No fue difícil conquistarlo. Supongo que el atractivo mayor estuvo en seducir a una mujer treinta años más joven. Al principio se trató de una cuestión de orgullo, probar que podía. Lo dejé. Fui hábil esa vez. Lo dejé creer que me tenía enamorada y, mientras fingía un amor arrebatado, lo iba enredando despacito.
Empezamos con un café, como comienzan casi todas las relaciones. No debe de haber invitación más ambigua que la del famoso cafecito. Me hice la tonta, dudé un poco antes de aceptar. De algún modo me resultaba extraño que no me hubiera reconocido. No podía dejar de recordarlo años atrás y me invadía un placer que tenía mucho de revancha. Pensaba en Dolores. Dolores la hermosa, la de los peinados y perfumes, la de las ropas caras y el maquillaje perfecto, la del cuerpo cuidado. Dolores de los amantes, pensaba y en seguida venía a mi cabeza la imagen de mamá, como una antagonista natural de aquella novela. Se mezclaban en mí las dos mujeres, medían sus fuerzas disputaban mis decisiones. Tuve que renegar de mamá por un tiempo; dejé que Dolores ganara la partida y me ayudara a conquistar al que había sido su marido.
Sancho vivía en un apartamento suntuoso, decorado con el mejor gusto que hubiera visto hasta entonces. En nada se parecía a la vieja casa. Los muebles estaban tapizados de blanco, había algo de madera y mucho metal. Me sorprendió una alfombra gigante, peluda, color manteca, colocada delante del hogar como un gran oso durmiendo. Sancho rejuvenecía cuando estaba allí. Del campo no hablaba. Tampoco iba mucho. Tenía gente de confianza que administraba las estancias, y él sólo se preocupaba por controlar que sus cuentas crecieran sin esfuerzo. Tampoco hablaba de la familia. Una vez mencionó algo acerca de que había estado casado con una loca que andaba por Inglaterra dándose aires de reina, y que tenía dos hijas. No volví a pensar en ellas hasta mucho tiempo después, cuando las circunstancias me obligaron.
Yo no tuve que hacer ningún esfuerzo por ocultar mi pasado. Supongo que no habría tenido más remedio que contarle la verdad si Sancho hubiera preguntado, pero nunca se mostró curioso por saber qué había sido de mi vida hasta llegar a él. Creo que era una forma de evitar sus propios recuerdos, un borrón y cuenta nueva que nos permitiera empezar como dos recién nacidos a una vida que podía ser mejor que la anterior. O quizá lo supo siempre… Da igual, ya no interesa.
Vivíamos en una eterna luna de miel. Lo que comenzó como un juego de corta duración, se volvió una necesidad. Iba a buscarme al estudio y me llevaba a los mejores restaurantes, los hoteles más caros. No le importaba que lo vieran conmigo. Al contrario, parecía ufanarse de tener al lado a una mujer que bien hubiera podido ser la hija.
Felipe, por supuesto, sospechó que yo andaba en otra de mis aventuras. Me dio las advertencias de siempre. Hubiera querido decirle la verdad: yo, Airam, la hija de la sirvienta, metida en la cama del patrón, disfrutando de aquellas cosas que habíamos visto siempre de lejos. Pero me guardé bien de contárselo. Felipe no lo hubiera entendido.
A los tres meses de estar juntos, Sancho me invitó a un crucero por el Caribe. No supe qué contestar. Le salté al cuello como hacían las gemelas cuando traía algún regalo y besé cada centímetro de su cara. Lo hice reír. Siempre lo hacía reír. Reíamos mucho los dos juntos. De cualquier tontería hacíamos una excusa para dejar aflorar nuestra felicidad. Y nos fuimos uniendo en una extraña dependencia afectiva bastante parecida al amor. Cuando regresamos del viaje, me pidió que me mudara con él. Hablé con Felipe esa noche. Bajó la mirada y levantó los hombros. Repitió la frase con la que había soportado mis locuras de tantos años: "Mientras estés bien…". Al otro día, trasladé mis cosas. Me observó armar las maletas.
– Y vos, ¿qué vas a hacer? -le pregunté.
Me miró con sus ojazos tristes, acostumbrados a las despedidas, y me largó unas palabras que ni siquiera esa noche, mientras celebraba en brazos de Sancho, pude quitarme de la cabeza: "¿Qué voy a hacer? Nada. Esperarte".
Fueron buenos los primeros tiempos de vida en común. Sancho vivía para adorarme. Descubrí a un hombre distinto de aquel ser engreído que recordaba de mi infancia. En su lugar, había un espíritu necesitado de ternura, un poco hastiado de tanta frivolidad. Creo que fue esa sensación de calma que encontró a mi lado lo que lo enamoró. Porque Sancho se enamoró de mí. Locamente enamorado. Y yo no podía imaginarme sin él, sin el placer de meter mis pies entre los suyos por las noches, hacer una fiesta de cada detalle. Aprendió a disfrutar de las cosas pequeñas y descubrió un mundo que hasta entonces le había sido vedado por la absurda rigidez que impone la alcurnia. Conmigo no tenía que aparentar; podía ser quien realmente deseaba. Viajamos mucho. En cada lugar se detenía para hacerme una historia de algún viaje anterior. Las fuentes, los museos, los paisajes más bellos carecían de sentido, me decía, si no los podía gozar conmigo. Cada tanto, sobre todo al amanecer, me pellizcaba para convencerme de que no estaba viviendo dentro de un sueño. Pero Sancho no me dejaba mucho tiempo para esas dudas. Sus manos me confirmaban la realidad con una pasión que jamás había experimentado. A cambio de tanto, yo le devolvía la calidez de un hogar. Cocinábamos juntos, íbamos a los viveros a escoger plantas que después poníamos en macetones. Le llené la casa de velas perfumadas y la cocina de ramos de albahaca y laurel. Todo le daba curiosidad. Le gustaba verme lavar mi ropa interior, hacer la cama los domingos, ir juntos al supermercado. Yo me divertía haciéndole conocer ese otro universo cotidiano.
Felipe nunca preguntó su nombre y yo valoré la delicadeza. Le bastaba con verme feliz. Iba a visitarlo cada semana y le llevaba algo de regalo. Nunca me agradecía, pero sospecho que correría a escudriñar los paquetes apenas yo traspasaba la puerta. Sabía que se trataba de un hombre mayor, que me quería mucho, que me daba la comodidad que siempre había soñado para mí. Jamás pidió nada para él. Ni el menor de los favores, ni un privilegio. Seguía igual, como si estuviera preparándose por las dudas, por si algún día la vida, en uno de sus impredecibles giros, volvía a depositarme a su lado.
* * *
La rutina no pudo alcanzarnos. Fuimos más rápidos, esquivamos sus zarpazos con el asombro lógico de los primeros tiempos y prolongamos esa permanente fiesta hasta que el destino decidió que ya estaba bien de tanta felicidad. Si algo me da paz es saber que, mientras pudimos, disfrutamos al máximo, sacamos todo el jugo de las frutas ocasionales.
Los primeros síntomas aparecieron hace poco menos de un año. Mareos, dolor de cabeza, cansancio. No nos detuvimos a pensar. En nuestro pequeño mundo no había lugar para el miedo. Sancho debió haber consultado pero, en lugar de eso, llevaba un frasquito con no sé qué pastillas que tomaba apenas empezaba a sentirse mal. Tampoco yo me preocupé, lo confieso. No le di importancia. Creí que aquel estado de bienestar sería eterno. Tuvo un derrame cerebral a la vuelta de un viaje a Madrid. Esa misma noche, mientras cenábamos. Quedó lívido, apretó los ojos como si no tolerara el dolor, me dijo algo acerca de una puntada insoportable en la cabeza y se desplomó sobre el plato. El médico me habló sin rodeos. El daño había sido severo. No podía predecir el grado de recuperación, pero me advirtió que varias de sus facultades habían quedado dañadas para siempre. El habla, entre ellas.
Cuando, finalmente, me permitieron llevarlo a casa, me encontré de golpe con la crudeza de mi nueva situación. Sancho tenía medio cuerpo paralizado y se comunicaba con guiños y miradas, sin el menor control sobre sus esfínteres. Sabía que estaba lúcido, sin embargo, que entendía la miseria a la que estaba reducido. Le pregunté si quería avisar a las hijas, pero fue tan grande su desasosiego que desistí.
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