Claudia Amengual - El vendedor de escobas

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Dos mujeres jóvenes narran el regreso a la vieja mansión en la que vivieron durante su infancia y su adolescencia: son Airam, la hija de la mucama, y Maciel, una de las gemelas de los Pereira O. Reencontrarse para desarmar la casa familiar las enfrenta no sólo a las sombras que habitan en paredes y objetos sino a los fantasmas de su propia memoria.
El vendedor de escobas cuenta varias historias, todas signadas por la soledad: las de Airam reflejan la lucha por salir de un mundo de necesidades y de extrema resignación; las de Maciel patentizan la hipocresía y la frivolidad. Claudia Amengual, avezada narradora, coloca sus voces en contrapunto para cuestionar dónde se define la verdadera fuerza que impulsa nuestras vidas: si a partir de lo que recibimos sin elegir o del libre ejercicio de nuestra voluntad.

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– No me preguntes qué es porque ni yo quiero saber demasiado. Me pongo en manos del médico que es un bombón. Te lo voy a presentar algún día. ¿Te casaste, Airam?

– Ni una vez.

– Pero estás con alguien.

– Estuve.

– ¿Y?

– Ya no está.

– ¿Qué quiere decir "ya no está"?

– Es una historia larga, Maciel.

– ¿Y lo querías?

– Pensé que no, al principio. Tendría que ir mucho más atrás y contarte cómo fui rodando hasta ahora. Me recibí, ¿sabes? Soy escribana.

Maciel le dio un abrazo y unas palmadas en la espalda.

– Estás hecha un esqueleto, mujer. Pero, escribana, Airam, escribana. Me alegro. No sabes cuánto me alegro de que alguien haya podido llegar. ¿Te pusiste a pensar en tu madre? ¡El orgullo que sentiría esa mujer, por Dios! ¿Y Felipe?

– ¡Ah! Como siempre. No cambia más. Trabajando, cuidándome como si fuera una nena.

– No te quejes, Airam. Por lo menos alguien se preocupa.

– Sí, pero me gustaría que hiciera su vida.

– ¿Tampoco se casó?

– ¡Ni loco! Tiene terror a las mujeres.

– ¿No será…?

– ¿Felipe? No. Es complicado y nada más.

– ¿Y se llevaba bien con tu pareja?

– Nunca se conocieron.

– ¿Querés contarme, Airam? Mirá que si te hace mal…

– No, al contrario. No creo que haya alguien mejor para desahogarme.

Maciel agradeció y pensó que había sido una buena idea llamarla. Las dos necesitaban esa conversación. Descendieron las escaleras mientras Airam soltaba la tristeza.

– Era un hombre mayor. No pensé que iba a quererlo tanto, pero así son estas cosas. Uno entra por una puerta y cree que puede andar sin miedo, que la salida siempre va a estar cerca. Mentira. A veces no se puede salir. A veces, uno queda atrapado en una situación que ni siquiera imaginó al principio. Yo no pensé que iba a quererlo tanto. Tenía todo tan calculado, Maciel, como si los sentimientos fueran manejables. ¡Cómo me equivoqué!

– Pero tuvieron buenos momentos.

– ¿Buenos? ¡Maravillosos! Nunca fui más feliz. Creo que él tampoco. Y, sin embargo, era una relación loca, un disparate. Pero funcionó. No me preguntes qué hubiera sido si se hubiera prolongado. No sé. Lo único que puedo asegurarte es que ese hombre se fue lleno de amor.

– ¿Y vos?

– Aquí me quedé, con Felipe. Tratando de abrirme camino. Es una sensación rara, como si la vida estuviera empezando.

– ¿Tenés miedo?

– Estoy cansada. Quizás el miedo venga después. Por ahora, me abro a lo que sea. Pienso que en cualquier instante puede suceder algo, algo pequeño, insignificante, que dé un giro a las cosas. Pierdo un ascensor y me digo que en el próximo quizá venga algo nuevo. No me preguntes qué es eso. Si fuera creyente, te diría que me pongo en manos de Dios.

Entraron en la cocina y a ambas se les erizó la piel. Se tomaron de la mano. La mesa trajo un tropel de recuerdos. Cada una volvió a la silla que ocupaban en la infancia; el aire pareció llenarse de canela y miel, y la voz de Felicia canturreando mientras revolvía la leche sonó por un instante en el silencio inmenso. Maciel suspiró.

– Mis mejores recuerdos están aquí.

– También los míos. Las historias de Franco.

El semblante de Maciel se ensombreció y bajó la mirada.

– Te acordás de Franco, ¿no, Maciel?

– Claro, pero terminó muy mal. Prefiero no…

– Pero, vinimos a recordar.

– Fue terrible. Viola y yo vimos la discusión. Siempre las veíamos. Se odiaban, Airam. Somos hijas del odio, ¿te das cuenta? No tengo un solo recuerdo del menor gesto de afecto entre ellos. Decime para qué se juntaron entonces. Si cada uno terminó por su lado y mira lo que quedó de las hijas. Una drogada en el fin del mundo y la otra más sola que…

En este punto se detuvo y tomó aire. Fue el tiempo suficiente para reponerse y esquivar el recuerdo de Mario que se empecinaba en instalarse en su mente. Airam le acarició el brazo.

– Pero estás haciendo algo por tu vida.

– Sí, porque me enfermé. Verdaderamente me enfermé. El médico me dijo que era el tratamiento o nada. Pero no creas que tengo estímulo, Airam. Estoy completamente sola. Es el instinto de supervivencia lo que me salva. No tengo ni un perro al que rendir cuentas. No sé en qué estaba.

– Me contabas de Franco, de una discusión.

– ¡Ah, sí! Agárrate cuando te diga. Parece que Dolores y Franco… -hizo un gesto juntando los índices-. Papá se enteró. ¿Sabes cómo fue? Por una de las amiguitas de Dolores. La que venía con aquel gato estúpido, el de las moñitas, ¿te acordás? Viola y yo lo pateábamos cada vez que subía las escaleras. Bueno, la muy falluta le fue con el cuento a papá. Estaría detrás de él. No me extraña. Papá siempre fue el más buen mozo de todos. Por otra parte, Dolores no merecía mucho más. Seguro que ella se acostaba con el marido de alguna. Sí, sí, no me mires con cara de angelito. Vos la conocías tan bien como yo. Papá sabía que le ponía los cuernos, pero nunca le importó. El tenía sus cosas en otra parte, pero, por lo menos, no las traía a la casa. Creo que eso fue lo que más le dolió. Eso y que mamá se hubiera metido con el jardinero. Lo superó. Le dijo tanta cosa, Airam, tanto insulto. Mira, puta fue lo más suave, con eso te digo todo. Viola y yo estábamos ahí. Nos mirábamos a veces cuando no entendíamos alguna palabra. Papá se puso muy violento. Ella se burlaba y le hablaba de Franco. Se burlaba todo el tiempo y se limaba las uñas. Lo enfureció. Papá la dio vuelta de una cachetada. Viola y yo estábamos ahí. No sé qué habrá sentido ella, pero a mí me gustó que le pegara.

– Es horrible, Maciel.

– Esa noche papá volvió al campo. Le dejó un sobre con dinero para que lo despidiera. No quería encontrarlo a la vuelta. Y así fue. Yo lo lamenté mucho porque me divertía con Franco. Es casi el único recuerdo bueno que tengo de la infancia. Le hubiera dado otra cachetada a Dolores; siempre estropeándome la vida. ¿Cómo querés que pueda salir adelante? Porque si no tuviste una infancia más o menos feliz, ¿adónde vas a refugiarte, Airam? ¿De dónde sale la fuerza?

– Sabés que durante todos estos años, cuando pensaba en ustedes, me las imaginaba súper dichosas, haciendo lo que querían.

– Ja! Lo mismo pensaba yo de vos.

– Sí, pero yo no tenía mucho para empezar.

– ¿Perdón? Tenías infinitamente más que nosotras, Airam. Siempre tuviste más. ¿Sabés lo que hubiera dado por una madre como la tuya? Decime, pedime lo que se te ocurra. ¿Qué cosas querías tener?

– Tu cuarto, tu ropa y tus juguetes, una madre y un padre lindos, el respeto en el colegio, el dinero para la merienda, los viajes, los autos. Tenías todo a mano, Maciel. Hubieras podido hacer con tu vida lo que quisieras. Yo ni siquiera conocí a mi padre.

– Debió de ser un buen tipo, para que Felicia se fijara en él.

– No, parece que era un vago, de lo peor. Vivió toda la vida abusando de la buena voluntad de la gente. Y así se fue quedando solo. Hasta el más santo se aburre. Mamá también se aburrió, se aburrió de esperarlo. Y fíjate que ni una sola vez se preocupó por buscarnos.

Maciel la miró con la seriedad que precede a las grandes revelaciones.

– Te equivocás. Vino varias veces y Felicia lo echó. Le pidió a Dolores que la ayudara a sacárselo de encima. Tenía miedo de perder el trabajo. Pensaba todo el tiempo en ustedes. No me preguntes qué hizo Dolores. Teniendo en cuenta sus métodos, le habrá dado dinero o le habrá pagado a otro para que le diera una paliza.

– Jurame que es cierto, Maciel.

– ¿Y por qué iba a mentirte? Me enteré por andar escuchando detrás de las puertas. Lo supe siempre. No pensé que te importara, como nunca hablabas de él…

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