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Claudia Amengual: El vendedor de escobas

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Claudia Amengual El vendedor de escobas

El vendedor de escobas: краткое содержание, описание и аннотация

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Dos mujeres jóvenes narran el regreso a la vieja mansión en la que vivieron durante su infancia y su adolescencia: son Airam, la hija de la mucama, y Maciel, una de las gemelas de los Pereira O. Reencontrarse para desarmar la casa familiar las enfrenta no sólo a las sombras que habitan en paredes y objetos sino a los fantasmas de su propia memoria. El vendedor de escobas cuenta varias historias, todas signadas por la soledad: las de Airam reflejan la lucha por salir de un mundo de necesidades y de extrema resignación; las de Maciel patentizan la hipocresía y la frivolidad. Claudia Amengual, avezada narradora, coloca sus voces en contrapunto para cuestionar dónde se define la verdadera fuerza que impulsa nuestras vidas: si a partir de lo que recibimos sin elegir o del libre ejercicio de nuestra voluntad.

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– ¿?

– Hace meses que no hay noticias de ella.

– Pero, ¿dónde está?

– Supongo que en alguna montaña, orando, levitando, ¡bah!, nunca tuvo los pies en la tierra.

Airam sintió la primera punzada de dolor. Las recordó niñas, destrozando juguetes, peleándose por cualquier cosa, agotando la santa paciencia de Felicia, abandonadas, muy solas. Los pensamientos coincidieron.

– Tu madre sí que nos aguantaba.

Airam sonrió con dulzura. El espíritu suave de Felicia pareció deslizarse entre los muebles polvorientos con su delantal blanco para venir a servir el café junto a los ventanales.

– Si te digo que es de las pocas cosas buenas que recuerdo de esta casa… Lo único -pareció buscar la palabra exacta-, lo único tibio… Lástima que no haya tenido más suerte. ¿Ves? Si existiera Dios no se llevaría a gente como Felicia. En cambio, ahí tenés, Dolores sigue tan campante…

– No digas eso, Maciel. No creo que tenga mucho que ver quién muere antes.

– Pero hay personas que merecen vivir más que otras. ¿O vas a decirme que no? Tu madre era una santa, buena falta nos hizo a todos. No sé si esta familia hubiera terminado así si Felicia no…

– Entonces, me contabas de la señora Etelvina.

Maciel deshizo el camino de reproches en el que había entrado demasiado prematuramente. Hizo señas a Airam para que la siguiera. Fueron al dormitorio de Dolores. La cama estaba tendida. Maciel se sentó en el borde. Airam quedó recostada contra la pared, jugando con los frascos de perfume que había sobre la mesa de noche. Estaban vacíos o con el perfume reseco, de un amarillo intenso pegado a los bordes. Destapó uno y se lo llevó a la nariz. Despedía un olor rancio, de lo más desagradable. Airam recordó cuando Dolores se ponía aquellas gotas preciosas en milímetros elegidos del cuerpo.

– Tenía un novio.

– ¿Tu madre? -preguntó Airam sin la menor sorpresa.

Maciel repitió su carcajada.

– Dolores tendría uno, varios, qué sé yo. Pero te hablo de la tía. Como me estás oyendo, tenía un novio. ¡Y qué tipo! No vayas a creer que era un viejo de bastón. Se buscó uno como para jugar a la abuelita.

– ¿Lo conociste?

– ¿Si lo conocí? Tuve que hacerlo sacar por la policía. Un sinvergüenza.

Airam se deslizó por la pared y se sentó en el piso, junto a la cama. Este pequeño gesto de intimidad abrió un espacio conocido entre las dos. Recuperaron la atmósfera de la infancia, las horas compartidas en la cocina, los mimos simultáneos de Felicia. Volvieron a ser dos niñas contándose secretos.

– El tipo era de nuestra edad, un poco mayor. Venía cada sábado…

– ¡Por eso! -interrumpió Airam con un grito como si hubiera hecho un gran descubrimiento.

– Claro, por eso las mandaba a ustedes…

– ¿Y nunca pensó en volver a su casa?

– Ya llego, ya llego. Vas a ver. El tipo venía cada sábado y ni te cuento las fiestas que armaban -sonrió con picardía y Airam le devolvió la sonrisa-. Se encerraban aquí mismo y, ¡uh!, ardía Troya. Sí, sí. Así como la veías, sobre esta cama.

Se movió un poco y la cama le devolvió un chirrido de lo más ilustrativo.

– La cuestión es que no nos llevábamos bien. Yo quería que se fuera y me dejara en paz. Ya no quedaba nadie en la casa. Me molestaba, pobre vieja, aunque en realidad, nunca me hizo nada. No sé, era yo que no andaba bien. Le dije que sabía lo del tipo, la avergoncé todo lo que pude. ¿Te acordás de ella?

– Una lady.

– Se me fue la mano. No aguantó la humillación y se enfermó.

– ¿Y el hombre?

– Lo despidió. El tipo volvía cada semana, pero ya no subían. Se llevaba dinero, ¿entendés?

– Y ella, ¿por qué no se fue a su casa?

– Porque ya no tenía casa, no tenía nada más que las joyas que iba vendiendo.

– ¿Cómo?

– No le quedaba nada, Airam. Por eso no podía irse. Se fue deshaciendo de todo para mantener a ese miserable. Y así fue. Dejó de comer, no se cuidó. ¿A vos te parece que una persona puede elegir morirse?

El recuerdo de Sancho volvió a Airam.

– Airam…

– No creo, pero si la tristeza es fuerte…

– Eso fue todo. La cuidé hasta el final. Me vino una culpa terrible, imaginate.

– Pero no tuviste nada que ver. En el fondo le sacaste a ese canalla de encima.

– No del todo, no del todo. Muere la tía y a los pocos días se me aparece el sujeto reclamándome no sé qué. Me puse hecha una fiera. Estaba medio aturdida, todavía no me había repuesto y me cae el tipo con unas exigencias, diciendo que habría un testamento, que no fuera a pensar que iba a quedarme con todo. Mirá, no sé cómo me contuve para no apretarle el pescuezo. Lo saqué a empujones. Con este cuerpito, y enojada, meto miedo.

Airam sonrió. Era evidente que detrás de aquellas bromas, Maciel escondía heridas profundas. No se la veía feliz.

– Se quedó en el jardín gritando, tirando cosas contra las ventanas. Armó un escandalete de novela. Llamé a la policía.

– ¿?

– No volví a verlo. Esta gentuza es fácil de intimidar. Se aprovechó de la pobre vieja, le sacó hasta la última moneda, pero cuando vio que la cosa venía complicada, ¡zas! Se esfumó.

– Pero a tu tía la hizo feliz.

Maciel la miró sorprendida. Consideró brevemente esas palabras. Pensó en Mario, como pensaba cada día, todos los días.

– ¿Y vos creés que sirve una felicidad de mentira?

– Depende. Si le alegró la vida… -pensó un segundo-. En realidad, no lo sé.

Maciel había quedado absorta. Airam le chasqueó los dedos frente a la cara.

– ¿Pensabas?

– Que ésta es una familia de locos, eso pensaba. Vení, vamos a mi cuarto.

Atravesaron el corredor. A cada paso, algún detalle les traía recuerdos. Airam señaló el cuarto de Viola. Se asomaron desde la puerta. Las paredes estaban cubiertas por inscripciones relativas a la paz del espíritu. Una mancha de humedad impedía completar algunas frases. Maciel tironeó del brazo de Airam.

– ¿Aquí no vas a entrar?

– ¿Para qué? Casi no tenía muebles al final. Dormía en el piso. Andaba con unas sandalias zaparrastrosas. No sé qué le metieron en la cabeza. ¿Te dije que se fue siguiendo a un loco?

– Pero ¿no sabés nada de ella?

– Papá era el que recibía algún mensaje cada tanto. Para pedirle dinero, claro. Después desaparecía por meses.

Airam se conmovió ante la mención de Sancho. Durante el tiempo que habían compartido ni una vez supo de esta comunicación con Viola. Tampoco lo notaba angustiado por la suerte de la hija, como si se hubiera desentendido de ella mucho tiempo atrás y toda su responsabilidad se redujera a proveerla de dinero. Sintió pena por Viola, una pena casi maternal.

– ¿Y ahora? -preguntó.

– Ahora, con papá así, empezará a joderme a mí -se volvió de golpe-. Te conté de papá, ¿verdad? -pero antes de que Airam pudiera responder, ya estaba abriendo las ventanas de su dormitorio y hablando de cualquier otra cosa.

Una luz pesada inundó los pocos muebles, la silla reforzada, la heladerita. Maciel la acarició como a una mascota muerta.

– Tengo casi todo en mi apartamento nuevo. Esto no lo quise llevar. A veces la extraño, pero fue parte del cambio cuando me fui. Estoy en tratamiento, ¿sabés? Hay días en que me levanto y digo que hasta ahí llegué.

Voy a la cocina dispuesta a arrasar. Últimamente estoy logrando contenerme. Con ayuda de médico, ¿eh? No creas que de esto se sale así nomás. Y cuando llegue a un peso determinado, me operan. Sí, sí, así como oís. Me hacen un matambre con el estómago para que coma menos.

Airam se rió con ganas. A cada minuto sentía recuperar la antigua confianza, como si hubieran dejado de verse un par de días atrás.

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