet, ni se entera de que papá no está. Mirá, con decirte que el domingo, que almorzamos todos juntos, se pone de un humor que no se banca ni ella. Quiere que comamos rápido y, si no, se levanta antes de la mesa y se prende a la máquina toda la tarde.
– Como sea, pero hay que hablarlo cuanto antes. Son muchos detalles para arreglar, Marquitos, permisos, pasaporte, los formularios. No te olvides de que te vas lejos -le acarició el pelo-. Mi nieto…
Marcos se dejó mimar y estuvieron un buen rato en silencio entregados a una nostalgia anticipada.
– ¿Querés que les hable yo?
– No, dejá, Nana. Te agradezco, pero no creo que cambie nada. Además, no voy a hacerte viajar hasta la ciudad.
– Podríamos organizar un asadito aquí. ¿Hace cuánto que no vienen? Y así, como quien no quiere la cosa…
– Y, sí, así puede ser.
– Dejámelo a mí, que yo te lo arreglo. Vas a ver que el año que viene me estás mandando una postal desde Londres.
– Nana, tendrías que tener computadora.
– ¡Si no sé ni cómo se prende!
– Yo te enseño. Dale.
– Por mí… Al que habría que convencer es a tu abuelo. Imaginate la cara que me va a poner si le digo que quiero una computadora.
– Y ¿por qué no?
– ¡A mi edad! Y justo yo; no creo que pueda entenderlo -se puso súbitamente seria-. Vos tenés que hacer lo que quieras, ¿escuchaste? La vida se pasa muy rápido, m'hijo. Ahora te parece que está toda por delante, pero si te descuidás, un día te das vuelta y la tenés montada sobre la espalda. Y ya no te la podés sacudir, no. Lo que no se hace a su tiempo, no se hace y te quedan las ganas para siempre, que es espantoso.
– ¿A vos te quedaron ganas?
– Mirame bien, Marquitos, mirame bien. Si yo tuviera tu edad, haría un montón de cosas, me sacaría todos los gustos.
– Entonces, te parece que me vaya, Nana. ¿Me apoyas?
Ella aspiró con fruición el cigarrillo. Miró a Marcos con un amor supremo, lo tomó de las orejas y se lo acercó a la cara. Le habló despacio, casi masticando las palabras.
– ¿Que si te apoyo? Si no te vas, te doy una patada en el culo, ¿está claro?
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: lunes 21 de julio de 2003, 21:20
Asunto: ¿ Usted cree…
…que el amor dura para siempre? Diana
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: lunes 21 de julio de 2003, 23:52
Asunto: mañana?
Yo creo que quiero verte y punto. No se de que amor me hablas. Por que me haces estas preguntas tan complicadas y no queres conocerme? No seria mas fácil que tomaramos un cafe y charlaramos? Diana linda, esto fue muy divertido al principio, pero ya estamos grandes. Vamos a vernos mañana. Decime donde y te voy a buscar. Si dura para siempre? No, me parece que no. Dura lo que dura y después viene otra cosa que no es lo mismo, pero que a algunos les sirve igual. A mi, no. Yo nunca pude acostumbrarme. Dale, decime que si.
G.
Diana se propuso espaciar las consultas a su casilla electrónica. Lo logró durante la primera hora, pero era tan fuerte el empeño en distraerse que no hacía más que avivar el recuerdo y acrecentar la ansiedad hasta límites intolerables. La máquina se tomaba su tiempo para encenderse e ir abriendo programas y ventanas. Diana aprovechó esos minutos para observarse el cuerpo. Estaba más linda o así se sentía. Se acarició una pierna y la descubrió suave, como cuando todavía le importaba estar depilada, aun en invierno. Aquel roce le despertó una sensualidad entumecida a fuerza de cumplir con los deberes prosaicos de la supervivencia diaria. Pensó cómo serían las manos del desconocido amante recorriéndole las piernas en esa instancia maravillosa que supone conocer una intimidad nueva.
Los mensajes comenzaron a aparecer en la pantalla. Los iba desechando mentalmente y buscaba con algo de desesperación el nombre extraño con que él se había dado a conocer: Granuja. A veces, cuando el mensaje no llegaba, pensaba qué era lo que más le dolía y caía en la cuenta de que no era perder a un hombre que, después de todo, jamás había conocido, sino la pena de no poder rescatar a esta nueva mujer de la que ya no quería desprenderse. Granuja apareció en cuarto lugar. No pudo evitar una sonrisa nerviosa, de alivio. Se acomodó en la silla para disfrutar de la lectura y abrió: “He tratado de no pensar en vos, pero es que es tan dificil. Iria hasta tu casa ahora mismo, si supiera donde es, y te daria el beso que nos debemos”.
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